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El disco rayado Diseño: Jennifer Ancizar a partir de la portada de Cuatro Caminos Diseño: Jennifer Ancizar a partir de la portada de Cuatro Caminos

Cuatro Caminos

Excepto por su versión de No Controles ―que conocí porque a un socio del pre le gustaba, solo por el hecho de que contenía, según él, un pequeño tributo a One, de Metallica― los Café Tacvba me eran desconocidos cuando dieron su concierto en La Habana en 2009. Una semana antes se me pudo ver reproduciendo este disco de forma continua, porque no podía ser que yo no fuese capaz de corear al menos dos o tres temas durante el recital, ¿qué iba a pensar la gente? Aunque al final no pude hacerlo, porque terminé mal oyendo desde el muro del malecón, como sucedió casi cada vez que alguien tocó en la aciaga Tribuna Antimperialista, la peor acústica del Caribe insular.

De cualquier modo, el concierto no me interesaba más que la muchacha que lo vio conmigo. Ni el álbum más que Eres, la sexta pista, himno latinoamericano que, llegado el momento, tendría que entonar para ella, mirándola, ignorando todo lo demás, o al menos todo lo que no tuviese una relación mínima, directa o indirecta, con sus ojos.

Lo primero (y tal vez lo único, pero no vayamos por ahí) que se le debe exigir a una canción de amor es que uno se la pueda cantar al suyo. Ya después de eso, si tenemos ganas, podemos decir algo. A los personajes de las canciones de amor siempre les corresponden individuos concretos, de carne y hueso, siempre están “basados en hechos reales”; pero individuo y personaje comparten ADN solo cuando quien canta o escucha es el autor. En el resto de los casos los protagonistas de la trama son tú y la persona que amas mientras suena la música. Los actores de esta novela tienen la habilidad de mimetizarse en todas las personas susceptibles de ser amadas. Un mismo tema, en etapas distintas de tu vida, podría hablar de la niña que te gustaba en quinto grado (a la que mortificabas y decías de todo menos lo que tenías que decirle, hasta que lloraba), de la profesora de inglés inalcanzable, o de la jevita con la que descargaste en una fiesta.

Siguiendo esta línea, Eres, de Emmanuel del Real, es una gran canción de amor. Lo es a pesar de su letra excesivamente edulcorada y repleta de lugares comunes, de su melodía simplona, y de que todo el mundo sepa que cuando los Cafetas la toquen, las luces van a enfocar a algún idiota arrodillado, proponiéndole matrimonio a su novia llorona. Es de este tipo de canciones únicas, hechas con no sé cuál material, que a uno puede no gustarle porque se cree muy avant-garde y eso, pero es el que permite que alguien se gaste un dinero en entradas, y se mande un viaje de kilómetros solamente por un tema del recital, y que por lo tanto, se sienta estafado si esa noche no lo interpretaron. Es una canción de amor en sentido estricto, de las que te parecen una estupidez romanticona de mierda hasta que te enamoras, y te pones romántico, estúpido, y lindo.

Escuchar este álbum en los días previos al concierto fue también fijarme en Rubén Albarrán. A muchos no les gusta su voz, seguramente los mismos a los que les resulta insoportable el timbre vocal de Geddy Lee, cantante de Rush. No es, ni uno ni otro, mi caso. Disfruto mucho a este flaco chaparro y esa cantidad de energía que mete ya sea en el estudio, en una arena frente a miles de personas o en el espacio minúsculo de un Tiny Desk Concert. Es, creo, uno de los mejores frontman activos de la peña roquera latinoamericana. Claro que su voz no es un juguito de pera. El que quiera hacer buena digestión que se compre un disco de Mariah Carey. Estamos en Ciudad de México y esta es la Chilanga Banda. Aquí nada baja suave. Esto es el infierno. Aquí hasta los juguitos de pera tourist-friendly arañan la garganta.

