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Dando la nota Los aplausos (fragmento) Diseño: Jennifer Ancizar

Los aplausos (fragmento)

Por Serafín Ramírez

Al señor don Rafael Montoro.

Siendo el aplauso la manifestación más viva y ostensible del agrado y satisfacción del público, nada tan justo como que el artista que vive del público, con el público y para el público, procure alcanzarlo por cuantos medios le sean lícitos y no afecten en lo más mínimo su dignidad personal.

Por desgracia, esa manifestación tan antigua como el mundo, (…) que debiera ser libre y espontánea, consecuente y legítima, se ve sofocada a cada instante por mil sentimientos contrarios, por mil pasiones bastardas y pocas veces, pero muy pocas veces, consagrada al verdadero mérito.

Todo se aplaude en la vida, lo bueno y lo malo; esto es indudable. Todo se aplaude con tal que el ánimo esté dispuesto para ello; de no ser así, los más deleitosos arranques del genio, las perfecciones más puras e ideales del arte pasan por alto, aunque hayan tenido la sanción universal y conquistado a granel toda clase de medallas, condecoraciones, títulos y diplomas.

El aplauso, pues, que tan grande significación debiera tener, como que no siempre es oportuno y certero, sino que con mucha frecuencia obedece dócil a una fresca y serena osadía, a una ignorancia crasa y supina, claro está que significa bien poco. Y recuerde de paso el lector la feliz ocurrencia de aquel orador que en medio del aplauso de la muchedumbre preguntó a un amigo que tenía cerca: «¿He dicho acaso algún disparate? porque este aplauso no puede nacer de otro principio».

(…)

La noche del estreno del Barbero de Sevilla en Roma, todo fue silbado: ópera, autor, cantantes, orquesta, coros, decoraciones, trajes… El público rugía como huracán furioso hasta que, cansado, acabó por echarlo a barato y burlarse de sí mismo. Sin embargo, al presentarse en la escena la Giorgi Righetti, que hacía de Rosina y era de una belleza singular, aquel mismo público, tan airado, la saluda, amable, con una salva de aplausos. Rossini, que dirigía la orquesta, tira la battuta y exclama: «¡O natura!» La Righetti coge en el aire la pulla y le contesta picada: «Dé usted a ella las gracias, que a no ser así, no se levantaba usted esta noche de su caída».

Pues bien, esta es la misma historia, no del público de Roma, sino de todos los públicos desde que el mundo es mundo; porque esa inteligencia suma, esa severidad inquebrantable, ese espíritu imparcial y justiciero, esa dulce galantería, esa bondad y compostura de otros, que tanto se cacarea y se nos echa en rostro, no son más que jarabe de pico. El público de acá, el de allá y acullá, silba hoy lo que tal vez ha de aplaudir mañana, y viceversa, y todo sin darse cuenta de lo que hace, ni por qué lo hace, pues es la obra del momento: a las pruebas, pues.

La Olimpiada, obra inmortal de Pergolese, fue silbada en Roma la noche de su estreno, y no satisfecho el público de tanta injusticia, insulta al autor que se hallaba en el clave. Igual suerte corrieron poco más o menos: Don Giovanni, de Mozart, en Praga; Fidelio, de Beethoven, en Viena; Oberon, de Weber, en Londres; La Favorita, de Donizetti, en París; Norma, de Bellini, en Milán; La Traviata, de Verdi, en Venecia; El Trovador, del mismo, en Roma; Il crociato, de Meyerbeer, en París; La niobe, de Pacini, en Nápoles; Los mártires, Lucrecia Borgia, Fille du regiment y mil y mil más que con un poco de calma podríamos mencionar.

