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Ennio Morricone se ha equivocado

2019

Autor de bandas sonoras, reconocen los norteamericanos, y la sangre le hierve. No, autor de música para cine, corrige en cuanto puede, aunque tampoco es que le guste mucho este último calificativo.

A sus 90 años Ennio Morricone, adorado por cineastas y cinéfilos, aún se tortura con la idea de que su música sea tarareada por ansiosos devoradores de palomitas de maíz. Hace mucho tiempo imaginó que a estas alturas de la vida sería una estrella entre trasnochados decimonónicos vestidos de frac, aristócratas todos, nostálgicos de Verdi. Su obra, la que ha trascendido, le avergüenza en cierto modo. Quizás por eso no le guste hablar del tema y, finalmente, se haya enclaustrado en su casa.

Como en muchas de sus partituras, ha optado por las bondades del silencio. Ahora vive con su esposa en Roma y no se le escucha alzar la voz, a no ser para despedir del portón a los periodistas que se apuestan la última entrevista antes de su muerte, o a los cineastas que le ruegan frotar la lámpara una vez más y desatar su genio musical sobre el pentagrama. Estoy retirado, repite, pero nadie parece querer escucharlo. Da igual. Su voz nunca importó. Para el mundo, Ennio Morricone siempre será un italiano mudo que aprendió a hablar a través de sus composiciones sobre gánsteres, monjes jesuitas, fumadores de opio, pistoleros bravucones, pero nunca de sí mismo. 

Ilustración: Mayo Bous

1945

En el iluminado salón de un hotel los oficiales norteamericanos fumaban y reían, embriagados de victoria, orgullosos de su entrada triunfal en Roma. Parecían tan ensimismados que apenas repararon en los finos sonidos que un joven italiano le arrancaba a su trompeta, aun cuando estos eran solo el soporte de la de su padre. Era buena música la que ejecutaban, no simples melodías de fondo para amenizar la noche, pero los estadounidenses no se esforzaban en apreciarla. A lo mejor los ritmos modernos de América les habían corroído el buen gusto si es que alguna vez lo tuvieron y el placer por lo clásico, eso que el chico de la trompeta llamaría muchos años después “la música absoluta”.

Algún día, pensaba el joven, haría algo más que tocar con su padre para aquellos oídos indomesticables y sin posibilidad de salvación. Compondría música de cámara, rescataría a los maestros olvidados por el vulgo y así se haría un lugar entre ellos, quizás en el pequeño espacio que separa a Verdi de Puccini. Avales para un futuro glorioso le sobraban: antes de los 10 años había logrado su primera partitura, dominaba la trompeta como pocos, cursaba en seis meses las clases de música que a otros les tomaban cuatro años. 

Tienes madera de genio, escuchó decir a algunos de sus profesores, pero nunca lo creyó cierto. En todo caso se veía más como un idealista que, con mucho esfuerzo y dedicación, lograría reinstaurar como canon las finas formas de la belleza clásica. Quedaban en el mundo pocos soñadores de su talla o quizás el problema era que no se había topado con ninguno; excepto por aquel chiquillo vivaracho de la escuela, un tal Sergio, que sentía por los libros y las películas lo que él por la música. 

A medida que avanzaba la velada, Ennio, el chico de la trompeta, se convencía de que jamás volvería a tocar para semejantes energúmenos como los que tenía en frente. Estaba equivocado, pues nadie le agradecería más su futura obra que aquellos hombres rudos del otro lado del Atlántico. 

Hasta cierto punto, Ennio Morricone se fallará a sí mismo, pero será justo ese suicidio involuntario de sus aspiraciones lo que le hará trascender. 

Ilustración: Mayo Bous

2019

Ennio se exalta únicamente cuando la Roma marca un gol, cosa que no sucede muy a menudo. Las continuas derrotas del equipo han empañado un poco la felicidad de su retiro, y ahora cree que solo lo verá hacerse con un título si los porteros rivales confabulan para apartarse de la red ante cada jugada ofensiva. La Roma de los últimos años es un deprimente fiasco. Por suerte le queda esa otra, la ciudad; una que nunca lo decepcionará porque en su esencia está el alimentarse de los residuos del tiempo. Ahí ha vuelto para vivir cuanto le queda, escondido en su casa, como las viejas melodías escritas que guarda en algún rincón y nadie jamás oirá. 

