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El disco rayado Diseño: Jennifer Ancizar, a partir de la portada del álbum Yoshimi Battles the Pink Robots. Diseño: Jennifer Ancizar, a partir de la portada del álbum Yoshimi Battles the Pink Robots.

Yoshimi Battles the Pink Robots

(Cuando escribí esto las calles de Minneapolis ardían —no siempre en sentido figurado— porque un policía, blanco, acababa de matar a un hombre, negro, mientras este se encontraba bajo la custodia de aquel, en lo que fue el inicio de una ola de enojo global sin precedentes, que ha hecho a más de uno revisarse —incluidos símbolos del siglo pasado como Coca Cola—, y a mí pensar ahora en el himno sesentero que decía: “How many roads must a man walk down before you call him ‘a man’”).

Juro que este es el disco que toca. No tuve nada que ver con eso. He sido riguroso en el orden de la lista, que es bastante espontáneo. Cuando la armé, la idea no era hacer estos textos, simplemente me fui de excursión al pasado y comencé a recolectar discos y a tirarlos en el morral según iban apareciendo en la memoria. Antes de compartir luego la música y las palabras sí di una barajada general con el propósito de mezclar los estilos y no aburrir al público que, si no, habría tenido que espantarse primero todos los de Spinetta y Charly, pero desde entonces su disposición no ha variado.

Con todo lo que está pasando en Estados Unidos, este es el que toca hoy. Este álbum, que empieza así: “I thought I was smart. I thought I was right. I thought it better not to fight. I thought there was a virtue in always being cool. So, when it came time to fight I thought I’ll just step aside and that the time would prove you wrong, and you would be the fool”. El pretérito del enunciado nos deja esperando un pero; anticipa que el narrador cambiará de opinión muy pronto, y así ocurre en la segunda estrofa: “To fight is to defend. If it’s not now then tell me:When would be the time that you would stand up and be a man?”.

Fight Test ―así se llama este primer corte del disco― habla de uno de los capítulos más bellos de la historia de cualquiera: el instante en el que toca decidir si fajarse o no. “La hora caliente, revolucionaria, de las definiciones”, como alguien dijo que había dicho Lino Novás; cuando uno ya no puede seguir “derramándose por los bordes, sobre las cercas”. Es un lapso variable, según las circunstancias, y naturalmente contradictorio, porque justo cuando estás en tu punto de ebullición es cuando más se te requiere el cálculo frío. Es el clímax del relato; quienquiera que se esté echando el episodio acelerará el gesto maquinal de llevarse rositas de maíz a la boca y detendrá con un ademán de su mano derecha, sin hacer contacto visual, a quien acomete desde la cocina para hacer una pregunta. Voy a contar dos de estas escenas. Una, la última, tiene que ver directamente con el disco.

Yo pasé el verde en el área del entretenimiento. Era el cantante de un grupo musical que a su vez formaba parte de una comitiva circense multidisciplinaria y amateur, cuyo propósito era amenizar las noches de varias unidades militares de la zona. Montábamos la carpa casi todos los días en una distinta. Además del grupo había bailarines y comediantes. A veces hasta nos quitábamos el uniforme y nos presentábamos en las Casas de Cultura de algunos pueblos. Dormía en mi casa seis días a la semana. Se podría decir que mi servicio militar fue bastante light, salvo por el hecho de que me metieron preso alguna vez; no por lo que ahora voy a contar, pero me interesa que se conozca que, en el momento de la acción, había una posibilidad para nada remota de ir al calabozo.

En el circo había un bailarín homosexual. No sé si él ya lo sabía, pero en cualquier caso, no había salido del clóset aún, y tampoco sé si lo hizo algún día porque después de la experiencia milica no lo vi más. Creo que yo le gustaba, porque no me sacaba el dedo. No en plan bullying, en plan niño de primaria tímido y enamorado. Si se hablaba de música, él hablaba de mí. Si de pelota, él hablaba de mí. Si de lo singao que era el político, él de mí. No me soltaba. Me jodía su excesivo encarne. Era en tono de chucho, y la verdad yo también daba cuero a todo lo que se movía, pero cambiaba la mirilla a cada rato, como el resto del grupo. Él era monotemático.

En realidad, me acomplejaba más de lo que me molestaba, porque yo tampoco había salido del clóset aún; del clóset de la prehistoria, el clóset de creer que la única respuesta al flirteo homo era fajarme. Ya lo venía maquinando, que a aquello había que ponerle freno.