Y sin embargo, la Bianca é Gernando, segunda ópera de Bellini, y tal vez la de menos importancia entre las suyas, obtuvo en San Carlos un éxito ruidoso. Pero aún no hemos concluido. Tacchinardi, que cantaba como un ángel, tenía para su mal una figura desgraciadísima. La noche de su debut en Roma fue saludado por aquel público burlón e intolerante, con la rechifla más espantosa; él, sin perder su habitual serenidad, impuso silencio a la orquesta y dirigiéndose al público dijo frescamente: «Venni á far mi udire, é non á farmi vedere»[1]. El público, que por más que alguno haya querido decir que formó imperios, que introdujo en el mundo la distinción de jerarquías, que cuando manda es preciso obedecer, que llama sabios a los que saben ciertas materias e ignorantes a los que las ignoran, aunque sepan otras quizás más útiles, que da o quita crédito a los escritos y a los escritores, que los introduce en el templo de la Fama o los condena al calabozo de la ignominia; el público, en fin, que en medio de esa rica y variada colección de emociones facticias, de fallos favorables o adversos, de arranques alegres, soberbios e intempestivos, es en extremo dócil y manejable, se quedó cual otro don Bartolo, freddo é inmovile come una statua, y al terminar la ópera, en vez de retirarse ofendido, muy al contrario, lo acompaña a su casa, haciéndole en el camino una verdadera ovación.

Un silbido levantó a Duprez en París, próximo a caer. Un silbido mató a Nourrit en Nápoles, cuando se hallaba en el cenit de su brillante carrera. Un silbido le valió a Lablache en Milán un gran aplauso: «No tengáis pena, señores —gritaba el artista como un desaforado dirigiéndose al público, que palmoteaba frenético—, no tengáis pena —repetía—, ese que me ha silbado es mi cocinero, que al despedirlo esta mañana me ofreció tomarse esta revancha».

Y sin embargo, puede asegurarse, en la inteligencia de que no se comete ningún exabrupto, que el público, a pesar de tantas debilidades y rarezas, y de cuantas más puedan señalársele, es en cuestiones de bellas artes y muy principalmente en música, si no juez supremo, que ya esto sería muy aventurado decirlo, por lo menos juez poderoso y arbitrario cuyas decisiones hacen leyes. Y si acaso se equivoca como se equivocó Scudo juzgando a Verdi y como se equivocaron los maestros franceses en sus múltiples apreciaciones sobre el mérito de Beethoven, y el compositor Traetta en las suyas hablando del público parisién, no es seguramente por falta de buen gusto ni de cierta inteligencia intuitiva, sino que, como no puede detenerse en análisis, ni depurar punto por punto particularidades que por lo regular le son ajenas, procede por las impresiones del momento, que es como si dijéramos a tontas y a locas.

Puede asegurarse así mismo que la crítica (…), por lo que respecta a su influencia sobre el público, es puro lujo, mejor dicho, letra muerta, porque este no se enmienda con ella, antes al contrario, cuando le conviene la acepta, y cuando no la rechaza, en muchos casos con sobradísima justicia. Y cuidado que nos referimos a la crítica sana, apacible y convincente que enseña con dulzura y suave eficacia

(…)

Por eso el célebre cantante X, hombre de buen humor y que había envejecido en las tablas, decía que el artista no completaba su educación sino después de haber hecho un serio estudio del aplauso, estudio que lo ponía a cubierto de mil injusticias y desagrados y en condiciones no solo de arrancarlos ¡sino de nutrirlos, prolongarlos y cortarlos a su antojo!

Y como prueba diremos que, así como los romanos tenían para premiar el mérito sus coronas áureas, cívicas, convivalis, rostrata, etc., y también sus aplausos bombi, imbrices y testaes, de la misma manera nosotros, que no queremos ser menos que los romanos ni que nadie, tenemos: el gran aplauso que solo se tributa al artista que, llevando la exageración a lo infinito, levanta en masa al público, y es tan ruidoso, tan general e imponente que desde luego acusa toda su importancia y espontaneidad.

(…)

Tras el gran aplauso de que hemos hablado, viene el pequeño aplauso, el más común de todos, que tiene lugar cuando el artista de un talento mediano no ha logrado ganarse las voluntades todas. Este aplauso es pobre, pero ingenuo.

El aplauso callejero, que de antemano se prepara en cafés, plazas y calles y va como el asno de la fábula, enseñando la punta de la oreja. Este es el aplauso que llaman de la claque, muy conocido en tiempos de Nerón (…)

El aplauso chacota, que hace entre nosotros el mismísimo papel de aquel bufón que marchaba entre la comitiva triunfal de los romanos insultando al caído…

El aplauso remuneratorio, que se da a un artista cualquiera en pago de sus favores.