Rubén (Élfego Buendía para este registro) es un intérprete de primera. Su voz es una plastilina: sube, baja, se estira, se encoge. Todo lo que hace con ella lo quiere hacer, no le sale así nomás, como a otros. Chilla como un mariachi en pedo, bisbisea jerigonzas de feñas que ni tú ni yo entenderemos, se pone nasal, raja, falsetea. Monstruo. Este catálogo de manierismos vocales, esta hiperbolización del tono (a veces cerca de la caricatura), les da a sus interpretaciones una expresividad que escasea en otros sitios, culpable de que mucha gente (entre la que no me incluyo) prefiera el EP Vale Callampa­ ―donde la banda versiona cuatro canciones emblemáticas de Los Tres― a toda la discografía del grupo chileno. Desperté, un décimo corte de Cuatro Caminos (Universal Music, 2003), es un ejemplo, tanto de la vocación histriónica de Rubén, como de su ancha y profunda caja de herramientas.

La música de Café Tacvba debería escucharse bien. No les estoy pidiendo que vayan y compren unos audífonos Jabra de 200 dólares, pero menos de 128 kilobytes por segundo y una bocina bluetooth china de 15 CUC (precio de Cuba, en realidad cuesta 4) es una combinación que a esta banda le queda estrecha. Hay experiencias sonoras que no reclaman un audio decente. Café Tacvba no es de esas. Si no se puede, pues bueno, qué remedio, tampoco se acaba el mundo. Una buena canción no deja de serlo por escucharse mal. Peor que el sonido mediocre es el silencio aburrido de las fiestas de tu familia. Pero si ya oíste con baja calidad de audio, entonces no deberías cometer el error de cerrar el expediente Café Tacvba y adosarle la pegatina de“cosa juzgada”. Escucharlos mal es como leer una traducción: vas a entenderlo todo pero no podrás evitar pensar en lo que te estás perdiendo.

En esos días alrededor del recital en La Habana leí por primera vez que los llamaban los Radiohead latinos. Todavía en aquella época esta clase de comparaciones me ofendía. Ya no, aunque sí creo que son recursos comunicativos ineficaces, por no hablar de su mal aliento colonizante. Sin embargo, cuando escuché el álbum antes de sentarme a teclear, tuve que pensar en Thom Yorke y su tropa mientras sonaban Camino y Vereda (sobre todo en el inicio) y Encantamiento inútil. Porque la actividad económica que comparten estas dos bandazas es la venta de excursiones auditivas. El oyente, en ambos casos, parte hacia el bosque de sonidos, con su canasta de mimbre, a recolectar ruidos nuevos como setas. En el tour Cuatro Caminos, el primer hongo lo encontramos nada más bajar del autobús, en Cero y Uno, cuando abre el fonograma ese ronquido industrial, que pareciera ser la respiración de un cyborg, escuchada por él mismo mientras corre.

Uno de los momentos clave del disco, desde lo enunciativo, llega cuando en Eo, segundo track, Rubén nos dice: “Es que es el turno del sonido sonidero, ¡pura sensación!”. Esta línea opera como una alerta al usuario que llegó buscando letras significativas, profundas y poéticas. Aquí (en el álbum y en el estilo de la banda) las letras tienen una función accesoria, están subordinadas a la música, y específicamente al ritmo. Es una práctica que, si te sale bien ¡chapó!, el problema viene cuando algunos artistas la convierten en un mal hábito, y descuidan entonces las palabras, transformándolas en parches, en patas de mesa, en soluciones mecánicas.

Esto es lo que le ocurrió a Mediodía, que me parece uno de los cortes más flojitos del registro a pesar de que tuvo muy buena recepción. En la oración final se nota que Quique Rangel, autor del tema, precisó llenar el espacio sonoro con palabras, y no puede decirse que lo hizo mal, o al menos que lo hizo de una manera diferente a como lo venía haciendo, pero se nota, y eso basta. Y ya que empezamos con el chisme, también digo que esa canción es el lugar de Cuatro Caminos donde menos me gusta la voz de Rubén Albarrán, porque la trata de poner “linda”. Y lo peor es que no lo hace gratis, su afectación vocal cumple un rol narrativo: transmitir el sentimiento de supuesta fascinación contemplatoria del personaje, que observa desde su balcón las pequeñas cosas de la vida (los niños jugando, los pajaritos, y todas esas idioteces), feliz únicamente en apariencia, porque muy pronto sabremos que en realidad está solo y triste, pobrecito. Cuando se nos revela la verdad, entonces Rubén recupera su habitual voz de rana del pantano y nos dice: ¡Ja! Te engañé. Cada vez me cuesta más tragarme ese recurso “arjonero” de esconder información durante todo el tema para entregárnosla al final y sorprender. Porque en una novela de Agatha Christie, bueno, pasa, al final solo la lees una vez, ¿pero en una canción? Yo, amigos, casi siempre soluciono ese tema con el botón de skip.

