
Dirt
Prometí hablar del Dirt (Columbia Records, 1992), y aquí estamos.
Antes de pinchar este disco asegúrense de que los audífonos o el equipo de música estén a un volumen moderado, porque alguien podría perforarse un tímpano o caer un búcaro en la sala. No tiene obertura; cuando rompe Them Bones: “Ahh!!”, ya estamos hasta el cuello de fango, y nos tomará casi una hora salir del pantano, sobre todo porque no querremos hacerlo.
Ese rugido inicial es un despertador; no de los digitales que arrancan bajito y se van volviendo cansinos poco a poco, ni tu mamá primero acariciándote el pie, dándote un beso en la sien y susurrando “vamos, mi niño”; sino de los viejos, los que se valen del sobresalto para sacarte del sueño, el profesor de guardia gritón encendiendo la luz del albergue y destapándote con un gesto brusco a las seis de la mañana. Es una broma pesada que alguien coló en la playlist de la fiesta de 15de tu vecinita fresa. Los de Seattle, al elegir un opening tan estruendoso y directo, están reclamando nuestra atención inmediata y completa: “Mira nene, escúchame bien, que te voy a decir algo”. No les interesa dorarnos la píldora; no se gastan, ya es muy tarde, el mal sabor saldrá de cualquier manera.
Este es por mucho el mejor álbum de Alice in Chains, y uno de los más espectaculares de la historia del rock. Conceptual, casi monotemático, cuenta ―como si fuera un guion de cine negro de los ʼ40― la historia de un antihéroe que, sustituyendo el sombrero de fieltro y el revólver por la cuchara y la jeringa, es arrastrado al fondo del pozo por una femme fatale seductora y astuta, pero mucho más destructiva que cualquier Gilda del mundo. Creo que nos da tiempo de conversar un poco antes de que empiece la película.
Jerry Cantrell fue siempre el corazón de este grupo, sin discusión. Olvídense; sin él no hay Alice in Chains. La voz inimitable de Layne Staley los colocó en la estratosfera, pero la verdad es que no los definió; el sonido de la guitarra y los arreglos vocales lo hicieron. Alice in Chains continuó siendo una banda más que decente, y no se le borró la huella digital luego de la muerte de su vocalista histórico en el 2002. ¿Ah, que no es lo mismo? Claro que no. Nada es lo mismo que Layne Staley. Lo que quiero decir es que si estás en la cocina trajinando con el televisor encendido, y en un programa musical del Canal Educativo ―de esos en los que lo mismo te tiran a David Bisbal que a Metallica― pasan un concierto de ellos, tú sabes ―sin tener que asomar la cabeza a ver―que se trata de Alice in Chains antes de que cante nadie, y eso es culpa del hombre de la cabellera más hermosa del rock and roll (con el perdón de Rick Wakeman).
El grunge es un movimiento fácilmente localizable en términos de espacio y tiempo (Seattle, segunda mitad de los ʼ80, primera de los ʼ90), pero no tanto cuando se trata del estilo. A mí, salvo por la autodestrucción y las camisas a cuadros, me cuesta meter a Nirvana y a Alice in Chains en el mismo saco. La cantidad de segundos que emplea Dave Grohl en impactar dos veces el centro del parche de la caja con la baqueta que sostiene en su mano izquierda, es diez veces menor a la que utiliza Sean Kinney para la misma maniobra. Por eso este último es el baterista menos sudado del género y por eso, también, nos inclinamos hacia delante con Smells Like Teen Spirit o Lithium, eufóricos; y hacia atrás con Rain When I Die o Junkhead, pesarosos. Esa lentitud paquidérmica es otra de las señas de Alice in Chains, y fue en este álbum donde se configuró para siempre. El tempo en la mayoría de los temas no es maquinal o instintivo, no sale solo, el cuerpo no tiende a él; es un tempo reflexivamente lento, contra-natura, como el de ciertas canciones de Los Van Van. Fanático de Alice in Chains que se respete ha perdido la paciencia en alguna ocasión y ha arrancado en falso, empezando a gritar cuando Layne Staley dice por primera vez: “Here they come to snuff the rooster…”.
Cuando yo estaba descubriendo esta banda hace un poco más de diez años, lo primero que me hizo cosquillas, antes que el sonido heavy de la guitarra de Cantrell y las virtudes interpretativas de Staley, fue el contrato tímbrico tan hermoso que firmaron los dos. Sus voces parecieran hechas la una para la otra; son timbres siameses, simbióticos, como los de Paul Simon y su fiel compañero Art Garfunkel; llega un momento en que sus límites se desdibujan, y entonces uno toma del otro y viceversa: por fuera permanece el mismo sonido, pero por dentro ocurre lo que les ocurrió al Quijote y a Sancho, con la sinrazón de uno y el pragmatismo del otro. Vayan al inicio de Down in a Hole, y derrítanse cuando los colegas esos cantan: “Bury me softly in this womb”.
Hablemos, ahora sí, de suciedad. Hay quien dice que Layne Staley se picaba en esta época hasta en el estudio de grabación, y lo creo. Él fue el principal letrista del álbum y solo hablaba de una cosa: su adicción a la heroína, que ya ―diez años antes de que terminara de acabar con él― lo venía maltratando.
La verdad, yo no creo que los Alice in Chains se hayan propuesto hacer de este un álbum conceptual; sin embargo, la narrativa del disco está tan bien lograda que terminaron, inconscientemente, dándole este carácter. Terminaron contando una historia de lo más atractiva, redondita, con moraleja y todo, sobre un tipo hundido en su adicción. Esto, en una primera lectura, de superficie, pero si nos zambullimos un poquito, encontraremos un relato mucho más interesante: el del individuo que confunde la realidad con su metáfora, al hombre con su personaje.
