
Rompan todo y ármenlo de nuevo
Modelo para (des)armar
El 16 de diciembre de 2020 se estrenó en Netflix la serie documental en seis capítulos Rompan todo. La historia del rock en América Latina, dirigida por Picky Talarico y con guion de Nicolás Entel. Tomando su nombre del tema Break it all del grupo uruguayo Los Shakers, el subtítulo prometía bastante a los aficionados al género. Materiales televisivos y cinematográficos anteriores habían abordado algunas de sus aristas, casi siempre desde una perspectiva nacional o centrada en sus figuras emblemáticas. El anuncio de una “historia” visual que presentara un recorrido por el área continental resultó sumamente atrayente.
Si algo se agradece en primer término es la encomiable recopilación de materiales fílmicos históricos. Imágenes de conciertos, festivales y sesiones de grabación, muchas inéditas o escasamente vistas con anterioridad, fueron rescatadas para la ocasión en un trabajo de auténtica arqueología. Además, el casi centenar de entrevistas intercaladas, con músicos de diferentes nacionalidades y generaciones, también resulta un aporte loable, aunque el criterio de selección levante suspicacia. Hay criterios honestos y remembranzas fiables (mención especial para Rubén Rada) junto a clichés y fraseología rebuscada para pegar en pantalla. No obstante, la conjunción de ingredientes le otorgó un dinamismo dramatúrgico bien logrado, sobre todo si no pasamos por alto que es un producto de entretenimiento, más que una rigurosa tesis histórica.
El argentino Gustavo A. Santaolalla en su doble condición de entrevistado y uno de los productores ejecutivos del material, funciona como una suerte de hilo rector. Si además se toma en cuenta que es un reputado creador y productor discográfico, con una impresionante hoja de servicios (premios aparte), su inclusión resulta inobjetable. No obstante, su participación como juez y parte es la que ha movido un número importante de las críticas a Rompan todo. Las continuas referencias verbales y visuales a sus “ahijados” (Molotov, Los Prisioneros, Café Tacvba) exacerbó los ánimos, y las redes se han llenado de memes, ridiculizaciones y desmentidos en torno a su figura.
Donde de verdad se traba el paraguas es en el subtítulo del serial. Vendido como “la historia” del rock en Latinoamérica (aunque Brasil sea la gran —pero no única— exclusión) la realidad es otra. Focalizado en México y Argentina (más bien en sus capitales y, si acaso, alguna otra gran urbe) con flashazos ocasionales a las escenas de Chile, Uruguay, Perú o Colombia, ninguneó al resto de las naciones. Aunque sea una jugada de mercadeo “a la cara”, habría sido más defendible sustituir el lapidario artículo “la” por el modesto pronombre “una” delante de la palabra “historia”.
Excesivamente centrado en las grandes producciones bendecidas por la macro industria del ocio, es paradójico que en un momento Santaolalla mencione que cuando arribó a Estados Unidos a mediados de los 70, como exiliado, existía un “corporative rock” (la frase en inglés es suya) contra el cual ensayó su propio revulsivo metiéndose de cabeza en la new wave, que era el “no va más” de la época. Todo eso podría estar muy bien, si no nos percatáramos de que la avalancha de grupos latinos a los cuales produjo más tarde generaron a su vez un nuevo “rock corporativo”, ajeno a los subterráneos que mantienen vivo y transformable al género. Sin poner en tela de juicio la calidad de esos artistas, el aparataje logístico, tecnológico y promocional de las grandes compañías puesto a su favor, redundando en ventas masivas, es un signo de ese corporativismo de nuevo cuño que está lejos de representar a la totalidad de los cultores latinoamericanos. Así como Toto, Journey o Kansas no eran “todo” el rock que se hacía en Estados Unidos en los 70, tampoco Caifanes o Soda Stereo hablan por la vastedad de direcciones que integra el rock del Río Bravo a la Tierra del Fuego.
