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Ruido y Furia Ilustración: Duchy Man. Ilustración: Duchy Man.

El amor no es una botella de ginebra

(69 Love Songs, The Magnetic Fields)

This is not San Francisco [La vida, 32 cajas antes]

Esa noche no estaba, lógicamente, en el bar donde Stephin Merritt pensó que sería una buena idea escribir un disco sobre el amor. Tampoco estaba en 1999. Estaba en un bar muy pequeño, lejos de casa, esperando a un amigo que quería hablarme sobre una muchacha a la que finalmente conoció en persona y con quien pasó —según él— los días más felices de la vida. Acudir a mí es una idea bastante incoherente. Pero nos citamos a las siete. El día anterior había estado escuchando —luego de haberlo pospuesto durante siglos— las 69 Love Songs de The Magnetic Fields. Algo había escuchado de ese disco en otro momento, por antojos impropios. Pero siempre me pareció demasiado largo, y Stephin Merritt siempre me pareció demasiado intenso como para escucharlo de golpe. Así que continué escuchándolo ese día,  poco a poco, mientras esperaba a mi amigo.

Algún muchacho del bar se acercó, me quité uno de los audífonos. El muchacho recomendó un trago con algo de chocolate. Me preocupa tomar chocolate después de las seis, porque es malo para el insomnio. Así que pedí vodka, que es peor, pero me gusta más.

No estaba yo para dramas ajenos. Ni para los de mi amigo, ni para los de Stephin Merritt. Mucho menos para los dramas propios. Estaba para un pequeño vodka en paz. Pero tampoco estaba para la paz. Así que las 69 Love Songs eran una decisión inapropiada. Y sin embargo me pareció una decisión hermosa y con consecuencias, como casi todas las decisiones inapropiadas.

Volví a ponerme el audífono. Come Back from San Francisco fue lo primero que apareció. Y mi cabeza dijo Come back, y mi cabeza dijo Kiss me, I’ve quit smoking. Y encendí un cigarro terminada la canción. Volví a reproducirla para escuchar mejor la letra. Y me lo fumé todo de golpe, porque yo le sé fallar a todo. A las canciones. A los regresos. A todo. Qué le vamos a hacer… [Damn you, I’ve never stayed up as late as this]. Un cigarro entero dura lo mismo que Come Back from San Francisco.

Los regresos duran poco más. Unas 32 cajas aproximadamente.

Uno deja el pulmón en los encuentros.

***

—¿Todavía estás ahí? El transporte está pésimo.
—No te preocupes. Estoy bien. Tómate tu tiempo.

Y me tomé mi trago. Y pedí vodka. Otra vez. Últimamente los cocteles me dan una náusea horrible y prefiero algo sin mucha elaboración. Trago y hielo. Al menos el vodka nunca sabe a perfume.

Estaba muy metida en el disco. Todas las canciones parecían hablarme, porque todas las canciones hablan de lo mismo cuando uno tiene algo que persiste en la memoria.

Las canciones de The Magnetic Fields —no solo las 69 Love Songs— dan a veces la impresión de estar hablando desde un presente medio triste, o adherido a una resignación burlona; pero asumo que aquí no se está hablando del presente, al menos no se habla de él con exclusividad, ni con la importancia y el rigor que debería conferirle uno al tiempo en el que vive. Asumo que el pasado no quiere desprenderse. El pasado se aferra a una estrofa y la muerde y le escupe en la boca y le deja marcas. Después se va. Asumo que las letras viven dentro de un sueño que sigue transcurriendo en un tiempo verbal extraño. Antepresentes crónicos, quizás. El sentimiento arrastrado como una cadena de seda. Pareciera no pesar. Y no pesa en los pies. Pero son amarras, a fin de cuentas. Aunque la seda pese menos que el metal.

Por eso creo que está muy lejos de ser un disco ligero, aunque diga todas las ligerezas amorosas de golpe.

Cuarto vaso [I love you, I can’t touch you anymore].

