
El mercado discográfico II. El fallo de Barbra Streisand
En el artículo precedente, donde se expuso brevemente la historia de la industria discográfica, se evidenció su evolución gradual y orgánica. Dos elementos determinantes han sido las tecnologías y los intereses comerciales de quienes tuvieron poder sobre la producción y reproducción de los bienes asociados al consumo cultural. Dicho de otra forma, (y para sorpresa de nadie) el mercado ha guiado el camino del desarrollo de la música en la contemporaneidad.
No es de extrañar que en el contexto cubano se le haya dado la espalda a las vías “normales” de consumo cultural en el mundo (también se puede interpretar que las vías “normales” le dieron la espalda a Cuba; pero es cosa de perspectiva). De cualquier forma, es prudente entrecomillar lo normativo, porque a fin de cuentas la realidad (sobre todo la actual) se construye desde relatos y no cabalmente desde los datos. Lo normal, también, es lo que se naturaliza desde la narrativa y no necesariamente aquello que existe objetivamente.
Una simple demostración de lo dicho puede verse si se analiza la siguiente gráfica publicada en OpenMind BBVA:
Lo que se observa ilustra el volumen de ventas discográficas entre 1973 y 2012. El autor añadió una nota que explica que “Digital” incluye larga duración y singles, “Vinilo” los formatos de LP y EP, y no se contemplan DVD musicales.
Las tendencias descritas por las estadísticas de las grandes corporaciones y asociaciones dentro de la industria de la música no tienen por qué reflejar la realidad del archipiélago cubano. Así que estamos a merced de lo experiencial y vivencial más que del conocimiento fidedigno de estadísticas, cuando se habla de mercado discográfico en Cuba. Los datos que hay disponibles nos sirven de muy poco.
Como se ve en el gráfico anterior, se experimentó una caída en las ventas de música; pero eso no quiere decir que las personas consumieran menos. Simplemente, se inventaron formas de no pagar por disfrutar de la música. Apareció una grieta que propició la fuga de una parte del dinero que generaba del mercado discográfico.
La industria del consumo de música —pagada— a través de Internet aún en 2023 no se encuentra disponible de forma amplia, legal y abierta en Cuba, aunque sí hay un intento de negocio con la aparición de la plataforma Sandunga. Lo tardío de esta no es azaroso. Se podría decir que, en general, entramos morosamente a la vida virtual respecto a otros países del Caribe. Veamos algunos datos históricos.
En 1999 la industria de música grabada llevaba más de 25 años de expansión continua. Se estima que solamente en 1974 se vendieron 1000 millones de discos en el mundo. Cuando finalizó el siglo XX la cifra había superado el triple anual. Por ello, se entiende que las discográficas no tendrían por qué sospechar que un grupo de jóvenes casi adolescentes desencadenarían el ruidoso proceso que logró quebrantar el funcionamiento del sector entero hasta ese momento.
El año 1996 es el momento en que Cuba queda oficialmente conectada a la red internacional de Internet. No es hasta 2012 que se logra conexión satelital y la cantidad de usuarios comienza a crecer de manera significativa. Según el Banco Mundial, hasta ese año, el 21,2% de la población nacional era usuario de Internet y para 2017 llegamos al 57,1%, lo que indica que en el quinquenio 2012-2017 la cantidad de personas que se incorporaron al uso del servicio excedió por 35,9 puntos porcentuales al total de usuarios en el período 1996-2012.
Para hablar de la actualidad toca volver a los años 2000; a Napster, la plataforma más popular de música gratuita de inicios de la década. El logo del gato con audífonos es una imagen que muchos reconocerán, aunque nunca hayan utilizado sus servicios. Fue lanzado como una versión beta en 1999 por Shawn Fanning —quien antes de cumplir 20 años ya había contribuido a revolucionar lo que se entendía como red de distribución de la música— como principal actor.
Estudiante de la Universidad Northeastern de Boston, en Estados Unidos, para ese momento, Fanning programó y lanzó un novedoso servicio de archivos compartidos bajo el nombre de Napster, que aprobaba y facilitaba que los usuarios descargasen e intercambiasen música sin resarcimiento alguno para los dueños de los derechos.
Hoy sus sucesores son Spotify, SoundCloud, Deezer y otros menos populares. No es raro que en Cuba perduren algunas esencias de estos modelos P2P (comunicación entre iguales) como el uso de Telegram para distribuir música entre usuarios desde sus bots hasta los canales de artistas independientes. Mientras, a nivel institucional, en este mismo país (Sandunga) se ha apostado por un modelo de distribución más parecido al de la industria.Shawn Fanning no tardó mucho tiempo en ser demandado por la industria musical (Metallica protagonizó una de las demandas más mediáticas contra la plataforma) y obligado a interrumpir el servicio. Lo que sucedió a continuación pudo acuñarse como efecto Napster; pero Barbara Streisand tuvo otra forma de contar la historia.
