
White: Cuanto en el arte cabe, allí está puesto
Por José Martí
Al correr de la pluma y a última hora, me encomienda la Revista —y yo acepto con gusto el encargo— la tarea de hacer reseña rápida del concierto de anoche en el Conservatorio, de aquel éxito unánime y desusado, del concierto nuevo en que, en definitiva despedida, ofrece mañana en el Conservatorio mismo este gigante artista, para quien no tiene el arte dificultad invencible, ni germen de maravillas escondidas que él no sorprenda y desarrolle.
No quiso mi mala fortuna que alcanzase yo a oír el trío en re menor de Mendelssohn, ni el dúo para piano a cuatro manos de Hummel que, al decir de los que los oyeron, ejecutaron como ellos saben, los Sres. Ituarte y León.
Presentábase White a tocar la Ciaconna, para violón obligado, de Bach, cuando llegaba yo al salón. En buena hora llegué: ni antes de aquella música titánica debe oírse nada, ni nada debiera haberse oído después, si todavía no hubiese quedado algo nuevo con que asombrarse en el quinteto de Mozart.
¿Qué era White tocando la música de Bach? Como dos fornidos luchadores se enlazan cuerpo a cuerpo, y se encarnizan en la lucha, y nada ven más que su exaltación creciente, y encendidos en ira no cesan en la fiera pelea hasta que el uno cae vencido, y se levanta el otro erguido vencedor. Así y en lucha igual, emprendieron batalla ante el público asombrado del Conservatorio, White y su violín: ¿cómo han de querer mis palabras decir lo que en la música se dice? El arco de White resbaló primero sobre las cuerdas, luego rodó sobre ellas, luego las oprimía al correr, iba y venía en carreras incesantes: cuando todo estaba agotado, había algo más que agotar, cuando todas las voces del instrumento gemían vencidas, y todas lloraban y murmuraban todas, aún había nuevos gemidos, aún había iras nuevas en aquellas cuerdas fatigadas, impotentes ya, ya dominadas por aquella mano soberbia y poderosa que excita y subleva contra sí a las cuerdas para luchar con ellas, oírlas sollozar, oírlas gemir, doblegarlas absolutamente y no descansar hasta vencerlas.
Estalló el público en bravos incesantes.
¿Quién tiene idea sin oírla, que oída una vez se olvida, de aquella lucha fantástica en que el esfuerzo humano halló su límite, y una facultad pasmosa su grado mayor de perfección?
Cuanto en el arte cabe, allí está puesto: cuanto la mano vence, está vencido. Yo he oído a Jehin Prume[1] y a Monasterio[2], yo he oído a Fortuny[3] y a Sarmiento[4]: todo es pequeño ante esta tez cobriza, todo es pequeño ante este hombre modesto que así cautiva los aplausos de una concurrencia distinguida, así encadena a su voluntad toda atención y todo honor, así hondamente me conmueve, tanto que ayer la oí, y tal me parece que todavía tengo en el alma esa potente música de White.
Tocaron luego White y Núñez[5] una sonata en do menor de Beethoven: digno es del eminente violinista el artista puertorriqueño: aplausos merecidos saludaban las notas finales de cada tema, y el galante Sr. Núñez aplaudía y presentaba al público al violinista, al ser cariñosamente llamados a la escena.
Núñez tocó después el allegro de una sonata de Hummel: no es un aficionado distinguido: es un maestro notable en grado nada común. Presiéntese desde las primeras notas que el artista domina por completo el instrumento que toca: acumula dificultades: recorre con mano ni un instante insegura el obediente y sonoro teclado: brevísimo nos pareció el allegro, muestra ya bastante para anunciar a un artista a quien el renombre tiene de seguro reservado ancho y espléndido camino.
Y llegó al fin el quinteto de Mozart. ¿A qué escribir con palabras? Aquello se ama y se suspira, aquello se oye y se respeta, y se siente con la ternura exquisita con que Mozart lo engendró y escribió. Rompió Mozart por entre la densa atmósfera racional que tan alto grado alcanzó en la mitad segunda del siglo XVIII. Lanzaban de sí los poetas y filósofos toda pura doctrina espiritualista: explicaba Condillac su sistema de sensaciones, y Voltaire su incredulidad convencional; ahogábase el alma bella del artista en aquel espacio mortal y mezquino —y guardó en sus notas los suspiros del alma abandonada, y compuso sus obras con las lágrimas del espíritu huérfano. Ni un instante cejó en su empeño la vida siempre activa del imperecedero autor de Nozze—. Su música es una especie de lamentos de ángeles.
Y White sabe esto, White lo entiende, lo venera, lo ama y lo toca. El entusiasmo del público llegó a su colmo, el entusiasmo y el asombro, ante aquella sutilísima manera con que dirigió y en su mayor parte ejecutó White el larghetto de esta pieza bellísima saboreado con delicia verdadera por los que conmovidos y absortos oíamos, y repetido luego entre salvas de aplausos, atrayendo de nuevo al salón gran número de personas que lo habían abandonado ya.
Todo lo tenue y suave, todo lo vago y tierno, todo lo plácido y tranquilo, mézclase y resbala sobre aquellas gemidoras cuerdas, apenas heridas al pasar, por un arco que tiene el secreto de suspirar y de llorar.
Nada más: me irrito con mis palabras impotentes, que en nada dan idea de aquellos instantes de asombro transportado y conmovido.
¡Todavía resuena en mi corazón aquella música divina: todavía no duerme en mí el germen de infinitas bellezas en mal hora enamorado y despertado!
[1] Frantz Jehin-Prume (18 de abril de 1839 – 29 de mayo de 1899) fue un violinista, compositor y educador musical canadiense de origen belga. Comenzó su carrera como concertista de violín en Europa. De 1852 a 1863 tuvo una carrera de gran éxito en Europa y Rusia; actuando en las cortes de varios monarcas y con las grandes orquestas de la época.
[2] Potes (Cantabria, 20.03.1836 – 28.09.1903). Violinista, compositor, director, profesor y académico, uno de los principales impulsores de la música instrumental durante el siglo XIX en España. Considerado, junto a Pablo de Sarasate, el representante más importante de la escuela violinística española de este siglo.
[3] Andreu Fortuny Fábregas (Sant Martí de Provençals, 1835 – Barcelona, 1884). Versátil instrumentista que se dedicó a actuar además de en teatros, en los salones de sociedades de recreo y otros espacios de ocio de carácter popular frecuentados tanto por el público en general, como por el especializado.
[4] Pedro Sarmiento y Verdejo (Madrid, 23.10.1818 – 11.02.1882). Músico muy distinguido y considerado, brilló notablemente como concertista de flauta; adquirió gran fama por sus intervenciones en los acompañamientos más difíciles de las fermatas y adornos de las sopranos ligeras de la época.
[5] El pianista y compositor Gonzalo de J. Núñez fue el primer músico puertorriqueño en alcanzar fama internacional. Nació en Bayamón, Puerto Rico en 1850, viajó por toda Europa y Estados Unidos, celebrado siempre por la crítica.
*Publicado originalmente en la Revista Universal de México, 12 de junio de 1875.