
Miguel Hernández
Este álbum maravilloso es el pretexto de hoy. Me despeino temprano: Serrat es el más grande cantor en español. Olvídense de Sabina, Silvio, y toda la tropa. Este es el hombre. Ya lo dije, y ya afilé mi paraguayo, por si alguien quiere combate.
Si a usted le resbala la afirmación anterior puede saltarse esta parte, e ir directamente al sexto párrafo. En cambio, si le parece precipitada y carente de rigor científico, si le produce algún tipo de escozor que un comemierda cualquiera diga semejante barbaridad sin ningún pudor, entonces, por favor, quédese por aquí, que quizás le interese la perogrullada que estoy a punto de decir.
Cuando hablamos de música, o de cualquier manifestación artística, el empleo de expresiones como mejor, peor, malo, bueno, lo más, lo menos, son exclusivamente recursos de estilo. Si X dice: “Chucho Valdés es el mejor pianista del mundo”, eso no afecta en forma alguna ni al de Quivicán, ni al resto de los pianistas, ni al mundo. Chucho será exactamente el mismo tipo de pianista antes y después de la frase. Lo que X está diciendo es que Chucho es un virtuoso de la puta madre, y no encuentra en el lenguaje otra herramienta a la altura de la clase de pianista que es, que no sea decir que es el mejor.
La evaluación objetiva del hecho artístico es a la realidad una mentira tan grande como que Dios existe (Dios en sí, el señor mayor de barba, no la idea de Él, que es inherente al ser humano). Yo lo he hecho, todos lo hacemos. Bueno, malo, mejor y peor, son solo un pacto, un descanso que nos hemos inventado porque hay que hablar, ¿no?, hay que seguir viviendo; pero esto no significa que existan, que tengan efecto sobre la realidad, que Chucho sea realmente el mejor. Ningún suceso estético es mejor que otro. Hay espacios donde estos conceptos sí funcionan, sí reflejan un estado de cosas más o menos real (el grafito es mejor conductor térmico que el cobre, la luz es lo más rápido), pero no en el lenguaje del arte. No entender esto constituye el primer paso en el camino de la censura, la cual se produce porque alguien, desde una posición de poder, cree que esto es malo o aquello es bueno; por eso la censura es esencialmente un acto de negación de la realidad.
Si yo asumo la afirmación de X como cierta, entonces, de algún modo, estoy creyendo que X ha escuchado a todos los pianistas del mundo y, además, posee una especie de molde de “mejor pianista” en el que los ha metido para comprobar que Chucho es el que más se ajusta. Si, en cambio, considero tal sentencia como un error, entonces también estoy diciendo que el molde no lo tiene X, sino que está en mi posesión. Es decir, la única forma de que mejor, peor, bueno y malo modifiquen la realidad es si aceptamos la existencia del molde, la existencia de un peldaño estético superior a cualquier artista, una entidad ubicada por encima del individuo, que establezca cuándo se es mejor que o peor que. Esto es, ni más ni menos, Dios. Así que si usted cree en Él puede olvidarse de todo lo que he dicho, porque ahí no hay arreglo; haga como que esto no sucedió. Ahora, si es de los que (como yo) cree que el ser humano está solo consigo, no me venga con que lo que dije arriba de Serrat es muy atrevido, o que no es verdad.
Lo que sí es verdad es que Serrat le gusta a la manicuri del pueblo y al adolescente radical fumador de porros del barrio gótico de Barcelona. Yo he visto canciones suyas lo mismo en variados románticos junto a José Luis Perales, Rafael y esta gente, que compartiendo espacio virtual con lo más avant-garde de la canción de autor cool. Nadie en este idioma hace eso (Pablo Milanés se acomoda en su silla mientras lee).
Esto que hizo Serrat en 1972 con los poemas de Miguel Hernández no se le hace a un hombre. Es un disco que hay que oír sentado, o acostado si se quiere, pero nunca de pie, porque por muy durito que uno se ponga, en algún momento la gravedad le va a ganar a tus rodillas. A mí me pasó en el pre, la primera, o quizás la segunda vez que escuché Elegía, por no parar la música allí mismo cuando el Nano dijo: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería”; luego en un banco de la plaza Cadenas, con unos audífonos prestados, cuando llegó el final de Umbrío por la pena: “No podrá con la pena mi persona, / circundada de penas y de cardos. / ¡Cuánto penar para morirse uno!”; también en la última butaca del Movistar Arena de Villa Crespo, Buenos Aires, viéndolo cantar las Nanas de la cebolla; y hace un rato, fregando, nada más sonar los primeros compases de El niño yuntero, que es la que más me trabaja la médula espinal.
El hijo de Ángeles y de Josep lee los poemas de Miguel Hernández de una manera que constituye un verdadero ensayo de interpretación. Ningún estudioso de la generación del ’36 lo ha hecho mejor que él. Entre Serrat musicalizando a su compatriota, y Pablo haciendo lo mismo con Martí, les van a quitar el trabajo a los críticos y profesores de literatura. La palabra y la música ajustan con una perfección que asombra (pocas veces me he sentido yo tan cómodo al usar el vocablo perfección). Cada una encuentra en la otra su hueco, su nicho en el orden universal, donde quedarse a vivir para siempre. Tanto en la canción como en el verso, la emoción es la misma, como si no mediase tiempo entre ellas, como si el autor de Perito en lunas hubiera escrito esos poemas sentado en el suelo, en una esquina del estudio de grabación, y se los hubiera entregado al del Poble-Sec, según los iba terminando, en un papelito estrujado, justo antes de que este los comenzara a cantar.
Aquí en Cuba tú tocas un piano y ya te dicen maestro, pero olvidémonos de eso por un segundo. A Joan Manuel Serrat medio mundo le dice así, y no creo que a él le guste, pero es que hay palabras que les quedan mejor a algunos.
¡Ah! Lo que decía al principio no es del todo exacto. Lo siento. El Nano no es el más grande cantor en español. Es el más grande en español y en catalán