
Ram
Que levante la mano quien conozca una leyenda viva de la música popular (al menos occidental) más grande que Paul McCartney. Cuando él muera, ahí sí que se nos habrá terminado, al fin, el siglo XX. Este álbum, y el que vino antes, McCartney (Apple Records, 1970), nos lo muestran en uno de sus momentos más vulnerables: el de decidir qué rumbo tomaría su vida tras la separación definitiva de The Beatles.
Hay mucho chisme en este disco y en las reacciones a él, mucha pullita. Lennon se sintió aludido en varios momentos ―por ejemplo, en el tema inicial, Too Many People, con lo de: “That was your first mistake. You took your lucky break and broke it in two”― y entonces, en una de las fotografías que conformaron el arte de su aclamado álbum Imagine (Apple Records, 1971), lanzado menos de un mes después, sale agarrándole las orejas a un cerdo, referencia directa a la tapa del Ram de su excompañero. Paul, incluso, llegó a reconocer más tarde que pensaba en Lennon y Yoko cuando escribió, para ese mismo corte inicial: “Too many people preaching practices. / Don’t let them tell you what you want to be”, por el hecho de que la del sol naciente y su novio de gafas se empezaron a poner pesaditos con el tema de la meditación y el orientalismo, como mismo me puse yo con mis amigos fumadores cuando dejé el cigarro tras haberme leído un libro de autoayuda tan malo como efectivo; y es que es muy difícil que el iluminado ―que es, solamente, quien cree estarlo― no sienta la necesidad de repartir la luz que ha encontrado, al menos con la gente que le importa. Harrison y Ringo tampoco se sintieron muy cómodos, sobre todo con la segunda pista, 3 Legs, donde se canta: “My dog, he has three legs, but he can’t run”; ese perro tenía mucho de escarabajo.
Si revisamos las canciones de Paul en la etapa post-Beatles y pre-Wings, veremos que, de esta forma o aquella, casi todas giran en torno a tres temas principales: su granja de Escocia, su amor por Linda, y su empingue por la separación de la que pocos dudan en llamar la banda más grande de todos los tiempos. Mucho de esto último hay aquí. McCartney estaba tratando de seguir con su vida, olvidarse del pasado, pero no puede ocultar su enojo. En este álbum está el enfado “yo no soy solo The Beatles”, y también el enfado “no hay Beatles sin mí”; uno intencionado, el otro residual; de ahí que uno de los temas centrales del registro, Ram On, sea, en esencia, una arenga (presumiblemente a sí mismo) disimulada por el sonido candoroso del ukelele y una melodía magnética muy Paul McCartney: “Ram on, give your heart to somebody. Soon. Right away”. Pasa la página, entrega tu corazón, hazlo ya, pero hazlo embistiendo. Es más fuerte que él. Trata, pero al final ni perdona ni olvida.
Este disco parece que no, pero sí, y mucho. Quizás ese no parecer fue la razón por la cual la crítica no le hizo mucho caso en su momento, aunque sí tuvo buenos números en las tiendas, porque la gente sabe.
Recuerdo que lo escuché la primera vez completo, y cuando terminó el último tema fui de nuevo a Dear Boy y lo pinché como tres veces seguidas, que es lo peor que se puede hacer con una canción que te gusta mucho, porque la conviertes en una raspadura, o ―en el mejor de los casos― en unos espaguetis al pesto, deliciosos al inicio y aburridos al final. Por suerte esto no ocurrió nunca y todavía las disfruto mucho todas.
Lo que le pasa a este disco es que no está equilibrado. Tiene dos clases de temas: los que aparecen completamente escorados hacia dentro, hacia un lugar donde hay algún tipo de pena, y los que no, los que tienen cierta estabilidad en el rumbo. Estoy seguro de que esto tiene una explicación tonal bárbara, pero como yo no sé de eso tengo que buscarme la vida en el territorio inconstante de la emoción. Los que más me gustan, los que me hacen hablar hoy de este álbum, pertenecen al primer grupo: Ram On, Dear Boy, Heart of The Country, Monkberry Moon Delight y The Back Seat of My Car. Salvo este último, ninguno fue lanzado como sencillo. La gente de Apple Records iba evidentemente por un sendero opuesto al mío. Creyeron ―y no puede decirse que se hayan equivocado― que donde estaban los piticlines era en las canciones de la otra clase, como Uncle Albert / Admiral Halsey o Eat at Home, que están muy bien pero no llegan a camuflar la peste de los portales de Belascoaín, ni debilitan la consecución ritual de tu zancada mientras bajas por esa calle centrohabanera con la vista fija en el mar.