Mi amigo no llegaba todavía. Un silencio inhumano por fuera de los audífonos. Yo estaba cansada, y me dolían los pies, y había estado involucrada en un conflicto letargoso y ya quería irme a casa. Siempre hay un momento del día en el que da igual cuán justo o cuán pecador seas. Vas a preguntarte qué hiciste mal, por qué estás donde estás, por qué no tienes algo, por qué alguien se fue lejos. Esto se intensifica cuando tienes cuatro tragos en la sangre y un conflicto sembrado en el lóbulo frontal. Hay un momento en el que toda la esperanza acumulada se desvanece como por un error en el sistema. Solo quieres una justicia que quizás ni merezcas. Solo quieres que alguien deje de servirte tragos, o que te los sirva todos. Quieres no estar donde estás. Quieres tener algo. Quieres no tener algo. Quieres abrazar a alguien que se fue lejos. Ese momento del día puede durar cuatro segundos o puede durar la noche entera. Y sucedió cuando escuché I Can’t Touch You Anymore. Y no pude pensar en el pequeño placer del vodka, ni en la alegría de la música. [There’s so much to hate you for]. Solo pude pensar que 32 cajas son 6400 pesos por gusto y que los encuentros no valían mucho más que eso. [You wanna tell me how you’ve loved 200 others]. Solo pude pensar en el error del sistema que me llevó a escuchar un disco en medio de un barcito lejano.

***

Mi amigo llegó cerca de las nueve. Llegó con los ojos llorosos y con el rostro cansado.

—Mi niño, ¿tú estás bien?
—No.
—¿Qué vas a tomar?
—¿Qué estás tomando?
—Vodka.

Y pidió uno para él también. Quise verlo mejor y le pregunté si le podía poner una canción y me dijo que sí. Le expliqué que estaba emocionada por el disco, siempre le hace bien verme emocionada y esta vez no fue la excepción. Me quité los audífonos. Se los di. Cometí el ligero y premeditado error de ponerle Love is Like a Bottle of Gin. La había escuchado el día anterior y pensé que podría gustarle.

Me levanté. Fui al baño. Cuando regresé, me lo encontré llorando con cierta contención, quizás era vergüenza. Inicialmente sentí un placer sádico. Me gusta demasiado el llanto como para impedirlo. Me quedé quieta. Me daban ganas de mirarlo durante un rato, pero solo lo hice de manera intermitente. Adoro que las canciones sean una bomba estallando, o haciendo su conteo regresivo. Disimulé mi sadismo sonoro y puse mi mano en su rodilla en señal de calidez. Fue un gesto sincero.

Se quitó los audífonos. Se pasó la mano por la cara. Yo no sabía qué hacer. Nunca sé qué hacer cuando alguien llora.

—La muchacha. La conocí al fin. Se fue. Yo nunca me he sentido tan mal. No puedo hacer nada.

Sus palabras eran las mismas palabras que dicen los desesperados desde siempre. Y contenían el mismo sentimiento que contienen todas las canciones que hablan de amor, absolutamente todas. En otro momento me hubiese parecido muy patética la situación [I can make you see rainbows]. Pero yo una vez fui una muchacha que se fue, y una vez fui la muchacha que se quedó, y la que dijo Yo nunca me he sentido tan mal; y una vez fui la muchacha que dijo Yo nunca me he sentido tan bien. Y una vez tuve más ganas de abrazar que de vivir. Y una vez quise vivir a pesar de un abrazo.

Seguimos bebiendo. Compartimos audífonos. Hablamos de otras cosas, pero el tema era recurrente. El amor es como una botella de ginebra.

[But a bottle of Gin is not like love].

***

Nos fuimos pronto del bar. Le propuse ir a un lugar tranquilo para escuchar música y para hablar un rato. Era muy temprano todavía. Nos sentamos en un parque.

Hablamos de la monogamia accidentada, de las canciones, y todo estuvo bien hasta que me pidió un consejo. Recuerdo que le pedí que escucháramos una canción antes.

Puse The Cactus Where Your Heart Should Be. Adoro el silencio que se hace cuando una canción hermosa suena. Me gusta la serenidad con la que Stephin Merrit asume que ese músculo que tengo en el pecho necesita poco para alimentarse y para permanecer. Me irrita que me diga que estoy atrapada [está bien, estoy atrapada], y que si no huyo es porque no puedo. The Cactus Where Your Heart Should Be, por gusto, porque nadie iba a llegar a tirarme un poco de agua ni a pasarme la mano por el pelo mientras yo vomitaba mi teoría sobre The Magnetic Fields. Un cactus, sí. Un cactus que se alimenta de vodka, un cactus monstruoso que escucha los problemas del hogar ajeno. No me hace falta que nadie me lo repita. Yo lo sé muy bien. Pero seguí escuchando la canción.

—A ver, querido, ¿qué probabilidades existen ahora mismo de que ustedes dos puedan estar juntos?
—Ninguna.

