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El disco rayado Grace. Diseño: Jennifer Ancízar / Magazine AM:PM. Grace. Diseño: Jennifer Ancízar / Magazine AM:PM.

Grace

Las primeras ediciones de este álbum publicado en 1994 terminaban en Dream Brother, contenían 10 temas y dejaban fuera a Forget Her, que fue incluido en versiones posteriores como undécimo y último track. Comienzo hoy por ahí mismo, no sea que se me vaya a olvidar también, como les ocurrió inexplicablemente a Jeff Buckley y su equipo de producción, ahorrándoles así no pocos llantos a los tristes desamorados de la época.

El núcleo conflictual de Forget Her es quizás el más trillado, más cursi, y más condenadamente exitoso que el hombre se haya inventado desde que encontró divertido el acto de contar cosas a otro que escucha y quiere que le cuenten (yo no sé cómo todavía hay gente que dice “no, eso no, porque ya de eso habló fulanito en tal lugar”). Es este: X no puede sacarse de la cabeza a Y, a quien ama que se muere y por circunstancias variables del cruel destino no puede (o no debe) tener. Una canción como Forget Her te va a destruir en proporción directa a lo cerca que andes de la hipótesis anterior. Por eso a mí me emociona pero no me noquea, porque este disco me lo mostró un día mi jevita, cuando estaba empezando a serlo, y ya luego no tuve más chance de extrañar así a alguien, que es lo que más extraño de la soltería.

Muchas de estas canciones se han utilizado en series americanas folletinescas y películas snob del mismo corte. Lógico, ¿no? Con un timbre tan dulce. Creo que esa disposición melódica novelera de Jeff Buckley es la causa principal. Tiende al drama azucarado, a llevarse la mano derecha a la frente, con la palma hacia el mundo terrible, y la izquierda al pecho, adonde está el dolor; como Almodóvar, o la más reciente Mon Laferte. Es un gesto que no siempre funciona. Ahí están todos esos sufridores encartonados, que lucirán muy bien en el videoclip, pero no le venden la lágrima a ningún cantinero con experiencia. El chico nacido en Anaheim no es de esos. Sus canciones de amor y desamor son auténticas canciones “de borracho”, los únicos que, cuando andan enamorados o despechados, entienden, y no les parece cheo, este idioma: “Don’t fool yourself, / she was heartache from the moment that you met her./ My heart is frozen still / as I try to find the will to forget her”.

No sé si quedarme con el intérprete o el compositor. “El intérprete, siempre” —dirán, así, rápido— porque hay pocos tan grandes como él. Y yo estaré de acuerdo por un rato. Tendré que estar de acuerdo cuando pienso en su rango vocal extremo, en la textura de su voz, en ese swing de blanquito rico al entonar el estribillo de Dream Brother, en su virtud de transformarse en rockstar majadero, siendo monje devoto, o en sus memorables versiones de Hallelujah y, sobre todo, Lilac Wine (quizás la pieza que más me gusta del álbum, por si a alguien le interesa, y que contiene un instante inolvidable alrededor del minuto 3:25, cuando a Jeff se le agua la voz, porque ya no se le pueden aguar más los ojos sin llorar, y dice: “…or am I just going crazy, dear?”). Tendré que estar de acuerdo porque el intérprete se comió al compositor, porque él los puede cantar a todos, pero hay que tenerse mucha confianza para intentarlo con un tema suyo. Sin embargo, basta escuchar Mojo Pin o Grace, los temas iniciales del disco, para no estar tan seguro sobre cuál de los dos Buckley prefiero.

El corte que abre el disco, como tal, es un acierto, porque permite que el cantante muestre sus recursos con libertad. Comienza al nivel del mar, bajito, susurrante, falsetero, y termina donde ya hay menos oxígeno, agitado, estridente. Pero esto no ocurre de una; en el camino hubo cambios de ritmo, descansos y, como pasa en las rutas de ascenso a algunas montañas (la que te lleva al Pico Turquino desde Granma, por ejemplo), una perturbadora cantidad de lomas abajo, para estar subiendo. No tiene una estructura clásica, se deja ir, como si se tratara de una zapada, de un ensayo, y eso es un gesto soberbio, vestir a la dificultad con la ropa ancha y cómoda de la desenvoltura.

