
Deja la trova esa
Se habla mucho de la trova cubana, con un sello que desde Sindo (o desde antes) se viene afianzando, transmutando en mil híbridos musicales. Un sinfín de nombres la han enriquecido: algunos se consagraron, otros son conocidos, otros pasaron, y otros ni existen, consumidos por el olvido. Pero de esos hay demasiado escrito, demasiado se ha contado. Yo vengo a hablar de quienes, aún incipientes, fueron denominados por un columnista ingenuo o muy optimista como Generación Z; específicamente de Fito del Rio, Carlos Fariñas, Richard Fando, Frank Mitchel y Tobías Alfonso. No habrá aquí la presunción de hablar sobre ellos en tanto músicos, sino sobre los artistas que son o pueden llegar a ser.
Estos jóvenes llevan algunos años (unos más, otros menos) solidificando sus estilos y la fidelidad de un público. Han podido llenar espacios de trovadictos que corean sus canciones y los siguen en cualquier aventura. Desde la seriedad de los escenarios, pasando por la informalidad de un parque y por la frialdad de las redes sociales, se colaron de a poco en el ethos de un contexto generacional que, por mucho que pase el tiempo, no dejará de disfrutar sus obras.
He sido testigo del devenir de la mayoría en los últimos dos años aproximadamente. Los he seguido de cerca, los he observado expectante de lo que me figuro será una nueva variante de la canción en Cuba. Les falta mucho, pero son un gremio que, aunque nacidos y crecidos en la hostilidad de las cerrazones nacionales, se han abierto camino, colándose en sus adyacentes, creando un espacio de despeje y concientización, a veces ingenua, excesivamente romántica e inmadura, pero, por lo general, mágica y maravillosa, coloreada por todo el ímpetu que poseen.
El amigo poeta Manuel Peláez en texto publicado en La Jeringa comentaba sobre la práctica del Ikigai y sus cuatro “preguntas esenciales”. Dichas preguntas crean un nexo entre sí logrando enfocar la vista en un eje específico que nos lleva a la esencia de la búsqueda, lograda en la contextualización y sentido del ser en un momento dado. Esto es vital para un creador. La falta de ese sentido de las nociones de su tiempo, es la mayor enfermedad que hallo en este grupo de cantautores. Ojalá la experiencia los ayude a curarla.
Fito y Tobías, a base de trayectoria y trabajo —sin desestimar la calidad que presumen— han logrado concentrar las “masividades”. Su música es pegajosa, rítmica, atrevida. Las melodías son indelebles en todo el que las escucha más de una vez, las armonías van bien acolchonadas y la poesía discurre con una seriedad coloquial que llega a cada oyente amén de su status nobilitas. Son sin dudas, en materia de popularidad, los más logrados.
Hay que ver cómo los cientos de personas que siguen a Fito a sus conciertos corean “llevas una isla adentro”. Ese muchacho se emociona, disfruta, se crece, se vuelve histriónico y hasta ególatra, pero es todo un espectáculo; yo lo gozo muchísimo. Fito lleva el afán de marcar pauta, de trascender, y ese, quizás, sea su mayor fallo. Lo he sentido demasiado enfocado en lo onírico de un YO trascendental y supremo, disolviendo de lo factual y político la propia esencia de su obra. Fito es un ejemplo de cómo encontrar la vía, la persistencia, el tesón, las ganas, el talento que se impone. Ese flaco se ha logrado colar en muchas lunas y ya tiene una responsabilidad tremenda —a veces temo que pierda su imago al tratar de cumplirla—. Me asusta lo abusivamente acaparador que busca ser a veces. Él se ha ganado ya su puesto, quizás no a la escala que aspira, pero lo tiene. Se debe más a la permanencia y al público que a la obra misma, y puede que esto sea el pináculo de sus faltas, como el de su éxito. Fito es un excelente artista, no un trovador, no un poeta, no un músico, él es un todo. Desmembrado no llega, va escueto en cada elemento, por eso se halla íntegro, como un todo firme y sereno. Un día lo atrapé en unos versos, luego en el disfrute de mi madre, luego en la sonrisa de mi padre, para después tenerlo indeleble en el recuerdo de las lágrimas que solté escuchándolo cantar.
