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El disco rayado Yo, mí, me, contigo. Diseño: Jennifer Ancízar / Magazine AM:PM. Yo, mí, me, contigo. Diseño: Jennifer Ancízar / Magazine AM:PM.

Yo, mí, me, contigo

No sé cuándo Joaquín Sabina se dio cuenta de que la verdad no era lo más importante. Seguro escuchaba a José Alfredo Jiménez. Yo empecé a enterarme hace más o menos 15 años, cuando alternaba en mi equipo de música un álbum del español, otro del resto del mundo, y así sucesivamente.

El fin de siglo y el comienzo del nuevo le hicieron bien. Ahí está lo mejor que dio. Fue una etapa creativa intensa, derrame cerebral incluido, la que tuvo desde 1996 hasta 2002, aproximadamente. Cuatro discos inolvidables, contando el que hizo con Fito. Los otros son, como se sabe, 19 días y 500 noches (BMG/Ariola 1999), Dímelo en la calle (Ariola, 2002), y Yo, mí, me, contigo (Ariola, 1996). Cualquiera de las tapas pudo aparecer arriba hoy, pero no se trata de eso, ¿verdad? Hablo de este álbum porque cuando planeo sobre mi mapa de causalidades, tratando de encontrar la dirección del efecto que soy ahora, distingo, en esa tela de araña trazada a lápiz, tres o cuatro líneas más oscuras: El rocanrol de los idiotas, Jugar por jugar, Es mentira, El capitán de su calle. Hay otras, pero hablemos de estas.

Sabina es un tono, más que cualquier cosa. Lo tomó de Krahe, y de Bob Dylan. Lo filtró, lo empaquetó, lo vendió al mundo y el mundo, por suerte, lo compró. En la canción en español, el tono-Joaquín no existía antes de él. En mi vida tampoco, y cuando lo encontré, se zafó la costura ética y estética que me amarraba el cuerpo. En lengua gentil podríamos decir que me encontré con el cinismo, el cinismo elegante, garboso, el que te hace parecer inteligente, el cinismo necesario para pinchar jevitas alternativas en la universidad, siendo flaco, feo y pobre. Luego me la he pasado imitando ese tono, esa gestualidad verbal; en el habla, pero más en los actos. Ya no me puedo sacar el negro de la uña. Está pegado el churre. Ya, aunque sepa que el sarcasmo, la argucia, el gracejo, la impostura, no son un fin, sino un medio para ser bueno, que es lo que hay que ser; no podría cernir de otra forma la arena del hecho diario. Tengo que estar en el aire para poner los pies en la tierra. Tengo que “Jugar por jugar, sin tener que morir o matar”.

Hace poco leía al Indio Solari decir que le interesa más la gente que busca la verdad, que la que la encuentra. Sabina está rondando esa zona, la de la gente que no pretende encontrar nada cuando busca. Es la búsqueda en sí, el modo en que se produce, lo que le importa. Si pudiésemos separar a la gente en grupos de contenido o de forma, como decimos amante de los gatos o amante de los perros, el de Úbeda sería, sin dudas, gente de forma. No es que desprecie el contenido, pero si un veleidoso presentador de talk show le pregunta, como esas preguntas que hacen los presentadores de talk shows veleidosos: “¿Contenido o forma?”, él no caerá en la trampa y dirá, orondo: “El contenido en la forma”.

La gente de la poesía, que es la que más me gusta, es gente de forma, gente que entiende que no hay forma sin contenido, pero no hay belleza sin forma. Díganme descubridor de agua tibia, pero yo he visto a escritores hechos pisar terrenos fangosos como estos en los que cae un personaje de Mempo Giardinelli: “(…) cuando uno se topa con prosas finas y sofisticadas como las de James, Sartre, Lezama, Joyce u Octavio Paz, uno debe reflexionar (…) sobre cuánto hay de brillante en las ideas expuestas y cuánto hubo de brillo solo en el modo como fueron expuestas. (…) Yo no estoy diciendo que estos tipos no tienen ideas. Lo que digo es que son tan brillantes, tan buenos oradores por escrito, (…) que una ya no sabe si es genial lo que dijeron o es que solo dijeron genialmente una obviedad”. Quien piense así está, necesariamente, creyendo que la idea tiene algún tipo de independencia material, que puede sobrevivir sin el lenguaje, y que, por tanto, la talla aquí es traer ideas nuevas al caldo cultural, aunque si viene con estilo, mejor. ¡Qué disparate tremendo! Como si las ideas y el lenguaje hubiesen estado separados alguna vez. Esta vendría a ser la gente de contenido, la gente que, en algún momento, creerá que encontró la verdad.

Sabina dice en Jugar por jugar: “Bendita sea la boca que da besos / y no traga monedas”. En El rocanrol de los idiotas: “Yo no venía de ningún país. / Tú ibas camino de cualquier lugar”. En Es mentira: “Mira las piernas de la desolación. / Llevan las medias que rompió la pasión”. En El capitán de su calle: “pero él besaba para recuperar / los besos que le faltaban”. Eso se viene diciendo desde que el primer homínido lo pudo decir, y así se han dicho muchas cosas. Pero yo (para no generalizar, que me encanta), con 15 años, les puedo asegurar que no me había encontrado jamás con eso, dicho así.

En Joaquín Sabina. Perdonen la tristeza, biografía escrita por Javier Menéndez Flores, que leí hace el tiempo que toma no acordarme de nada hoy, se habla de cómo Don Joaquín dijo en 1980, hablando de Madrid: “Cuando la muerte venga a visitarme / que me lleven al sur, donde nací. / Aquí no queda sitio para nadie (…)”, para 20 años después jurar amor eterno a la capital española diciendo que “A mitad de camino entre el infierno y el cielo, / yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid”. No recuerdo cuál era la circunstancia del libro. Pudo ser una entrevista en la que le preguntaron al cantautor por qué el cambio en su relación con la urbe. Y pudo ser, también, que respondiese: No me importa cambiar de opinión sobre algo, aunque me contradiga. Me resbala contradecirme, porque me resbala la verdad. Viejo zorro.

foto de avatar Carlos M. Mérida Oidor. Coleccionista sin espacio. Leguleyo. Temeroso de las abejas y de los vientos huracanados. Más publicaciones

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