
La Máquina de Hacer Pájaros
Carlos M. Mérida (abogado de formación, guía turístico de ocupación, devorador de música y libros por decisión propia) ha llegado a Magazine AM:PM para hacernos la vida más feliz en este segundo aniversario. El disco rayado, la columna que hoy estrenamos, abre una nueva etapa para la revista: la de las miradas cubanas a la música que no se hace, necesariamente, desde Cuba o por cubanos. Estos textos íntimos y deliciosos nacieron como la mayoría de los hijos de este año raro, en cuarentena, en mensajes de WhatsApp a los amigos, a quienes les cuenta cómo la música de estos discos que conforman su lista personal le cambió la vida. Qué suerte la nuestra poder publicarlos.
¡Qué grande Charly, dios mío! Miren esto, del tercer tema Boletos, pases y abonos: “¿Quién escupe los ojos sin resistencia del que trajo el vino dulce para poder beber? ¿Quién por poco dinero te supo hacer feliz? ¿Quién fue amigo de tus hijos? ¿Y quién consiguió los boletos para verme cantar? ¿Quién les dio un acabado cuadro de su mamá?”; y estas viñetas de la pista siguiente, No puedo verme más: “[No puedo verme] Cara de miedo le dijo al disfraz: ‘Necesito verme asustado’. [No puedo verme] No hay maquillaje para quien no ve su reflejo por ningún lado”.
Charly es uno de los padrinos de la reinvención. Lo sésil no es lo suyo. El riesgo lo es. No le va la espera, la paciencia, la calma. No puede estar sentado mucho tiempo en la misma posición. Si la camisa está sudada, se la quita y enseña el pecho al auditorio; si hay mucho frío en la sala, se coloca su paltó ruso y seguimos.
Esta banda fue pionera del rock progresivo en el idioma. El mismo Charly la bautizó como “la Yes del subdesarrollo”. Sui Generis le venía quedando chica al niño prodigio de Caballito. Había demasiado ruido en su cabeza. Así como Dylan en un momento tuvo que conectar su guitarra, soltar la armónica y ponerse la chaqueta de cuero, a Charly al inicio del segundo lustro de los ’70 el cuerpo le pedía más pasajes instrumentales, más aliento sinfónico, más teclados.
También se nota aquí un cambio en las imágenes de las letras, que se vuelven más simbólicas. Recuérdese que estamos en Argentina, en 1976. La censura al pecho. Ya no se podía decir, de frente: “[…] y si bien yo nunca había bebido, en la cárcel tuve que acabar. La fianza la pagó un amigo. Las heridas son del oficial”. Tuvo que cifrar el mensaje, para que pudiera pasar por la aduana, así: “Cómo mata el viento norte cuando agosto está en el día, y el espacio nuestros cuerpos ilumina. Un mendigo muestra joyas a los ciegos de la esquina, y un cachorro del señor nos alucina”.
La Máquina hizo solo dos discos. El otro es Películas, que me gusta más pero lo oí después. El flechazo vino con este. Debió ocurrir en segundo año de la universidad.
Varios álbumes en la lista me engancharon desde la primera nota; que, cuando meto la mano en el jabuco de mi memoria, puedo agarrar el instante y el lugar precisos en que los escuché por primera vez. Este es uno de esos. Fue un impacto tan rotundo, mezcla de sorpresa, emoción y felicidad, que ya después, siempre que volvía a él, era inevitable revivir aquella noche, del 2009 muy probablemente, cuando lo conocí, acostado bocarriba en mi cama. Por discos como este es que existe la lista.
Como me ocurrió también otras veces, al principio no lo escuchaba siguiendo la posición original de los temas, sino que salían en orden alfabético (me jode tanto cuando eso pasa); hasta que me di cuenta y lo organicé para oírlo como Dios manda. Por esa razón los primeros acordes de La Máquina en mi vida fueron los de la monumental, emocionante y lindísima Ah, te vi entre las luces, que es en realidad el cierre del álbum.
Esta pieza es uno de los picos más altos del rock nacional argentino, y de las cosas más bellas que he oído en mi vida. Con 11 minutos de duración, en ella se suceden los pasajes conmovedores uno detrás del otro. Todo el mundo tiene su momento: los solos de piano de Carlos Cutaia (ex Pescado Rabioso, baste decir) y de guitarra de Gustavo Bazterrica, el bajo justísimo del mostro José Luis Fernández, el equilibrio de Oscar Moro, el jugueteo de Charly. Otro nivel esto. Muy difícil quedarse con una única escena, pero si tengo que hacerlo, me voy por uno de los varios clímax que contiene: el que llega al minuto 5:11.
Charly viene haciendo un solo de teclado desde el 4:20. La atmósfera se va tensando y las moléculas multiplicándose, hasta que llega un momento en que ya el globo no aguanta más aire y entonces todos los instrumentos revientan, gritando a coro una frase sinfónica de esas de las que te cierran los ojos mientras dices que no con la cabeza, de las que no se pueden describir por aquí. Busquen eso, caballero, si no lo han oído ya. Los que están en Cuba, gasten los datos, usen el Spotify Bot de Telegram, pero por nada del mundo se pierdan ese instante mágico y demoledor.
Busco y no encuentro fallos en este disco. Quizás que las letras no se entienden bien, pero ya; nada que Genius no resuelva.
Yo me vi diciéndole a alguien en la universidad que La Máquina de Hacer Pájaros, sureña y pobre, era una banda tan buena como Camel o Emerson, Lake & Palmer. “Tan buena como”, qué imbécil.