
Animals
De toda la vida Pink Floyd ha sido la banda preferida del viejo, aunque antes de que yo me obsesionara con ellos él había escuchado, como mucho, cinco temas; en serio. Es un tipo increíble el puro.
Supongo que nunca tuvo el chance de comprar un disco o un casete del grupo, en una época en que tampoco crecían silvestres, ni los discos, ni el dinero. Vivía a merced de alguna emisora de radio que pasara esta clase de música y, un poco después, del programa A capella.
Yo crecí escuchando a mi papá mascullar las primeras palabras de la letra de Another Brick in the Wall (Part 2), en una jerigonza que ni era inglés ni era nada, algo como: “dido niño, eduquéichon” (así decía, “niño”, claramente, lo juro). Era como su tonadilla de trabajo.
Me llamaba cada vez que pasaban algo de Pink Floyd en la televisión o la radio ―podía ser incluso otro artista versionando temas suyos―, y yo tenía que zumbarme todo el rato a los pelús esos. Una tarde de A capella los domingos, me sentó a su lado para ver estas imágenes rarísimas de unos tipos haciendo cantar a un perro; el viejo todo sublime y yo con ganas de irme a mi cuarto a ponchar al Vico C de finales de los ’90. Después supe la historia del perro, y que las imágenes pertenecían al emblemático concierto Live at Pompeii.
Años después de esa tarde ―que parecieron muchos pero no fueron tantos― quemé mis dos primeros discos de Pink Floyd. Solo tenía un CD para copiar varias cosas que quería, así que tuve que escoger dos álbumes entre toda su discografía. Me fui por el Dark Side of the Moon (Abbey Road Studios, 1973), porque sabía que era un clásico, y por el Animals (Vinyl, 1977), porque pensé, dado el nombre, que aquí estaba la grabación de aquel perro estrella de la banda ―cosa que no era, porque esos aullidos se registraron para el Meddle (Harvest Records, 1971), seis años antes.
Ya me llevaba mal con el puro. Una guerra constante. Era normal. Yo tenía 15 y todo iba de descomponer, dudar y cuestionar. Sin embargo, con la llegada del CD, nos inventamos sin querer estas treguas de encerrarnos en mi cuarto a escuchar Pink Floyd casi por primera vez, los dos.
Muchas veces dije, como si fuera algo importante, que mi canción favorita en la Tierra era Dogs, la segunda pista de este álbum, contenida en el lado A del long play original, el cual ocupaba casi entero, en la proporción en que una ballena azul ocupa cualquier estanque que no sea el océano. También dije, de la misma manera, que el solo de guitarra que comienza al minuto 5:33 y termina al 6:47 era el que más merecía representar al inmenso David Gilmour en la lista de la Rolling Stone, por encima de los que ejecuta en Comfortably Numb, Time, y Money, los escogidos por la prestigiosa revista, y que ese solo probaba que no había que tener la forma física de Yngwie Malmsteen o Joe Satriani para ser un gran violero.
Les cuento otra historia.
En el pre yo andaba con una Discman, pero no tenía ni audífonos ni bocinas, los tenía que pedir prestados. Un pepillo tenía unos speakers de PC, pero ningún dispositivo de reproducción. Venía a mi aula a la hora del autoestudio y poníamos música. Cada uno aportaba su prestación; un contrato redondito. El inconveniente era que a mí no me gustaba lo que él oía ―que era esencialmente reguetón―, y viceversa; siempre había un problema distinto con eso.
Acordamos una noche, la última, que pondríamos dos temas consecutivos cada uno. En mi primer turno puse Sheep, de diez minutos de duración, y Dogs, de diecisiete. Hubo empingue y rescisión unilateral. Sin indemnización, además, porque yo había cumplido. No era mi culpa que los tipos esos tuviesen tantas cosas que decir.
Muy buen artículo!!