¿Saben qué es lo que hace a Paul McCartney distinto al resto de los hacedores de canciones del mundo mundial? Que nadie puede fabricar una melodía más sencilla sin que se cuestione su habilidad compositiva. Las tonadas del ex-Beatles son la frontera misma entre un tema “serio” y la cantinela improvisada que tarareaba mi madre para que yo me durmiera. Ya no pueden ser más simples, han sido completamente des-tuneadas, si les quitas una gangarria más dejan de ser canción. Paul sabe exactamente dónde está ese punto donde se equilibra el universo. La providencia colocó el mapa del tesoro en su cabeza, por eso les gusta a todos: a los gitanos con pulsera y a los ascetas; por eso cuando alguien te dice “no, a mí no me gusta”, lo primero que te viene a la mente es que estás conversando con un robot desalmado o que te están quemando. Me imagino que su proceso creativo sea como un juego de jenga: arma la torre primero, y luego la va despojando del sobrante hasta que solo queda la cantidad de elementos precisa para que la estructura no se venga abajo. La clave está en que Paul nunca llega a quitar el último bloque. El resto de los mortales, o bien retira la última pieza y ahí termina el juego, o bien cree que la torre ya va a caer, cuando en realidad todavía se le pueden sacar dos o tres ortoedros.
El protagonismo melódico en las canciones de McCartney es muy marcado. Parecen hechas específicamente para el tarareo. Este hombre es un magnate de la producción de silbidos de ducha y taller. Pero eso no significa ni por asomo que funcionen igual sin la letra. El mismo Paul se fue con la de trapo y, con el seudónimo de Percy “Thrills” Thrillington, sacó en el ’77 una espantosa versión instrumental del Ram in extenso: Thrillington, que, claro está, fue un fracaso de crítica y ventas. Y es que ya se sabe que la canción es una masa indivisible, o divisible solo por motivos estrictamente descriptivos. Al todo no lo componen una suma de partes, porque, sencillamente, estas partes no existen por sí solas; cuando lo hacen, entonces ya no hay todo. Monkberry Moon Delight, por ejemplo, es un temazo, pero solamente por la participación armónica de cada uno de los elementos que lo componen. La letra es un sinsentido a lo I Am the Walrus, un espantapájaros hecho de retazos, sobre la marcha, que no pasa de ser una anécdota divertida; sin embargo, si la retiras, como hizo Percy Thrillington, entonces lo que queda es una seguidilla sin ton ni son que no le interesa a nadie. La cosa funciona porque Paul canta esa melodía, con su voz rajada de tío bonachón, y al mismo tiempo articula estas palabras: “So I stood with a knot in my stomach, / and I gazed at that terrible sight / of two youngsters concealed in a barrel / smoking monkberry moon delight”.
Paul McCartney morirá pronto, como ha ido muriendo tanta gente única del pasado. Ese día una gran parte de los equipos de música del mundo van a estar reproduciendo su voz, su rostro se verá en cuanto noticiero haya y cuando escribamos una letra “P” en el buscador de Google, la primera sugerencia que veremos dirá: “Paul McCartney muerte”. Yo también ―como hice con Bowie, Krahe y Santiago― le rezaré mi réquiem anónimo, que será poner este disco de arriba abajo.
Me voy con Martí, con este fragmento de la presentación que hizo a sus Versos Sencillos, donde se pregunta: “¿Por qué se publica esta sencillez, escrita como jugando (…)? ¿(…) a qué exhibir ahora, con ocasión de estas flores silvestres, un curso de mi poética, y decir por qué repito un consonante de propósito, o los gradúo o agrupo de modo que vayan por la vista y el oído al sentimiento, o salto por ellos, cuando no pide rimas ni soporta repujos la idea tumultuosa?”.