Los premios acumulados no lo han vuelto arrogante; más bien le destiñen la satisfacción de la vejez cuando recuerda los motivos. Luego de tantos años de esquivos e indiferencia, los estadounidenses lo encumbran y hasta le dan dos Óscar de consuelo. ¡Qué poca clase la de ellos! Nunca le gustaron las maneras norteamericanas, ni siquiera las de hacer cine. El esplendor de Los Ángeles lo cegaba, la simpleza del inglés lo ofendía. Mejor era su Roma, vieja pero eterna, que sobreviviría, como siempre, al florecer y la decadencia de los bárbaros del mundo. En el Ennio arrugado y miope habita todavía uno de esos muchachos pueblerinos con pequeñas pero universales historias que tanto gustaban retratar los directores italianos de antaño. 

Ilustración: Mayo Bous

1966

Blondie, Tuco y Sentenza se apuntaban con sus armas en el camposanto de Sad Hill. Conspiraban en silencio y a través de sus ojos nerviosos, de manera que no sobreviviría quien halara más rápido el gatillo, sino quien supiera leer mejor la expresión de los otros. La escena se dilataba. La adrenalina del momento consumía la atmósfera. Los disparos, un cabalgar hacia el infinito, los créditos, la gente aplaudiendo, las luces del cine encendidas. En sus respectivas sillas, Ennio y Sergio se miraban con la misma complicidad con que lo hacían Blondie y Tuco. No otra vez, parecían decirse. 

Unos años antes, a la salida del cine donde se estrenó Por un puñado de dólares, Sergio le había dicho entre risas que aquella era una mala película y ambos rieron. Unos días después, críticos y espectadores comunes elogiaban el filme. Algunos halagaron la venturosa desfachatez del director por saltarse la vieja norma no escrita que dictaba que entre un plano general y un primer plano debía ir uno medio. Otros, en cambio, decían haber descubierto en un tal Ennio Morricone el talento para no solo cambiar la historia de la música para el cine, sino la historia de la música misma. 

Realmente, la Trilogía del dólar comenzó el día en que Ennio recibió la llamada de un hombre que decía llamarse Sergio Leone. Después de darle varias vueltas a la conversación y evocar con elocuencia los años en el colegio que ambos habían compartido, Sergio le habló de su interés en hacer una película western y de su necesidad de encontrar quien le compusiera la banda sonora. Lo más probable es que Ennio hubiese vacilado un poco, y hasta que demorase en dar una respuesta definitiva. Al colgar el teléfono quizás se sintió tentado a rechazar la oferta. Musicalizar películas de vaqueros no distaba mucho de derrochar el virtuosismo de su trompeta para los oídos salvajes de los oficiales norteamericanos. Sin embargo, necesitaba dinero, y por ello llevaba algún tiempo traicionando su viejo sueño de componer música de cámara ambientando programas televisivos y escribiendo partituras para cine que otros compositores firmaban. Para cuando Sergio volvió a llamarle, Ennio pasaba por una suerte de crisis profesional que ya no le importaba extender un poco más. Acepto, dijo, sin saber que en ese preciso instante acababa de nacer, oficialmente, el western spaghetti como fenómeno de masas. 

El bueno, el feo y el malo mantuvo a Sergio de buen humor durante meses, en parte por el éxito alcanzado en taquilla y también por haber llegado al fin de su desgastante trilogía. En ocasiones le contaba a Ennio anécdotas que desde la distancia resultaban graciosas, pero en su momento no lo fueron tanto: la torpeza de la milicia española de Franco, por la que tuvo que filmar tres veces la escena de la explosión del puente; el alcoholismo de Lee Van Cleef; los refunfuños egocéntricos de Clint Eastwood y la inamovilidad de sus músculos faciales. Eastwood, contaba Sergio, detestaba los puros que debía fumar y más de una vez se negó a grabar con uno en la boca. Ennio le escuchaba divertido, quizás pensando que su aversión a las bandas sonoras se asemejaba a la del actor por los puros y que ambos, al final, terminaban siempre por resignarse. Mientras tanto, los críticos debatían sobre su accidentada técnica de colocar en un mismo plano armónico dos o tres sonidos imposibles y contrastantes entre sí, los cuales concentraban toda la atención de la pieza aunque luego se integraran a la atmósfera de una orquestación clásica. 