Más allá de la mancha, este papel utilitario de lo lírico respecto a lo musical, está muy bien trabajado en términos generales. La mencionada Eo, Soy o Estoy, y el estribillo de Encantamiento Inútil son ejemplos evidentes. Las letras no dicen mucho, aunque te las aprendas de memoria para impresionar.Tampoco quieren decir. Dicen lo justo, lo que pide la música. Hay también esta otra clase de temas, ya no tan predominantemente rítmicos, más “cantables” (Eres, Qué pasará, Recuerdo Prestado), donde la letra tiene más luces encima, pero sin robarse el show, a los Tacvbos les sobra claridad y sensatez para saber que sus virtudes no van por ahí.

Para mí el álbum se habría podido terminar en Tomar el fresco, sin mucho problema. Por dos razones. La primera es que los tracks restantes (Hoy es y Hola Adiós) son los más intrascendentes, los pepinos de la ensalada. Aportan muy poco, desde la narrativa del disco (que tampoco es que haya mucha) y desde su individualidad. Lo saben Rubén, los hermanos Rangel, Gustavo Santaolalla, tú, yo, y el portero del estudio, ¿o ustedes creen que están ubicados allí al final por casualidad? Entiendo que el grupo no haya querido cerrarles la puerta, al final son también sus hijos, pero ¡coño! sepáralos, baraja un poco, pon uno aquí y otro allá, no sé, déjalos como bonus track, pero no me la pongas tan fácil, porque yo sencillamente termino la escucha en el tema 12 y gano ocho minutos con 42 segundos. Si quieres que les haga caso a las dos piezas más aburridas del registro tienes que disfrazarme la cosa, dorarme la píldora, porque el soso pepino no se puede comer sin sal, limón y aceite de oliva.

La otra razón es que tanto Tomar el fresco como Cero y Uno, que es el opening, tocan ideas conexas, a saber, la relación músico-oyente, estrella-fan, y sus consecuentes salpicaduras, como la irrealidad de sus mutuas representaciones (en el tema inicial se escucha: “Se necesita fe, saber que alguien escucha (…). Yo tampoco sé si existes en realidad”), y la des-personificación del artista por parte de sus seguidores, quienes muchas veces demandan de aquellos una entrega de obrero decimonónico en nombre del lugar supuestamente privilegiado que ocupan en el herbazal de la cultura celebrity. Observen lo que canta Rubén en esta duodécima pista: “Permíteme, quiero tomar el fresco (…). Llevamos trece años tocando ¿Qué te preocupa si voy a regresar? (…). Si no regreso no pasa nada, tarde o temprano alguien me viene a suplantar”. Habría sido quizás una jugada fina cerrar el álbum ahí, y de esa manera enganchar con el principio. Se habría ganado unidad conceptual.

Cuatro Caminos no está entre lo que más me gusta de Café Tacvba, pero fue lo primero que escuché y es, además, un gran disco. Mestizo, bastardo, como toda la música de este grupazo, de lo mejorcito que tenemos sonando todavía por el barrio. Por eso lamento tanto no haber disfrutado su concierto de 2009 en La Habana como se debía, por estar pendiente de los ojos de una muchacha que, nomás sonar los primero acordes de Eres, me dijo que esa canción le recordaba a su ex.

foto de avatar Carlos M. Mérida Oidor. Coleccionista sin espacio. Leguleyo. Temeroso de las abejas y de los vientos huracanados. Más publicaciones

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