El sitio donde ensayábamos era una habitación pequeña que siempre se mantenía cerrada para que la bulla se escuchara lo menos posible. Un día estábamos montando un tema y yo no agarraba la afinación, siempre le entraba de costado. Se me dio el chucho merecido, el que tocaba. También me reí, hasta que el bailarín comenzó a hablar. Le dije, en serio, que qué sabía él de música. Me respondió algo que no recuerdo. Dejé el micrófono y me acerqué. Él estaba sentado sobre un buró. Me coloqué a menos de un metro y le dije: “Asere, ven acá, ¿yo te gusto?”. Estalló la carcajada comunal, cómplice y homofóbica —porque la homosexualidad del bailarín era también objeto de chucho. Él también se rio, aunque con una risa menos estridente, y me dijo, coqueto: “Sí”. Y aquí está el instante; el tiempo de tomar partido.

Yo nunca me supe fajar, y el bailarín era más alto y más fuerte. Si le reventaba la cara con mi derecha tendría que ser bien duro para que me diera tiempo de salir del cuarto de ensayos y continuar la bronca en un lugar donde algún oficial que pasara la detuviese, porque los hijos de puta del grupo no lo iban a hacer, yo tampoco lo habría hecho; además, había demasiados objetos ahí dentro: una trompeta, varias guitarras, una batería con su atril; esa no podía ser la arena. Sin embargo, el oficial que me salvaría, una vez fuera, también me iba a enviar al calabozo. Ya había estado allí. Regresar no me hacía ninguna gracia. Si no me fajaba, el bailarín me iba a “coger la baja” y tendría que seguir soportando su satería de loca reprimida. Nunca uno es más humano, ni más hermoso, que en este momento crucial.

La otra historia, si todavía tienen ganas, comienza en Caimito, actual provincia de Artemisa.

En tercer año de la universidad yo daba los viajes todos los días desde el pueblo a la facultad y viceversa. Era un suplicio. Tenía que levantarme muy temprano, y mandarme un paseo de mínimo dos horas y pico que incluía, por solo mencionar un elemento, coger el P9 hacia El Vedado a las 7:30 de la mañana. Fue el año en el que más ausencias tuve. A veces salía de mi casa rumbo a la escuela solo para hacer el paripé. Esperaba por ahí a que los viejos se fueran a trabajar y regresaba a la cama. Luego disponía todo con maña de detective, de modo que pareciera que había regresado primero que mis padres.

Lo único bueno del viaje interprovincial era que oía música todo el rato. Con suerte y con la concentración suficiente me podía aislar de la molotera y el calor. Me pasé una buena parte de la universidad buscando pretextos, lo mismo para no ir a la facultad que para no regresar a Caimito una vez que estaba allí. El tema era evitar la travesía. Me mataba, me deprimía; salvo cuando recién había descubierto algún sonido de esos asesinos. Entonces las dos horas y pico se iban volando. A veces el gatillo para levantarme de la cama era pensar que iba a repasar esta o aquella discografía. El Yoshimi Battles the Pink Robots fue una de estas músicas. El ruido de laboratorio que surca todo este álbum es uno de los enlaces que primero pincho cuando pienso en la universidad.

Ese año, en las conferencias de Derecho Penal, los dos profesores que las impartían —un matrimonio de funcionarios mediocres— establecieron este tiránico sistema de control de asistencia, consistente en una planilla entregada previamente a los estudiantes, que había que presentar a la entrada y salida del turno para que un alumno ayudante oledor de culo estampara el cuño que confirmaba que, efectivamente, se había asistido a la conferencia. Solo permitían tres ausencias; si te pasabas perdías el derecho al examen final e ibas directo a “re”.

Consumí rápido mis tres comodines. No recuerdo cómo conseguí otra planilla, tres nuevas oportunidades que también gasté. El día de una de las últimas conferencias del semestre, cuando ya no me quedaban balas, fue el día en que escuché el álbum por primera y segunda vez, de camino hacia la Colina. No era uno de mis mejores. Estaba fundido por cualquier razón. Todo me molestaba. Una hora y media de rehén en el anfiteatro de la Facultad de Derecho parecía demasiado esa mañana. Hora y media en que mis únicas ilusiones serían fumarme un cigarro y escuchar a los Flaming Lips.

Decidí hacer las dos cosas, es decir: fajarme. Cuando se acabó el turno yo estaba sentado en el monumento a las víctimas del Maine, fumando y escuchando la cuarta pista del disco, el instrumental que le da título y narra la batalla de Yoshimi contra los robots.

foto de avatar Carlos M. Mérida Oidor. Coleccionista sin espacio. Leguleyo. Temeroso de las abejas y de los vientos huracanados. Más publicaciones

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