Después de las risas, Sergio se tomó un instante para confesarle algo a su compañero. Llevaba tiempo pensando en realizar una versión cinematográfica de The Hoods, una novela de Harry Grey que le había fascinado. En Paramount no estaban muy convencidos con el proyecto. El western era una mina que precisaba ser agotada y nadie mejor que él para hacerlo, le dijeron, pero Sergio prefería no anclar su carrera a un mismo género. Insistió en la propuesta hasta que accedieron, aunque con la condición de que dirigiese una última superproducción de pistoleros, para la cual se había invertido una fortuna solo en la contratación de Henry Fonda y Charles Bronson.

Quiero que hagas esto conmigo, soltó de pronto Sergio. Ennio, quien ya pensaba dejar de lado las bandas sonoras para dedicarse de lleno a la música clásica, no tardó en sucumbir a los encantos soñadores del director italiano. ¿De qué va la historia?, preguntó, a lo que Sergio debió contestar que trataría de un ferrocarril, del ocaso del western, de las maneras violentas e inevitables del progreso, pero, sobre todo, de la inusitada devolución de una armónica. 

Ilustración: Mayo Bous

2019

Ennio quizás recuerda a Sergio con la misma nostalgia con que un ficticio Noodles, vencido por el tiempo, rememoraba los difíciles pero alegres años ’20 frente a la tumba de uno de sus viejos amigos. Nadie, ni siquiera Tornatore, lo entendía como Sergio, quien contaba con la humildad suficiente y una excesiva confianza en sí mismo para erigir monumentales filmes sobre la base de sus melodías. Solo por eso le perdona la arrogancia de haberle dicho a Kubrick que no estaba dispuesto a prestarle a Ennio, aun cuando el músico ansiaba trabajar en ese loco proyecto de La naranja mecánica.  

La vida de Sergio no fue tan larga como sus filmes, pero al menos había logrado aquella película de mafiosos que durante tantos años planeó. Tal vez por eso Ennio le concedió su obra más acabada, la cual revestía de carácter a cada uno de los personajes, crecía con ellos en el tiempo y se adaptaba a sus dramas emocionales. La Academia se escudó en un tecnicismo para obviarla. Dijeron que el nombre de Ennio no aparecía de manera correcta en los créditos, aunque es probable que la verdadera razón fuese el recíproco desprecio que el italiano y los magnates de la industria cinematográfica se procuraban. En verdad, nunca le importó aquel premio. La música de Érase una vez en América, con su magnífico Deborah´s Theme, tenía propósitos más sublimes e inesperados, pues fue el regalo de despedida que Sergio Leone hubiese querido: la mejor banda sonora de todos los tiempos.  

Ilustración: Mayo Bous

2007

Clint Eastwood no había terminado de mencionar el nombre del ganador del Óscar honorífico cuando el estrellato de Hollywood aplaudió complacido. De una esquina del escenario salió el galardonado dando pasitos cortos. Luego tomó la estatuilla dorada en sus manos, la alzó, ofreció las gracias en inglés. Intentó controlarse, pero la emoción por aquel tardío pero inevitable acto de justicia pudo más. No obstante, contaba con un as bajo la manga para recordarles a todos que él, Ennio Morricone, era un hombre con memoria, con clase, europeo hasta la médula y, por encima de cualquier cosa, un italiano orgulloso. El resto del discurso lo habló en su idioma natal a sabiendas que Eastwood quien no disimulaba su incomodidad ante la sorpresa podría traducirlo. 

Pese a todo, Ennio actuó dentro de los límites protocolares de la gala. Primero agradeció a quienes lo propusieron, después al cine, por resultar una “pequeña parte de su historia”, y finalmente, casi entre lágrimas, a María, su esposa. Los sacrificios de María por sostener el hogar y apoyar a sus hijos, dijo, la hacían tan responsable de su obra como él. Estas, quizás, fueron las palabras más sinceras de la noche. 

Pero, ¿quién era Ennio Morricone en 2007? ¿Qué tantos méritos había acumulado durante años para que, al fin, la Academia se viese obligada a postrarse a sus pies?

Primero, Tornatore. Ennio trabajó en todas sus producciones, y con el tiempo le hizo llenar el espacio que en su vida había dejado Sergio Leone. Cinema Paradiso, la obra cumbre de ambos, es un culto al séptimo arte. La banda sonora también, aunque desde la callada confesión de su autor sobre los conflictos que encerraba su relación con el cine. En su composición, Ennio echa a un lado el protagonismo de las variaciones tímbricas y juega con el espíritu de la música, la cual transita en la película el amplio espectro que separa lo picaresco e infantil de los ambientes íntimos y autorreflexivos. En los últimos minutos de metraje, donde se aprecia la clásica secuencia de los besos, la tonada dramática logra definir el aura de la trama, como si a ese ritmo danzaran los pensamientos en el instante más profundo de introspección. 