Los entrevistados van desde veteranos como Javier Bátiz, Litto Nebbia, Hugo Fattoruso, Enrique Guzmán y Billy Bond hasta nombres más recientes, aunque no siempre pertinentes. La diversidad genérica y generacional propicia que se entretejan jugosas opiniones de primera mano, a veces con el manto del (demasiado) ego dando vueltas. Pero creo que, si se trataba de buscar criterios consecuentes con la tesis del serial, fue poco serio poner a opinar a Residente o a Mon Laferte. Ambos son personalidades con alta exposición mediática, mas hay que hacer un ejercicio doble de abstracción conceptual y paciencia budista para vincularlos al rock. ¿Se entendería preguntar a Ozzy Osbourne su opinión acerca del changüí?
Con alusiones puntuales —aunque epidérmicas— al temprano rock and roll, el blues, el punk y el metal, estilos como el rock progresivo o el jazz-rock no tienen cabida en los capítulos. La serie adopta como eje sonoro de una intangible “latinidad” las disímiles fusiones que enarbolan grupos como Aterciopelados o Maldita Vecindad. Se hace remontar los orígenes de tal línea a la adaptación hecha por el chicano Ritchie Valens al son veracruzano La bamba, pero se ignora el rol cardinal de Carlos Santana, cuya versión del Oye como va de Tito Puente está mucho más ligada a todo lo que vino después.
Derivar de tales omisiones y parcialización una agenda oculta, del signo que sea, es (cuando menos) arriesgado. Hay quienes tachan a los productos de Netflix de apoyar un discurso “políticamente correcto” basado en los estándares permisibles para la izquierda mundial, otros los asumen como exhibición del poder de los medios de comunicación al servicio de la elite hegemónica derechista, dispuesta a homogenizar culturas bajo una (fingida) pluralidad. Es decir, lo mismo con lo mismo: cada quien ve según su ojo.
Pero sesgado, pródigo, atractivo y discutible al mismo tiempo, Rompan todo es un material necesario en tiempos de opinión. Generador de debates desde el primer momento, puede verse como una pieza más en el engranaje audiovisual que clama el rock de factura latinoamericana. Una plataforma para polemizar y hacer la memoria que tanta falta nos hace.
Cuba o la persistencia de la hierba mala
Que Cuba sea una de las tantas ausencias en la serie no resulta descabellado. Con toda seguridad hay muchos que, atragantados de timba, trova y Buena Vista Social Club, creen que en la Isla no existe rock and roll. Sin embargo, un alto número de periodistas, estudiosos, músicos e investigadores de distintos países coinciden en señalar al cuarteto cubano Los Llopis entre los pioneros en capitalizar y difundir en el continente la propuesta de hacer covers en español sobre canciones estadounidenses. La serie ni los menciona, al tiempo que establece a mexicanos como Los Locos del Ritmo y Los Teen Tops en un lugar preeminente. Más allá de exquisiteces sobre quién dio el pistoletazo exacto de partida para dicha vertiente, lo cierto es que las adaptaciones realizadas por Los Llopis entraron en los repertorios de los grupos que pretendían ponerse al día en la materia, incluso en España.
Cabe decir también que ni de lejos el rock en Cuba —con más de 60 años de carretera— ha conseguido la solidez que tiene en otros lugares. La paranoia nacionalista que incentivaron las instancias del poder, con especial virulencia después de la Revolución de 1959, y en particular luego del discurso de Fidel Castro en 1963, lo estigmatizó por decenios, hasta recoger pita en el año 2000 cuando, sin mencionar los desmanes previos, ensayó una tolerancia basada en el “aquí no pasó nada”, utilizando una estatua a John Lennon. Quienes lo tocaban (“con guitarritas en actitudes elvispreslianas”) y quienes lo consumían (casi siempre a escondidas) cayeron bajo el fuego institucional a través de listas negras, censuras y diversos grados de represión. Todavía hoy vivimos más una tolerancia hacia el rock, que una completa asimilación. Ese es un factor de mucho peso —aunque no sea el único— para entender por qué nuestro rock no juega en ligas mayores.
Por su parte, músicos y seguidores asumieron la autodefensa desde la cerrazón. A la creatividad tímida de los días iniciales le siguió la imitación acrítica. Desde los 60 y hasta entrados los 80 la gran mayoría de los grupos se decantó por reciclar el cancionero foráneo. De hecho, en la actualidad abundan los cultores de lo que el profesor Mario Masvidal denominó “jurassic rock”, apelando a la nostalgia genuina de los pepillos de antaño.