El aplauso de consideración, que reciben los artistas ya gastados, en premio de sus antiguos méritos.

El aplauso galante, que se tributa al aficionado, cualquiera sea su talento.

El aplauso grave y circunspecto, que solo se significa con movimientos acompasados de cabeza, miradas expresivas, sonrisas de satisfacción y mil gestos y ademanes expresamente inventados para ciertos lugares privilegiados.

El aplauso secreto (especie de nasa en que caemos todos), que se propinan los hombres a sí mismos, satisfechos de sus buenas o de sus malas obras. Porque conviene saber que somos tan propensos a condenar las faltas ajenas como a disculpar las propias, es decir, vemos la pajita del ojo de nuestro hermano, pero no vemos la viga del nuestro. (…) Este aplauso es tan peligroso que, según se ha dicho, Sófocles murió repentinamente al saber por sus amigos el triunfo de una de sus famosas tragedias; y el sabio Chilón murió de alegría al presenciar la coronación de su hijo.

Y, por último, el aplauso interesado o egoísta, que busca mansamente la friolera de ciento por uno…

Ahora bien, el aplauso no tiene siempre la misma significación ni importancia, ni se aprecia y expresa de igual manera; cada cual lo estima a su modo y lo toma y traduce como Dios le da a entender, tanto que a menudo se ve que un gesto, una palabra, una mirada, una sonrisa equivalen a un aplauso, en tanto que otro frenético y estrepitoso es… agua de cerrajas.

Los antiguos, por ejemplo, aplaudían y premiaban al vencedor del canto —¡admírate lector! — regalándole un chivo… Y en los primeros teatros de Grecia los actores salían a la escena con el rostro cubierto por una máscara que de un lado reía y del otro lloraba, dando al público aquel que mejor convenía con la situación que representaba. Pues bien, si el actor era aplaudido, como que el aplauso poco significaba, el actor permanecía cubierto, el público no tenía para qué conocer al mortal afortunado; mas si por el contrario, lo silbaba, en ese caso tenía que descubrirse para dar las gracias a los que tan cruelmente acababan de vapulearlo.

Nerón, el emperador melómano por excelencia, hacía tan grande aprecio del aplauso, que recorrió en pos de él toda Grecia y volvió a Roma cargado con más de mil ochocientas coronas y mandó traer de Alejandría jóvenes que enseñaran la manera de aplaudir al pueblo romano, y cuando se presentaba en la escena, Séneca y Burrhus eran los jefes de la claque… El soberbio Cromwell, por el contrario, lo desdeñaba, a tal extremo que al pasar un día por Tyburne, lugar destinado para la ejecución de los reos de muerte, un adulador de esos que siempre cercan al que está en el poder, le dijo, señalándole la inmensa muchedumbre que frenéticamente le clamaba: «Ved, señor, cómo vienen las gentes a presenciar vuestro triunfo». A lo cual contestó secamente: «Lo mismo vendrían a verme ahorcar».

(…)

Haydn escribió en la cubierta de una de sus grandes sonatas, después de oírsela interpretar a la célebre pianista alsaciana María Bigot, estas deliciosas palabras: «El 20 de febrero de 1805 José Haydn fue feliz». ¿Podrá darse aplauso más bello y sentido?

(…)

Pero basta ya de aplausos y despidámonos de nuestros lectores, cuya paciencia hemos sometido a bien dura prueba, con aquel pensamiento de Augusto que servía de final a las antiguas comedias latinas y que Beethoven, ese coloso del arte, repetía a sus amigos en el supremo instante: «Plaudite amici, comedia finita est»[2].

 

[1] He venido a que me escuchen, no a que me vean.

[2] Aplaudan amigos, la comedia ha terminado.

 

*Inicialmente publicado en El País, números correspondientes al 19 y 20 de mayo de 1886. Tomado de Ramírez, Serafín: La Habana Artística. Apuntes históricos. Edición anotada por Zoila Lapique Becali. © Ediciones Museo de la Música, 2016. ISBN 978-959-7184-32-4 (Primera edición, Imp. del E. M. de la Capitanía General, 1891).

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