El otro, Grace, primer sencillo del fonograma y quizás la canción más importante de la carrera de Jeff Buckley, certifica su madurez como compositor. El libreto emotivo de esta pista está muy bien escrito, administra la intensidad con precisión métrica, sabe cuándo y cuánto abrir y cerrar la bureta dependiendo de lo que el corazón de uno reclama. Esto, a primera vista, es consecuencia del arreglo, principal aliado de un intérprete así, porque es quien le dice “para”, “falsetea”, “ahora ralentiza”, “ahora grita como si mañana fuera ilegal tener una voz”, “vamos a añadir unas cuerdas goteando aquí en el 2:23”; pero también se debe a la canción por sí, a su anatomía melódica y lírica. El movimiento de colocar al núcleo enunciativo del tema —que es esta frase: “… and the rain is falling and I believe my time has come. / It reminds me of the pain I might leave, leave behind”— al final de la segunda estrofa, justo donde termina el discurso lineal, es una treta de consagrado. Grace, como relato, termina ahí, en el minuto 2:40, cuando Jeff dice eso. Luego viene el puente, donde se repite la última parte de la frase, antes de que comience una aparente tercera estrofa, que no es más que una especie de improvisación, al estilo de la música popular cubana (salvando las distancias), permitiendo el lucimiento del intérprete, pero desde lo narrativo lo que hace es machacar sobre informaciones que ya tenemos. Hacer que el enunciado, el espacio bruto donde reside el espíritu entero de la obra, coincida con su pico emotivo, es sumamente difícil, solo los grandes saben hacerlo. Aquí, creo, Jeff Buckley lo logra.

La religiosidad es otra característica suya que se verifica en el disco. No la religiosidad pacata de tu abuela, claro. No confundir. En su obra muchas veces se percibe, incluso cuando no toca el tema de forma manifiesta, una disposición litúrgica. Por ejemplo en Lover, You Should’ve Come Over, que comienza con una frase de órgano y remite de inmediato a algún tipo de ritual sacro que identificamos muy pronto (cuando Jeff empieza a cantar) como un funeral; y luego, en el segmento que repite una y otra vez las palabras “It’s never over”, donde el solista se posiciona delante de un coro con evidente aliento góspel, como si estuviésemos participando en una de esas misas moviditas que dan en muchas iglesias de Estados Unidos. La más clara aproximación religiosa del álbum está, por supuesto, en Corpus Christi Carol, que bien podría subtitularse De cómo un himno medieval se moderniza hasta doblarte las piernas, incrédulo chico noventero.

El tema que menos me gusta es Eternal Life, un rock alternativo clásico de la época. Quizás en un disco de Smashing Pumpkins no lo habría notado, pero aquí parece un forastero que recién entra al bar del pueblo. Aunque sí añade colores distintos al lienzo, y eso no puede ser malo.

Por último, recomiendo dos escenas instrumentales del álbum. Una es el solo de guitarra ruidoso de So Real, que no tiene nada del otro mundo pero me gusta porque… no sé, ponle que parece el aleteo de una mosca gigante. Y el otro es el arpegio suave a tres cuartos de Hallelujah, obra maestra (la canción y el cover) en la que no quiero meterme mucho ahora, porque tendría que hablar de Leonard Cohen, y a papá Leonardo le dedicaré otro momento, supongo. Si hay la cantidad de silencio adecuada, ese breve pasaje guitarrero que comienza en el minuto 4:32 puede ser una experiencia trascendente, volviendo al tema de la religiosidad en Jeff Buckley (que aquí también está). El volumen de la viola se vuelve casi inaudible, invitando al oyente a prestar atención completa, a no contaminar el episodio, a detenerse y pensar en el vocablo hebreo que titula la pieza y ejerce de estribillo, y que hemos venido repitiendo casi mecánicamente. Justo de eso quiere asegurarse el arreglo al colocar este momento instrumental antes de la última recta del tema: que no sigamos repitiendo el rezo como papagayos sin haberlo entendido y hecho nuestro antes.

Por si alguien no lo sabe a estas alturas, Jeff Buckley murió ahogado en un río cerca de Memphis tres años después de la publicación de este disco, que fue, poco más, poco menos, el único enser que había en su casa cuando llegó el albacea a repartir. Bueno, ahí lo dejo, que ya fue mucho.

foto de avatar Carlos M. Mérida Oidor. Coleccionista sin espacio. Leguleyo. Temeroso de las abejas y de los vientos huracanados. Más publicaciones

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