Mirando al presente, el rock hecho en Cuba dista de exhibir una discografía consistente, muchas de sus producciones dejan que desear, y aunque el estándar de interpretación puede ser alto, carecen de espacios consolidados de promoción y ventas. La escena es numéricamente raquítica en cuanto a diversidad de estilos, predominando los covers, el punk y el metal cantado en inglés, con poca recurrencia a otras líneas. En los medios de difusión su presencia es limitada, alcanzando solo a un sector reducido de la población. Si bien existen eventos y festivales a lo largo del país, es muy raro que alguno convoque unos pocos miles de asistentes. Tampoco ha desarrollado un cuerpo teórico y de análisis a través de artículos en revistas o tesis académicas, y los fanzines que sobreviven dedican la mayoría de su espacio a lo que sucede allende nuestras costas.
A pesar de los obstáculos, muchas agrupaciones han firmado con compañías independientes extranjeras para sacar sus trabajos y acceder así a un circuito promocional, aunque sea de perfil bajo. Esto no sería posible si carecieran de calidad o, al menos, la calidad requerida por esos sellos.
Por supuesto que nuestro rock tiene potencial. Y no hablo solo del que (de someterme al enunciado en la serie de Netflix) busca una hibridación con cierta difusa “cubanidad”. Está bien que existan grupos que mezclen esto con aquello, un poquito de aquí y otro de allá, tumbadoras con distortion, cantos yorubas y bombo con doble pedal. Pero ese —no lo perdamos de vista— no es el único lenguaje válido para el rock. La música no se ajusta a un carnet de identidad. Cuba es más que tumbaos, caldosa, Chan Chan y pulóveres con la bandera. Quien reduzca la riqueza humana y creativa de una nación a tamaña obviedad, no entiende qué es un país.
Entonces, si hay un rasgo que caracteriza el estado actual del rock hecho en Cuba, es su persistencia de “hierba mala”, esa que le ha permitido sobrevivir incluso en las circunstancias más adversas.
La nece(si)dad de los cartelitos
El nudo gordiano y eje del debate en torno a la docuserie recae en el subtítulo. Llamarla “La historia del rock en América Latina” es excesivo cuando se constata que, salvo un par de países (eso sí: mecas indiscutibles del género) y alusiones breves y tangenciales a dos o tres más, no hay ni por asomo un acercamiento al resto de la región.
También el significado de “rock” y sus equivalencias plausibles quedan sobre el tapete. Eso se esboza desde los primeros minutos de la serie, cuando varias figuras comentan lo que entienden por rock, y no hay consenso. Tal saludable indefinición conceptual que data de más de medio siglo, es la que le otorgó madurez y diversidad, dando cabida a todo tipo de corrientes que, a primera oída, podrían parecer inconexas. Depeche Mode, Gong y Joni Mitchell comparten páginas en las mismas enciclopedias; Moris y Pappo’s Blues formaban parte de una similar cofradía; Botellita de Jerez, Decibel y Ritmo Peligroso sacan las caras por su escena; Los Dan, Sputnik y Arte Vivo participaron en el habanero festival de rock Invierno Caliente de 1981. Alejados en cuanto a sonoridad, les une la elasticidad del término. Ninguno es dueño absoluto de la verdad: todos forman parte de ella.
¿De dónde proviene la obsesión por una identidad supuestamente nacional? ¿Es solo inherente al rock (llamado) latino? ¿Se convierte en requisito indispensable insertar en el sonido rockero los elementos que la tradición hegemónica ha bendecido como idiosincráticos? ¿Por qué esa obligatoriedad sólo se exige o espera de los intérpretes de rock, y no de la música electroacústica o de cámara? ¿Un cantor de tango en La Habana se siente impelido a meter unas claves para evitar confusiones? ¿Hay que tocar My Funny Valentine con maracas si se quiere mostrar “cubanía”? ¿Por qué La negra Tomasa (un son del cubano Guillermo Rodríguez Fife) en la versión hecha por Caifanes, representa al rock mexicano, y no a una composición de Luzbel, Memo Briseño o Nazca?