En La Misión, de Roland Joffé, Ennio consigue con el Gabriel’s Oboe una delicadeza capaz de hipnotizar a los curiosos indígenas del filme y a los espectadores por igual. La banda sonora no solo transmite la paz de las selvas vírgenes de Paraguay y los nobles motivos de los protagonistas, sino que, además, logra encrudecerse hasta lograr la épica que consume el acto de sacrificio del desenlace. 

Tal vez la más convencional de las obras de Ennio Morricone sea la música de Los intocables de Eliot Ness, del director Brian de Palma. Sin embargo, hoy resulta inconcebible un Al Capone sin la melodía caricaturesca del cine negro que acompaña sus escenas, o al equipo de Ness sin la ambientación sonora que retrata de manera perfecta la soledad de estos hombres inmersos en una ciudad de vicios y muerte. 

La madera de genio que alguna vez advirtieron sus maestros en él era en el 2007 una profecía consolidada, aunque Ennio se negara a reconocerlo. Los genios auténticos viven, o prefieren vivir, al margen de su genialidad consustancial, perceptible para todos excepto ellos. A veces encarnan la pureza de tal forma, que tienden a despreciar su obra por el inevitable margen de error humano. Ennio, en verdad, la despreciaba hasta cierto punto por razones menos elevadas y más infantiles. Quizás intentó hacer de ella algo rústico con toda intención, para zafarse del lastre del cine y lo comercial, pero eso solo logró volverla perfecta. 

Ilustración: Mayo Bous

2020

Es posible que Ennio recuerde aquella vez que Flavio Mogherini le pidió una variación de Chaikovski para uno de sus filmes y él le contestó, tajante: Yo no le hago una mierda. Aunque la anécdota es de sobra conocida en el mundo del cine, hasta hace muy poco los directores lo buscaban desesperados. Nunca lograría entender por qué tanta insistencia si ya todos estaban enterados de su irrevocable decisión de retirarse, además de su mal carácter. Trabajar con él, reconoce, no era cosa fácil, pues le gustaba hacer las cosas a su ritmo y sin imposiciones. También es cierto que siempre anduvo a la caza de tiempo para dedicarse a “la música absoluta”, pero eso no impidió que le prestara atención a sus composiciones para el cine. Era una cuestión de respeto consigo mismo y, en especial, a la música. 

Una caída reciente le ha destrozado el fémur, postrándolo en una de las camas de la clínica Campus Biomédico de Roma. Aunque deteste la inactividad que el golpe le ha provocado, siente que el descanso del último año le ha venido bien. Además de disfrutar del fútbol y de su familia, Ennio pudo al fin divertirse con cuanta remembranza o crítica publicaron sobre él. La lectura le hizo descubrir cosas que jamás se había planteado, reconciliándolo con los arrepentimientos de su carrera. De Ennio dicen que fue el nexo entre la vieja guardia elitista y la música contemporánea; que destruyendo las barreras de lo clásico extendió las fronteras del arte; que sus bandas sonoras no solo ganaron autonomía de las películas, sino que se independizaron y luego, con el tiempo, las sometieron; que el virtuoso disimula su esmerada búsqueda de la belleza, pero los genios como él la encuentran de casualidad en cada esquina, como si la belleza fuera quien les persiguiese. Ennio había entendido la música como nadie, pero jamás fue capaz de comprenderse a sí mismo. 

Ahora, desde la clínica, advierte que los compases finales de su vida se acercan. Parece no temerles. A fin de cuentas, toda gran pieza necesita un buen cierre. Agarra entonces papel y lápiz. “Yo, Ennio Morricone, he muerto”, escribe con seguridad, como adelantándose a su propia muerte. Otra vez se ha equivocado. 

Darío Alejandro Alemán Contralmirante de un bote solitario que teme a los aviones, periodista accidentado, fumador de cuanto combustione, bebedor de mercurio, enamorado de los mitos y también de todo aquello que termine en un “Basado en hechos reales”. Más publicaciones

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  1. Darsi dice:

    Qué hermoso texto… Me emociona que un joven cubano pueda hacer un homenaje así a este grande de la música de todos los tiempos. Gracias

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