Y en mi cabeza desaté toda mi rabia y me la tragué, sobre todo porque la muchacha estaba durmiendo a 15 cuadras del parque. Y en mi cabeza dije Sí, yo sé, la vida hecha, tu hogar, las relaciones, las cosas, los años. El amor que ya no es amor, sino un quiste del amor, pero ahí está, medio palpable y medio dañino, en casa; incapaz de crecer, incapaz de matar. Incapaz de todo. Pero ahí está y ahí debe estar, ¿no? Nunca vas a ser feliz porque cada vez que quieres algo te llenas de espinas y luego te secas.

Pero le dije que tratara de pensar en otra cosa y también le dije que su vida era apacible y bonita, que él era feliz, cómo no. Le dije que todo iba a pasar. Pero se lo dije con rabia. Con la rabia de quien tampoco pudo hacer nada al respecto en una situación similar. Lo dije con toda la rabia de todos los cobardes del mundo.

Le puse el disco completo esa noche, no sé si por venganza, no sé si para hacerlo sufrir y que descubriera de golpe lo equivocado que estaba. Con tanto vodka, y con tanto trago, lo único que podía pensar era La vida es una, tienes que hacer lo posible por estar con ella. (El vodka y su esperanza adolescente).

La ternura de Absolutely Cuckoo me invitaba al amor tierno y al pensamiento de que la vida únicamente está bien cuando uno se mira en otros ojos y descubre que las está pagando todas. No recuerdo la última vez que me molesté tanto con alguien. Yo sabía que al día siguiente mi pesimismo volvería. Pero en ese momento todas las canciones de amor estaban cobrando un sentido patético y esperanzador.

***

Le pedí que me acompañara a casa, ya eran las tres y algo. Hubo un silencio comodísimo durante gran parte del camino. Nos detuvimos en una esquina y me pidió que le pasara el disco. Le pasé únicamente Long-Forgotten Fairytale, con la excusa de que luego le pasaría el resto. Quería que escuchara esa canción desgarradora. Yo y mi fe de que las canciones hagan que la gente pueda entrar en razón. En la puerta me dijo Si alguna vez sientes esto, no dejes que se escape. [And a long-forgotten fairytale is in your eyes again.]. Tuve que reírme con pesar. A mí todo se me ha fugado, no del pecho, pero sí de las manos, porque soy una prisión cuya seguridad es fácil de violar. Todo lo expulso. Todo lo amputo. Todo lo aborto. Yo soy cobarde pero estoy en paz con eso. Yo me imagino a las cuántas cuadras duerme lo que amo y no voy a hacer nada al respecto. [There’s an old enchanted castle].

Antes de irme le dije Tú sabrás lo que haces.

Subí. Me acosté. El techo daba muchas vueltas. Y repetí por dentro todas las palabras que no le dije por haber escogido la prudencia. Y lo acusé de cobarde y sentí pena de mí misma, que he sido más cobarde y más muchacha y más huida. Pero en ningún momento hablamos de mí.

Ah, pero a veces vuelve ese momento del día en el que da igual cuán justo o cuán pecador seas. Y te preguntas qué hiciste mal, por qué estás donde estás, por qué no tienes algo, por qué alguien se fue lejos. Esto se intensifica cuando tienes incontables tragos en la sangre y un conflicto sembrado en el lóbulo frontal. Vuelve el momento en el que toda la esperanza acumulada se desvanece como por un error en el sistema. Vuelve ese momento en el que quieres pararte en un balcón y gritar mientras suena una canción de The Magnetic Fields.

[¿Alguien quiere escuchar mi versión de los hechos?].

Pero prefieres callarte y salvar el bienestar de un prójimo al que supuestamente no le importas. Y cierras los ojos y sales de tu trance y te duermes con la paz de los justos y de los pecadores, sabiendo perfectamente a qué bando perteneces. Al de los pecadores, por supuesto. Al bando de los que escuchan canciones desgarradoras para lavarse las manos.

***

Saqué el teléfono. Envié un SMS:

A long-forgotten fairytale. No cometas mis errores, te lo pido por favor”.

