
Quédate conmigo
He escuchado más de una vez al sabio Frank Delgado decir (medio en serio, medio en broma) que un trovador no es más que un artista incapaz de venderle el cupón a alguien solo como cantante, solo como guitarrista o solo como poeta; que su rendimiento es más bien mediocre en cada uno de esos apartados, pero que cuando se unen, entonces sí se cierra el círculo y se llena el estadio. Como toda sentencia de esta clase, encaja más o menos bien dependiendo del segmento de papel donde aterrices el cartabón. Frank quizás pensaba en sí mismo, porque el dictamen le queda pintado. Habría que preguntarle. Lo que es seguro, seguro, es que no pensaba en Javier Ruibal. Le habría notado el salidero a su comentario, porque el gaditano gana en las anillas, en la barra fija y en los ejercicios a manos libres. Pierde en el all-around con solo unos pocos.
Busqué en la base de datos de Discogs y me partí de la risa cuando vi la casilla del estilo. La persona que subió el álbum se debió haber roto la cabeza antes de decir “Ya, pa’ la pinga. Flamenco y ya”. El eclecticismo de Javier Ruibal no es del que conviene tener porque está de moda ser ecléctico. Él ya no puede hablar de alguna forma que no sea esa. El acento se le contaminó, como a la gente que lleva mucho tiempo viviendo en otro lugar. Piensa siempre en flamenco, pero cuando habla no le puedes sacar bien de dónde es el cantao. Le puede salir una tonada hindú, un ritmo magrebí o un tumbao salsero. De cualquier modo y en cualquier clave es, hace rato, una de las ofertas más delicadas y elegantes que se puede conseguir en la lonja de la canción en español. Y en esta placa me parece está su mejor versión.
Abre con Once de abril, donde se cuenta la relación de un poeta con la luna. Estas son las primeras palabras de Quédate conmigo: “Carta por fin / que la luna llena me remite / en la que me pide que la cite / en un discreto lugar. / Carta de amor / en la que me pide que no tarde / o voy a perderme por cobarde / su mejor beso lunar”. Hay que tener mucho coraje para abrir así un disco en el año trece del siglo XXI. Hay que andar en otro universo (en uno donde la historia no tiene nada que ver con el tiempo y se puede amanecer hoy en la Edad Antigua, mañana en el Medioevo, y así), hay que tenerle muy poco respeto al ridículo para escribir “carta de amor” y “beso lunar” en una misma estrofa de esta época. Y sobre todo, hay que ser muy mostro para no fallar el lance.
Los poetastros como tú y yo, que tenemos que inventarnos siete metáforas para decir una idea, nunca vamos a entender qué es lo que ocurre en la cabeza de estos tipos. Tienen el disyuntor del peligro jodido. No se les dispara cuando aparece el lugar común; por eso entran y salen de allí con naturalidad; no se quedan mucho tiempo pero tampoco rehúyen el contacto.
Javier Ruibal, como persona, debe ser tan sencillo como sus canciones. Me imagino que será muy querible, muy dado a la peña. De la gente que, si eres su amigo, te llama por teléfono sin motivo aparente, solo para hablar contigo. De la que, si solo eres un conocido, pregunta “¿Cómo te va?” y en realidad quiere saber cómo te va; no por puro chisme, sino porque el otro le resulta más interesante que sí mismo, le importa más conocerte que exhibirse. En Ruibal no está esa hinchazón, esa pedantería sensual de cantautor maldito que todo el mundo recortó a Dylan. Cuando Silvio dice: “Debo partirme en dos”, ahí está. En Sabina: “Pero sin prisas, que a las misas de réquiem nunca fui aficionado”, ¿lo ven? Charly: “No voy en tren, voy en avión”. Javier no. Javier no es el centro de su mundo. Él dice, en Sueño que te sueño: “Uno anda a solas con uno / sin rumbo ninguno, / uno viene y va / de la plazuela del desencuentro / al callejón de nunca jamás”. Solo siendo un hombre muy llano se puede decir eso —que es, por demás, una de las dos o tres ideas fundamentales— con tal humildad, a plena luz del día. Sus letras, a diferencia de las de otros, no piden al mundo que se detenga a escucharlas, no se creen importantes. En una fiesta, por ejemplo, Silvio no puede llegar, decir “¿Después de cuánto resulto yo?”, y esperar que la gente siga en lo suyo. Javier, en cambio, habla acostado en una hamaca con una copa de vino en la mano derecha. Su verso soporta el murmullo alegre de los bares.
El disco está repleto de ternura y claridad, de amor por el hecho cotidiano, y donde más se nota esto es en Viñera de postín. Cuando escuché el álbum por primera vez, hará no más de dos años, hacía rato que no me encontraba, ni en música ni en literatura, con una estrofa que me sacudiera el alma como lo hizo esta: “La barca de la viña tiene una vela / hecha con delantales de las abuelas / Y cose el marinero, pa’ su salario, / la red de las botellas de centenario”. Pueden irse a llorar, que yo espero.
El tema-hit es A Roma no quiero ir, que será incluida en una lista del siglo que viene, la de las mejores canciones en lengua española de la primera mitad de este. Una pieza de desamor y distancia, de las que duelen más cuando hay agua por medio; con un estribillo inolvidable, acentuado por el drama de las cuerdas.
No se le hace ascos al asunto político-social en el registro. Hay cinco temas que lo tocan, bien agrupados al final en el orden, excepto Los mares del surf, que es el segundo track y el único de los cinco donde Javier se pone manifestoso, sale a la calle, saca el cartel que dice: “Salte del negocio turbio, gaditano marrullero”. En los otros el mensaje de justicia social está nomás sugerido, como han hecho los grandes de toda la vida. Escuchemos El niño del Serengueti, cierre del disco. Como Ruibal es un artista, y el arte es el plan B de la comunicación oficial, él no te va a decir “¡Viva esto, muera lo otro!” (como artista, ya como ciudadano podrá decir lo que quiera). Él es un poeta, no un periódico. En vez de decirte: “Mira, en lo que tú andas quejándote por el salidero de la cocina, hay gente que la está pasando muy mal para conseguir un cubo de agua”, se arma una historia sobre un niño de una tribu africana que quiere ser astronauta y que, por andar pensando en esas boberías en el camino, se le bota el agua y vuelve loca a su madre. Ocurre parecido en El príncipe de los parias y Cine Macario, con otros problemas, otras historias y otros escenarios.
Vino a Cuba hace poco, Javier. A un Festival Longina, creo. Y yo, como siempre, mareado, mirando hacia el norte, cuando la candela está en el sur. Espero que regrese, porque como va la vida, está cada vez más difícil llegarse a Cádiz a ver.
Acabo de leer con agrado y agradecimiento esta reseña que va más allá de mi disco “Quédate conmigo” porque indaga en mis maneras comporistivas tanto como en mi actitud ante la vida.He de decir que me veo muy bien reflejadlo en lo que leí. Probablemente en España nunca hayan hecho sobre mi trabajo un análisis tan profundo y ameno al mismo tiempo.Por todo ello gracias profundas al autor y gracias Cuba porque siempre me das muchísimo más de lo que te doy.
Salud y buenos deseos
Javier Ruibal.
Javier, es un gusto y un honor hablar de usted en nuestra revista de música cubana. Gracias por su música y el cariño hacia Cuba. Un fuerte abrazo.