Durante los primeros años de los 2000, la cantante estadounidense hizo retirar unas fotografías de la fachada de su casa, que habían sido publicadas en Internet. Luego de todo el alboroto legal, Streisand logró su propósito, pero el caso se había vuelto tan mediático que las fotografías ya eran virales. Así mismo sucedió con la música “pirata” online. Tras Napster aparecieron plataformas cada vez más sofisticadas que llegaron en sustitución de aquella. Ciertamente, los métodos manejados por los actores más poderosos de la industria musical tradicional para detener el creciente impacto de estos llamados servicios de piratería —Napster, Kazaa, LimeWire, Grokster, DC++ y The Pirate Bay—, no fueron lo que se diría un éxito. Contra ellos y sus usuarios se usaron estrategias de disuasión y ataque agresivos, tanto legales como técnicos que, en general, resultaron inútiles.
A esto se le llamó “el efecto Streisand”, que viene a explicar el hecho de que las acciones para detener el acceso gratuito y masivo a la música terminaran por convertirlo en una necesidad multitudinaria e incontenible. Cuando un servicio de archivos compartidos era llevado a tribunales, aparecían otros que ocupaban su lugar. Como comentamos en el artículo anterior de esta serie, las ventas de música en soporte físico experimentaron caídas estrepitosas que regresaron las cifras hasta emparejarlas con las de principios de la década de 1970 (en cuanto a ejemplares vendidos).
Las plataformas de acceso gratuito eran incómodas para quienes vivían de los derechos de la música y su distribución. Así que les tocaba traer hacia terreno legal y monetizable lo que ya una masa de consumidores venía haciendo. Ante el reto de cómo explotar las plataformas de intercambio y distribución de música sin dejar de ganar dinero, aun cuando los usuarios no pagasen, aparecieron varias alternativas.
iTunes Music Store surgió en 2003 bajo la marca Apple y se aprovechó de la credibilidad de esta para convencer a algunos de los más importantes distribuidores de establecer una tienda virtual de canciones. Sin embargo, el modelo inicial carecía de opciones suficientemente cómodas para la mayoría de usuarios de Internet: debían acceder desde dispositivos producidos por Apple y, a pesar de que era posible solamente comprar una canción en lugar del álbum entero, los usuarios aún debían pagar.
Hoy es muy repetida la idea de que cuando no se paga por un servicio, el producto es uno mismo. Es el principio que hace tan rentables las redes sociales y que algunos listos decidieron explotar con la distribución de música. Es así que aparece el modelo de negocio basado en promoción y streaming que explota Spotify.
Aunque se funda en 2006, no es hasta 2008 que toma fortaleza a partir de los acuerdos comerciales con las principales figuras del panorama de los derechos de reproducción y las licencias. Desde ahí se han ido complejizando las cosas con la aparición de nuevos sujetos e intermediarios (pero eso es otra historia).
En Cuba, mientras tanto, vamos por un carril diferente. Nuestro equivalente a Napster fueron los puestos de venta y/o alquiler de discos y casetes, al principio espontáneos y luego avalados por una autorizada actividad por cuenta propia, que los funcionarios del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social interpretaron en sentido amplio. Pocos nacionales compraron discos en las tiendas “oficiales” del país. Sin embargo, la música urbana, nativa digital, se escapó de las prácticas al uso y en general del pelotón de lo “establecido y correcto” en cuanto a distribución de sus productos, espoleada por los intentos del Ministerio de Cultura de frenar su masificación. Entre más se criticaba, más fuerza adquiría —efecto Streisand— y los canales de distribución, por su carácter informal, estaban en su mayoría fuera del alcance de las estadísticas. La música se expandió por todo el archipiélago de forma incontrolable.
Cuba y su “mercado discográfico” seguirán siendo un misterio por algún tiempo. Lo que sabemos con certeza es poco. Aquí desde los tempranos 2000 se conseguía la música en las calles, de persona a persona, de casete a casete, de USB a USB. Los cambios en el contexto trajeron la aparición del paquete semanal, hasta que más recientemente ha ganado espacio el Internet como vía directa para conseguir y consumir música (igualmente con trampas, como los VPN).
En principio, aun cuando no lo parezca, incluso aquí la rentabilidad ha ido moldeando las formas de generar el consumo. Dicho de otro modo —y para sorpresa de nadie—, el acceso a la tecnología y el mercado han guiado el camino del desarrollo de la música, también en Cuba.