Por su parte, Tobías pega en el gremio cada coro que sale de su creatividad mañosa. Aglomera menos que Fito, pero su público es muy fiel y lo gozan; es muy joven Tobías, sin dudas llegará bien lejos. Tiene todo lo que un showman precisa: talento, necesidad de atención, desbordamiento y confianza. Es un compositor de la cotidianidad contemporánea, no se puede esperar de Tobías la maravilla poética, pero sí la maravilla factual. Es un artista de su época y sabe discurrir con ella. Salta, grita, alardea, todo eso en el escenario mientras canta Mariposas, Fresko o Chat; sabe que son temas pegajosos, los concibió para eso, ingenio y música le sobran. Él tendrá su boom en una esfera que no imagino y que él no conoce. Ya los años lo ubicarán.
Por otro lado Fando y Fariñas, quienes al principio se unieron de una manera no muy productiva, van labrando una estética aún poco cocida, pero que huele bien. Fue muy gratificante saberlos por caminos independientes. Juntos no lograron concretar las nociones de un discurso y se trocaron de canción en dueto aberrante; me costó entenderlo.
Fariñas juega a las reinvenciones y eso lo tiene en un estado coloide interesante, mas no lo deja definir —más allá de sus amigos y el típico piquete— un sello. No tiene Carlos una canción que sea coreada de manera arrasadora por el público, ni que arranque emociones desorbitantes. Esto no desestima su calidad compositiva que ha ido in crescendo en los últimos meses, aunque sigue corriendo con lastres de interpretación, su peor mancha. La desafinación y la falta de empaste con sus músicos y con él mismo le juegan malas pasadas. En él se encuentra la dicotomía de una trayectoria sin comparativas y de una comparativa sin trayectoria. Tiene unas instrumentaciones muy funcionales pero que no logra concretar. Se disuelve en el propio caudal de sus ideas para luego parir una mirando al ojo fino de al lado. Hace brotar de su genio creaciones de exuberancia tremenda, para perderlas luego en el descuido o la falta de pulimento. Le tengo fe a Carlitos, sobre todo a su estética andina, sé que sacará, trabajando, la maravilla que puede llegar a ser, y así conseguirá Vértigo su plenitud.
Medio agazapado en elogios y autocomplacencias, Richard ha logrado encontrarse muchas veces, aunque luego se pierde, pero ya el mero hecho de haber hallado en sí una definición, es digno de mil aplausos. Peca de excesos en su obra, al filo de ser críptico, pero generalmente llega. Los nombres enrevesados de sus canciones no los he logrado fijar, pero ahí están, como “náufragos que van surcando el cielo”, conmoviendo. Casi lloro la última vez que lo escuché, era puro sentimiento, se tragaba las lágrimas para no estallar, lo vi sollozante mientras cantaba… fue hermoso, él lo merece. Richard no necesita una mejor voz, pero sí le urge encontrase con la suya, domarla, saber acomodarla. (Fito, por ejemplo, no canta bien, ni tiene una voz bonita, hasta desafina mucho, pero sabe lidiar con lo que lleva en la garganta, y esas precariedades las supo convertir en sello). Necesita Fando una fórmula similar, dejar a un lado el exceso de acordes y la búsqueda del virtuosismo en la guitarra, para centrarse en topar con su voz; luego de hallada, esta sabrá qué armonía la debe acompañar en las pulsadas. Él es quien ha hecho brotar la mejor poesía, pero se pierde en la nada, no induce a la cercanía o el análisis, boga y boga cuesta arriba en un río sin corriente, le toca redefinir. Es también el más melancólico y al mismo tiempo el más burlón y dinámico. Se sabe una piedra preciosa de la canción, pero necesita buena lija para lograr brillar; por ahora sigo disfrutando de maravillas como su tema Musgo.