En Cuba hay grupos como Síntesis o Mezcla que llevan décadas desplegando una interesante fusión de rock y otros géneros foráneos con los propios de la Isla. Montserrat y Tendencia han acudido a la misma fórmula, pero desde el lado del metal. A la vez, hemos tenido a quienes no ponen en práctica ningún tipo de hibridación. Pretender que unos son “más cubanos” que otros, que estos representan al país y los demás no, es confundir los términos, amén de rebajar la nacionalidad a un montoncito de estereotipos.
Otro enfoque en la serie es presentar al rock como un arte contestatario, en contra de los poderes de facto. Sin embargo, su ángulo socialmente cuestionador es solo uno de los tantos posibles y no su ecuación principal. La mayor parte de sus considerados “grandes himnos” no rozan esas temáticas ni de lejos. Tampoco el rock exhibe una filiación política determinada, por más que los demagogos de todos los bandos insistan en lo contrario. Entre sus cultores los hay de derechas e izquierdas, religiosos y satanistas, militaristas, pacifistas y desconectados de cualquier realidad. Su sonido (si es que tiene uno en particular) ha servido por igual a los discursos más disímiles: a favor y en contra de cuanta idea esté en el aire. Se podrá estar de acuerdo o no con sus planteamientos, pero creo que esa es una de las razones de su universalización. Responde a todos los paradigmas sin atarse a ninguno. En ese sentido, es un medio y no un fin.
Claro, así como el hecho de que sus fronteras sean tan borrosas le permite crecer y regenerarse, también sirve para que los listillos quieran pasar gato por liebre. Una cumbia tocada con guitarras eléctricas sigue siendo una cumbia. La capacidad de engaños tiene sus límites.
Tras más de 60 años de historia constante, el rock es más que su discurso textual, más que un sonido o una estética específica. Ni siquiera es factible reducirlo a una “actitud”: entre Air Supply y Judas Priest hay una brecha. Se ha colado en el jazz, en el hip hop, en la música “académica”, en la electrónica, en el folclor. Hasta Los Van Van lo incorporaron con acierto en sus inicios. Ha permeado tanto el tejido artístico desde mediados del siglo pasado, que ahora resulta una lingua franca mundial.
Desde esa óptica, Rompan todo. La historia del rock en América Latina muestra solo un segmento de su devenir. ¿Más reconocido y vendedor? Probablemente. Pero, así como no todo lo que brilla es oro, tampoco todo lo que vende es perfecto. Tal vez, el principal logro de la serie (además de los ya mencionados) ha sido incentivar el debate, mostrar la necesidad de narrativas paralelas y alternativas que rescaten y complementen la historia real desde diversas percepciones. Todas las miradas valen. El rock no es privativo de sus fanáticos: hasta la visión de sus detractores debe considerarse. Tal vez era el momento de un impulso, y la serie sirvió para encender la mecha. Solo desde la praxis rigurosa y la comprensión del papel que el rock ha jugado en nuestras vidas, se podrá romper todo (esquemas, mitos, tergiversaciones) para armarlo de nuevo.
Genial constituye un articulo para cualquier persona ávida de análisis profundos, con soluciones y reconociendo meritos del material, sin degradar, amén de que el titulo de la Serie es pésimo.
Muchas gracias!! Como siempre muy explicado ,en este caso el rollo de nuestro pais que muchos no entienden o ignoran por falta de informacion, espero que la serie tenga continuacion,a lo mejor se acuerdan de la tierra.Saludos y gracias de nuevo!!
No he visto la serie y este artículo me aclara muchas cosas. Indudablemente, es imposible abarcar la historia del rock en América Latina incuso si se hablará solo de rock y no de sus ramas. Disfruten el documental. Aqui en España poco se habla de el, asi que cuando llegue lo veremos.
Hola Humberto, muy bueno tu análisis; hablar del rock en América Latina no es cosa de una serie de 5 capítulos, como bien mencionas, este podría ser sólo el impulso para que surja una serie de producciones que documenten e integren lo que Santaolalla ya comenzó. Personalmente aunque no coincido con todos las bandas que en Rompan Todo se incluyen como «rock», me gustó y disfruté de la serie.
Saludos.