
La Habana está de bala
No sé si este disco se llegó a editar en físico. Frank Delgado, entre los topos, es el que menos suerte ha tenido de cara al estudio. Tuvo que ver con mil cosas de las que yo no llego a imaginarme ni la tercera parte, pero no con su calidad como artista. No va por ahí. Esa le sobra. Su postura política, un nombre propio que se colocó en una canción, caer mal a quien se debía caer bien, decir cuando se debió callar y lo contrario, son algunas variables que podrían tenerse en cuenta para averiguarlo; aunque igualmente no creo que hubiese tenido el menor chance incluso con todos los elementos a su favor.
Frank ha sido siempre un outsider. El más ecléctico de la trova cubana. Muy localista para el universo, muy universal para el caserío. Muy comunista para Miami, muy disidente para la Egrem. Muy negro para los blancos, muy blanco para los negros. Él mismo lo reconoce en este concierto, en una de sus acostumbradas charlas que nos pretende pasar por espontáneas, pero todo el mundo sabe que se las aprendió de memoria antes—tan pillo—: “… siempre estuve fuera de los ciclos de la trova (…). Casi nunca coincido, por eso ahora canto lo que me sale de adentro”.
Como la mayoría, yo empecé a configurar mis propias posiciones políticas (y de todo tipo, lo que ahora quiero hablar de política) en la adolescencia, específicamente entre los años 2003 y 2006, que fueron los del pre. Cuando entré era rojito rojito. Tenía dos ídolos: Israel Rojas y el Che. Detrás de la puerta de mi cuarto había varias fotos del argentino. No era el mural de la emulación; quien estaba ahí lo estaba porque yo había decidido que fuera así, nadie me obligó a colocar nada, aunque sí hubo una única sugerencia externa al comité de canonización que yo presidía y del cual era único miembro.
El puro vio que había pegado las fotos del Che y un día me sorprendió con dos de Fidel joven, recortadas de algún periódico, para que las añadiera: en una sostenía un bate de béisbol y de la otra no me acuerdo bien, pero sí que estaba joven. Las puse de buena gana, pero recuerdo que tuve una rara sensación de asombro. No por las imágenes, ni por la participación del viejo en el montaje de mi altar adolescente; lo que me extrañaba era que no se me hubiese ocurrido a mí antes, porque en el 2003 yo todavía amaba a Fidel. Mi inconsciente sabía más de mí que yo.
Dos o tres años después me quedé sin espacio en la puerta para pegar más fotos, y tuve que decidirme a retirar algunas. Esas dos fueron las primeras que quité. Me preparé para una discusión con mi padre, pero nunca ocurrió; no por este motivo. Hizo la vista gorda cuando vio los dos espacios rectangulares en la puerta, que recordaban que esta había sido blanca alguna vez.
También tenía varias libretas donde pegaba fotos de los integrantes de los equipos Cuba de béisbol. Una libreta por evento. Olimpiadas de Sidney, Mundial de Taipéi, Copa Intercontinental en Cuba, Panamericanos de Santo Domingo, y así. Algunas todavía las guardo con categoría de tesoro. Cuando un pelotero “se iba” escribía una letra “t” mayúscula debajo de la foto, de “traidor”. Ese era yo antes de Frank Delgado.
Es muy difícil precisar con exactitud cuándo empecé a expulsar el veneno (“empecé”, ojo, porque ese proceso no se ha detenido, ni lo hará), pero sí recuerdo bien dos hechos que tuvieron que ver con esto. Uno fue que comencé a posicionarme del lado contrario al que habitualmente lo hacía en las discusiones en el albergue, a raíz del cese de circulación del dólar americano a finales de 2004; y el otro fue escuchar los discos Trovatur y La Habana está de bala, sobre todo este, y sobre todo Si el Che viviera.
Se la puse al puro un día, bajito. No le gustó. Se enojó. Me dijo que no se la volviera a poner. Era normal; la canción le daba miedo. A mí también, pero yo llevaba la ventaja de tener 15 años.
La canción daba miedo no por lo que decía del pasado, sino por lo que decía del presente. No por lo que decía del Che, sino por lo que decía de Fidel. Fue mucho el desorden que me generó este tema. Una genuina batalla ética conmigo. Recuerdo que no entendía por qué Frank cantaba: “Si el Che viviera fuera un ornamento sin talento; un represor del sentimiento; alguna escoria, que viviendo de su historia inmoviliza las ideas (…) y no quisiera ser como él, si el Che viviera”, cuando antes, presentando la canción, había proclamado: “… hay gente que la ha entendido al revés, yo realmente hice la canción a la izquierda”. Para mí en ese momento dos discursos así no podían ser emitidos por la misma persona: o algo andaba mal con la persona, o algo andaba mal con el discurso. ¿Dónde estaba yo entonces? ¿Entre quienes la habían entendido al revés?
Yo estaba en la izquierda; quería estar en la izquierda, lo que pasaba era que la izquierda no era lo que yo creía. De eso me enteré después.
Continué desmontando mitos, al tiempo que quitaba fotos de la puerta de mi cuarto y ponía otras nuevas, hasta que el número de espacios vacíos superó al de las imágenes y decidí terminar con el altar y repintar la puerta de blanco. Entre las últimas instantáneas había varias del Che y una de Frank Delgado.