
OBÁ ILÚ
Por Serafín (Tato) Quiñones
Cuando el tambor comenzó a tocarse a sí mismo,
se levantaron todos los que desde hacía años atrás estaban muertos
y vinieron para ser testigos de cómo el tambor tocaba el tambor.
Amos Tutuola
La noche del 30 de mayo de 1937, cuando los cortinajes del telón de boca del habanero teatro Campoamor se descorrieron con un chirriar de poleas, el auditorio no se aprestaba a disfrutar de la proyección de un filme, ni de la puesta en escena de una pieza teatral. Los asistentes a la legendaria sala de Industria y San José —hoy lamentablemente en ruinas— tendrían la oportunidad de escuchar, en primerísima audición, un singular concierto de música yorúbà interpretada por una orquesta de tambores batá y un coro mixto integrado al efecto. Aquella noche, por primera vez en la historia de Cuba, la ancestral música sagrada de los lukumí sería cantada y tocada fuera del ámbito de los Ilé Ocha “sin sacrilegios ni temores incultos, para gloria de la música cubana y sus respetados aportes universales”.
Corrido el tapaescena, don Fernando Ortiz, reconocido ya como uno de los más sólidos y fecundos intelectuales cubanos de todos los tiempos, se plantó en medio del escenario y, con voz clara y gestos que a muchos parecieron insólitos, se dirigió a la concurrencia:
— ¡Estimable auditorio! —dijo—: ¡Aggó Ilé! ¡Aggó ya! ¡Aggó Olofi! ¡Olórun mbáa! Estas frases y estos ademanes rituales son una simple invocación a los dioses yorúbà para que, al reproducir aquí sus cánticos sagrados, los espíritus no se ofendan y dejen de tratarnos con piadosa benignidad.
Seguidamente, “el tercer descubridor de Cuba” disertó con profunda erudición sobre las raíces y la significación del espectáculo que, auspiciado por la Sociedad Hispanocubana de Cultura, tendrían la oportunidad de disfrutar los asistentes. Ortiz habló de los yorúbà, de su oriundez africana; de su arribo forzado a la Isla durante la trata negrera; de su remota cultura, de sus ritos, de su música, sus cantos, sus bailes y sus tambores —genéricamente nombrados batá en África y en Cuba— los que describió prolijamente en toda su complejidad sonora y ritual. Por último, el sabio cubano presentó a los olorí, los músicos de la orquesta que ejecutaría el concierto: en primer lugar, a cargo del Iyá —el tambor de mayor tamaño y más difícil ejecución— el legendario tamborero Pedro Roche, maestro de maestros, llamado Opkilakua, que en lengua yoruba quiere decir “brazo maravilloso”. Percutiendo el Itótele —segundo por su tamaño— el también afamado olorí Aguedo Morales. A cargo del Okónkolo —el tambor más pequeño— el joven músico cubano Jesús Pérez, quien entonces contaba 22 años y emprendía allí una brillante carrera artística que solo la muerte detendría casi 50 años más tarde, cuando su fama de Batalero Mayor había adquirido ribetes de leyenda.

Arte: Chabeli Farro
Yo no conocí personalmente a Jesús Pérez. Sabía, sí, de su reputación de maestro insuperable del tambor, aunque alguna que otra vez compartimos el mostrador de una taberna del barrio de Cayo Hueso —su barrio— rodeados de ecobios y amigos comunes. Lo recuerdo negro fuerte, jovial, amigo de bromas, ingenioso, ocurrente y decían que mujeriego, fiestero y bebedor largo, como corresponde a un legítimo Oní Changó.
“Su alegría era permanente”, me dirían más tarde sus compañeros de Danza Nacional de Cuba. “Solo se disgustaba cuando las cosas no marchaban bien en el trabajo; en eso era muy exigente”, me dirían. “Pero después, cuando las cosas se organizaban y el trabajo se hacía bien hecho, volvía a ser el Jesús de siempre y para alegrarnos nos relataba algunas de las miles de historias de negros viejos que conocía”.
Así, me contaron, una de las últimas veces que estuvo en la sede de Danza Nacional, les narró a sus compañeros la historia de un negro, congo, liberto y bozalón, que era engañado por su mujer con un carabela. Enterado de la traición, una mañana el congo hizo como si fuera para el conuco, pero regresó al rato para sorprender in fraganti el adulterio. Entró en el bohío dejando apenas tiempo al amante para ocultarse dentro de un barril de harina de castilla que a la sazón había en un rincón del aposento. Machete en mano, registró la vivienda palmo a palmo; ya se marchaba, convencido de que había sido víctima de un infundio, cuando el otro, apremiado por la asfixia, emergió del barril, blanco como un fantasma, para tomar resuello. Impresionado por aquella visión, que le pareciera del otro mundo, el congo dio un salto y levantó el calabozo.
— ¿Quién son tú? —preguntó horrorizado.
— Yo soy pritu santo —respondió el otro.
— ¿Pritu santo? ¿Y cómo tú no tá volá?
— No ta volá poque son pritu santo pichón y ta emprumando entoavía.
Y era Jesús el primero en reír, anticipado a la carcajada unánime de sus compañeros.
Fundador del Conjunto Folclórico Nacional, de Danza Nacional de Cuba y del Grupo Oru, Jesús Pérez intervino en numerosas películas y grabó discos en Cuba, México y Francia. Viajó extensamente por América Latina, Europa y África.
Rogelio Martínez Furé, fundador del Conjunto Folclórico Nacional, amigo, vecino, discípulo y compañero de Jesús por más de 25 años, me aseguró que mucho de lo que él conoce —que no es poco— de los aportes yorúbà a la cultura cubana lo agradece a Jesús Pérez, a la anchura y profundidad de sus conocimientos.

Arte: Chabeli Farro
“En cuanto a su maestría de percusionista —me dijo Rogelio— puedo contarte una anécdota que deja constancia de su calidad de virtuoso. En los años 70, en momentos de celebrarse en la ciudad de Lagos el Primer Festival de Arte Negro, el Conjunto Folclórico viajó a Nigeria. Jesús maravilló a los nigerianos. Tanto que tuvo el privilegio de tocar el tambor batá ante el Oní de la ciudad de Ife, cuna de la cultura Yorúbà. El anciano monarca lo escucho emocionado y, al terminar el concierto, obsequió a Jesús, un gallo como ‘derecho’ al tambor y tributos de vino de palma y nueces de kolá al tamborero que interpretara toques de batá, conservados en Cuba, que en África se habían perdido”.
Además de ser el más conocido y respetado de los constructores y tocadores de tambores batá de Cuba, Jesús Pérez fue compositor de sones, boleros, rumbas y guarachas, un tresero notable y trompetista afanoso. Era también un archivo, una biblioteca viviente que atesoraba vastos conocimientos sobre la contribución de los yorúbà a nuestra personalidad nacional. Su desaparición fue una pérdida irreparable para la cultura cubana, aunque nos quedan sus discípulos, a los que enseñó —era un maestro— el difícil arte de la ejecución y la construcción de los tambores. Nos dejó, además, un libro sobre la técnica de tocar tambores batá, que confío en que se publique más temprano que tarde.
Jesús Pérez nació en La Habana el 4 de abril de 1915. En 1982 fue honrado con la Distinción de la Cultura Nacional. Murió el 5 de abril de 1985. Obá Ilú en lengua yorúbà quiere decir Rey del Tambor.
*Este texto fue tomado de Afrodescendencias (Aurelia Ediciones, 2019), una antología de textos de Serafín (Tato) Quiñones.