***

La ciudad se apagó y yo estaba por apagarme también. Todo estaba oscuro y puse Washington D. C. cuando no había amanecido todavía, y esa felicidad contrastaba tristemente con las inmediaciones de la casa. Lugares bonitos y claros, a pesar de la noche. Lugares con el alumbrado público radiante. Lugares lejanos. Alegrías lejanas. Me pregunto qué estará pensando mi amigo en este momento. Pero sé que está en casa, con una camiseta bonita, planificando algún papel para el ascenso que quiere, escuchando alguna canción donde la vida y las canciones no se parecen. Pensando en la muchacha a la que dejó ir. Mirando a la muchacha con la que decidió quedarse. Regodeándose en un quiste. Amando sin amar. Y sin darse cuenta de lo que pesa la decisión que no se toma, de lo que pesa el sentimiento que se evade. La cobardía es de plomo y no de seda. Tiene el sabor de las balas. Tiene el sonido sordo de un arma con silenciador. [Only a gun. Todas las canciones en una].

Pero hoy estoy sobria y hoy lo entiendo. Hoy hubiese sido tan cobarde como él. Hoy soy tan cobarde como él aunque todo me pese.

[It’s my baby’s kiss that keeps me coming back].

The One You Really Love [La vida, 20 mil cajas después]

Stephin Merrit escribió “You’re thinking of someone who’s gone”, pero pudo haber dicho:

Nada, querido, quédate en tu miserable existencia, sentado en tu miserable sofá, pero hasta las 12, porque mañana te tienes que levantar a las seis y cuarto. Si te da hambre por la madrugada, pues te levantas, comes algo, pero trata de dormir, ¿eh? No vaya a ser que en tu miserable trabajo cíclico te dé un desmayo. Después coges un carro a las cinco de la tarde mientras escuchas cualquiera de las 69 canciones. Llegas a tu casa, puedes comer, tener el mismo sexo decrépito (abre los ojos de vez en cuando, que nadie se dé cuenta de que tu jadeo está encaminado a alguien que no está debajo de ti, y que cierras los ojos para invocar otras imágenes; qué distinto es el sexo cuando estás pensando en alguien más), puedes ordenar luego los papeles que te llevarán al ascenso, ver un reality, no sé. Y luego te duermes, pero a eso de las 12, porque mañana te tienes que levantar a las seis y cuarto. Si te da hambre por la madrugada, pues te levantas, comes algo, pero trata de dormir, ¿eh? No vaya a ser que en tu miserable trabajo cíclico te dé un desmayo. Después coges un carro a las cinco de la tarde mientras escuchas otra de las 69 canciones… Y así hasta que pasen los años y quieras romper el loop, y se te acaben las canciones y sigas siendo el mismo miserable, pero más miserable, porque ya ese cactus que tienes en el pecho estará seco. Ah… Pero no te desanimes: un día, con tu pobre retiro, podrás comprar tres botellas de golpe [Oh, bitter tears. Todas las canciones en una], podrás comprar todo el vodka del mundo por tu cuenta, y podrás sincerarte contigo mismo, y sentarte en el contén de tu pobre vida desgastada, y decir Yo conocí una vez a una muchacha que me hacía feliz de mirarla… [The endless streets I walk along./ You made them so pretty…]. Pero ella ni siquiera se va a acordar de tu nombre porque las muchachas se cansan y se aprenden otros nombres, y reemplazan el tuyo, y lo dejan secarse como un cactus. Ese día tu esposa (una señora cálida) te va a decir Entra, te vas a resfriar.

Vas a cerrar el precioso balcón del piso 28, con la mano amaestrada por los años, con la mano automática [only a gun]; y vas a soltarle un Te amo de los que ya son puro significante y pura estafa. Y vas a morirte luego de 20 mil cajas [uno deja el pulmón en la espera], vas a haberle fallado a la vida sin haber sido todo lo feliz que fuiste una vez con la muchacha que se olvidó de tu nombre [What have you done…]. Pero la vida va de eso, ¿no? De darse cuenta demasiado tarde, de levantarse a las seis y cuarto, y de querer volver a casa, no por la alegría de ver alguien en el otro extremo de la habitación, sino por el añorado descanso cíclico.

Pero Stephen Merrit dijo “You’re thinking of someone who’s gone”. Y quién soy yo para poner palabras en su boca.

foto de avatar Wendy Martínez Voyeur de partidas de ajedrez. Tengo miedo a los payasos. Más publicaciones

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  1. Darsi dice:

    Creo que eres la única persona de cuya juventud tengo un poquito de envidia. Creo que me recuerdas un poco a la joven melómana que quizás fui en otras vidas… Gracias por eso y feliz madurez, dentro de lo que cabe…

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