A Frank Mitchel lo he visto pocas veces. Tiene porte de canción. Luce altanero a primera vista, pero se vuelve diáfano en la interacción. Lleva una melena regada y un fleco desgarbado como cuerpo. Suena rockero, interesante, hondo. Me recuerda a los argentinos. Tiene un aire de artista consagrado… quizás se siente así. Su música es la más lograda estilísticamente. Ha sabido lubricar la rendija entre el efecto esponja y la originalidad, no sé si con aceites o con saliva, pero alcanza un estilo bien reconocible. Es ameno, se disfruta, habla poco. Tiene un juego de pretensiones ocultas en su parquedad de palabras, quizás atesora el misterio. En estos tiempos tan inmediatos el mysterium es una joya y él lo ha notado. Gusta su voz, gusta su prepotencia musical, gusta su look “al berro”, gustan sus patrañas estéticas. Es un rockstar Frankmi, uno consciente de lo que da, y sabe que eso es bastante. Tiene un aura musical inmensa, ideas profundas, en trenza. Suena de mil maneras, muchas veces es difícil digerirlas. Lo recuerdo dando corcheas en la sexta de la guitarra, tratando de afinar, mientras hablaba de la canción que tocaría; eso fue en el patio de MATCOM en la Universidad de La Habana. Lucía seguro de lo que haría, no le vi nervios. Luego lo encontré con la nariz demasiado levantada un día en G; hizo gala de sus más brillantes composiciones, me llegó, me encantó; lo callé. Frank Mitchel es muy talentoso, es un producto de sus influencias y, por transitividad, un producto exacto para un público de consumo que no es factual, sino más romántico; pero un producto de tremenda calidad.
Estos muchachos son la navaja del filo, con hoja de acero que no se mella y gotas de sangre generacional. Tienen tanto para decir que se abarrotan, se tupen. Enseñan mucho la cara en tiempos de cubrebocas, pero están logrando redefinir una estética en la canción que durante décadas pareció inamovible. Dejaron atrás la melancolía de la guitarra y andan acompañados de una banda que funge de cuerpo al rostro. Sin embargo, necesitan bulla, necesitan imponer, son tiempos de gritería y barullo: ellos no pueden sonar más bajo.. Tienen que sonar como el siglo XXI.
Nombres como el de Kevin Espinoza, Maria Ochoa, Lester Domínguez, Daniel Rodríguez El niño, Luis Masferrer El Luiso, Roberto Reincino, Lucía Poyeaux, entre otros, son también artífices de todo este devenir.
Lester desde el drums le ha dado ritmo y marcha a la mayoría de estos cantautores. Demasiados colores posee, matices de todo tipo, además de una energía soberbia y un derroche de luz. Kevin es otro que punteando los aceros de la guitarra eléctrica ha logrado un estilo, un sello, que se torna familiar a todo el que lo haya escuchado más de una vez. Tiene belleza el timbre de Kevin, soltura, es hipnótico. El Niño, El Luiso, Reincino y Lucy son un clan de acompañamiento, la retaguardia y contraofensiva perfecta en sus respectivos grupos. Maria, la dueña de las voces, ha trabajado con la mayoría de las incipientes agrupaciones musicales. Tiene la voz, la creatividad y la sutileza, la sensibilidad idónea para amoldarse a los estilos y hacer, siempre, un trabajo impecable en el colchón armónico vocal de los coros.
Iluso aquel que pensó en la canción contemporánea como réplica de la que antaño armonizaba. Esta generación que hoy nos desviste se sabe dueña de una realidad diferente, más osada y a tono con lo que la circunda, y lo mancha en sus canciones. Han logrado “dejar la trova esa” que durante décadas nos permeaba, para saberse autónomos, auténticos. Aún les falta trecho, pero hasta el fallo se disfruta. Mientras yo seguiré observando, escuchando y opinando.
Bello 😍
Este muchacho escribe con un virtuosismo
Que las metáforas parecieren hilvanadas con agujas de crochet!
Chapeau !
Parece que Raymar es un gran maestro para hacer tantas críticas musicales y personales. A mí me parecen erradas muchas de ellas.