Con 13 temas, el fonograma puede dividirse en dos zonas muy bien definidas: desde el inicio hasta la pista siete, y desde la octava hasta el final. Cuando termina Junkhead hay un entreacto: se cierra el telón, la gente va al baño y los fumadores calman su mono en el pasillo. Es una lástima que en la edición LP ―probablemente por razones de espacio―esta pieza no cierre el lado A, y haya tenido que ser ubicada abriendo el reverso del vinilo, lo cual desdice bastante el esquema narrativo.
Este disco es famoso por su oscuridad y su acento depre, pero esa bien ganada reputación no es ―al menos en grado principal―consecuencia de los temas del primer bloque. Cierto que allí se encuentran cortes como Down in a Hole y Sickman, que ya desde los títulos es fácil darse cuenta de que ese no es el lugar donde viven los ositos cariñositos; pero cuando la cosa se empieza a poner realmente seria, donde nace el tufo a orine, a mierda, a vómito y a hospital, es en Dirt. No es casualidad que el tema que titula el álbum haya sido ubicado tan detrás en el orden (octavo), lo cual no es muy común; esto obedece claramente a una intención expositiva, gestual. Como dije antes, no es que la banda se haya sentado con Dave Jerden, productor del álbum, y haya convenido sacar un disco súper elaborado desde la idea, tipo The Wall, pero sí que llegó un punto en que se vieron con unas cuantas canciones en la mano que, por su morfología, podían ser ordenadas de modo que contasen algo a coro, más allá de lo que contaban por sí.
En la primera parte, el protagonista de este relato aparece llevando una vida bastante “normal”; con las desazones, miedos y furias comunes de la edad, pero una vida donde todavía caben el desamor (Rain When I Die), la guerra (Rooster), la preocupación por la muerte (Them Bones), el sexo (Down in a Hole) y la guapería naif “me como el mundo, no importa lo que digan” (Dam That River). En los dos temas en los que el narrador-personaje habla abiertamente de su adicción y sus consecuencias, lo hace desde una posición desafiante, orgullosa; su enganche y su depresión todavía les parecen cool a los amigos del barrio y a las jevitas del instituto. Fíjense cómo en Sickman, con todo y el bajón existencial, escuchamos: “What’s the difference? I’ll die”. Esa es la clásica actitud del mocoso irresponsable, que se acentúa en Junkhead: “(…) we are anelite race of ourown: the stoners, junkies and freaks. Are you happy? I am, man; content and fully aware”. Así termina la primera parte, con un protagonista arrogante, cachondo con su yonquedad; ni siquiera le interesa si su adicción es controlable. El hombre se siente bien con el personaje, la frontera entre la realidad y la versión pacotillera de esta han desaparecido de su radar. Entiende (y se equivoca) que lo que él cree que quiere ser, es lo que verdaderamente es; nos ha pasado a todos.
Cuando el telón sube nuevamente, nos encontramos con un sujeto gastado y vencido, que nos dice, sin maquillaje, a través de la voz espeluznante de Layne Staley: “I have never felt such frustration or lack of self control. I want you to kill me and dig me under. I wanna live no more”. Es, además, un sujeto capaz de pensarse a sí mismo: “One who doesn’t care in one who shouldn’t be. I’ve tried to hide myself from what is wrong for me”. Ha madurado, el picnic yonqui ya no es tan divertido, por eso declara en Hate to Feel, tema sensualísimo agazapado en la antepenúltima butaca del disco: “(…)[I] got to get pincushion medicine. [I] Used to be curious; now the shit’s sustenance”.
Durante la segunda parte asistimos a esta toma de conciencia; el personaje sabe del lío grueso en el que se ha metido él solito y del cual será muy difícil escapar. Este bloque está repleto de ataques de sinceridad de una hermosa y conmovedora tristeza, como este: “All this time I swore I’d never be like my oldman. What the hey It’s time to face exactly what I am”; o este otro, en el que el protagonista, asqueado de sí, dice: “Stare at me with empty eyes and point your words at me. Mirror on the wall will show you what you’re scared to see”.
El clímax del argumento llega con Angry Chair, la penúltima pista, donde se va a decidir si nuestro protagonista se salva o no. Yo vi la película en el 2008, o sea, ya me sabía el final, pero no por eso dejó de emocionarme. Lo que me tira de plano en el sofá del desaliento son las primeras palabras de este tema. Cuando yo a mi chama tenga que darle un discursito educativo sobre el peligro de las drogas duras como la heroína, no voy a hablar mucho; voy a poner, en cambio, el video del MTV Unplugged (Columbia Records, 1996) de Alice in Chains, y le voy a dar fast forward hasta que Cantrell y Staley, con sus voces de funeraria, mutuamente contaminadas, entonen: “Sitting on an angry chair. Angry walls that steal the air”.
Would? es el cierre de la historia. Es evidente su sabor conclusivo, de recuento, de juicio. En el estribillo se escucha: “So, I made a big mistake. Try to see it once my way”; y en las últimas palabras del tema, que son a su vez las del álbum, el narrador se/nos pregunta: “Am I wrong? Have I run too far to get home? Have I gone, left you here alone? If I would, could you?”.A mí ni me miren; pregúntenle a la muchacha de la portada, semi-hundida en el pantano, con una expresión de aparente alivio, de muerte.