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El disco rayado Aqualung. Diseño: Jennifer Ancízar / Magazine AM:PM. Aqualung. Diseño: Jennifer Ancízar / Magazine AM:PM.

Aqualung

Así como Deep Purple era en los ’70 la banda del órgano, Jethro Tull era la del hechicero loco de la flauta. Ian Anderson es uno de los frontman que más me pone, con su aspecto de homeless sabio primero (muy similar al de su famoso personaje, que aparece en la tapa, y al que me referiré más adelante) y de Hells Angel después, cuando ya el pelo se le cayó. Tiene de bardo gaélico, de conductor de orquesta sinfónica y de rockstar.

Jethro Tull me gusta tanto como las cosas que más me gustan. Mi cercanía, mi afinidad, es posesiva. Todos tenemos artistas que son más de nosotros que de los demás, como si el amor hacia ellos fuera un secreto. Es un tipo de amor que el mundo no espera de ti. Amor polizón, y por lo tanto, distinto. Lo normal es que se ame a Pink Floyd, a Los Beatles. Por eso, cuando descubres algo que te gusta tanto como lo que se supone más te debe gustar, te crees que eres tú solo el que ama, que los demás no se han dado cuenta, como la jevita que se fijó en el más flaco del piquete de mangones, que no es que no le gusten los Aquiles riquísimos esos, es que el flaco es el suyo; o como el chaval del barrio de Salamanca que le va al Atleti pese al dolor de su padre socio del Madrid de toda la vida.

¿Cómo me engancharon así esos sonidos de tan lejos? ¿Cómo a la claridad tropical chillona le caben la neblina celta y el páramo? ¿Cómo al babalawo le sirve el traje de druida? La Tierra es un planeta demasiado pequeño para que uno entre en el jueguito de la distancia.

El ritmo de Jethro Tull está en el vértice más lejano de lo bailable, como los o’changas de Gerardo Alfonso. A los compases solo se les puede caer detrás, pero nunca ir a su paso. Un ejemplo es My God, la séptima pista. Las acentuaciones discontinuas que hace el caballero Martin Barre con su viola —en este y otros temas— no permiten el movimiento rectilíneo uniforme, ni que uno alce los brazos y mueva la cabeza a lo concierto de Rolling Stones. Es un eterno coitus interruptus esto, rectificación constante. Cuando crees que agarraste el ritmo, entonces se produce un giro de 90 grados, y así sucesivamente, provocando picos emotivos a intervalos. La distorsión de la guitarra pareciera producir también una distorsión del tiempo.  Estos son (tiempo y distorsión) los protagonistas de My God, junto al silencio y a la voz de Ian Anderson —aparentemente (solo aparentemente) divorciada de todo lo demás. Ponchen el tema, si no las analogías chuecas estas no sirven para nada.

No estoy muy seguro de que el líder de esta banda sea suficientemente valorado como el letrista increíble que es. Debo estar mal yo. Debe ser una impresión causada por el hecho de que haya descubierto esa zona de Jethro Tull después. Les coloco dos muestras, tomadas del opening y tema central del álbum, retrato de la condición vital y social límite de un vagabundo llamado Aqualung (por todos menos —presumo— por sus padres). Pero antes, permítanme una muelita bizca.

Los mendigos, locos, borrachos, sin techo, que se granjean un espacio en la memoria colectiva de un lugar, nunca son llamados por su nombre, lo cual reafirma su status de “no-persona”, al decir de Reinaldo Arenas. Las no-personas valen nada. Si acaso valen como mitos, como anécdotas, pero a nadie le importan una naranja. Les tememos, más bien. Aguantamos la respiración cuando nos los cruzamos. Su peste amenaza la comodidad de nuestras narices. Nuestro instinto liberal burgués tenderá siempre al amurallamiento, a la preservación de la estabilidad económica, pero sobre todo moral. De ahí que por mucho destaque que tenga el mendigo, loco, borracho, sin techo; el que hace el cuento siempre olvidará su nombre, o lo dirá si lo conoce, pero a modo de viñeta intrascendente que el turista olvidará nomás le suelten el próximo dato histórico. Es más seguro así. Todo el mundo quiso al Caballero de París. Hasta estatua tiene. Pero nadie sabe quién es José María López Lledín.

Sigamos. Ian Anderson, al describir la circunstancia del personaje, dice: “Drying in the cold sun”. Hay sol, pero también hay un frío del carajo, y Aqualung, si se moja (porque estamos en Londres y en Londres llueve; mucho), tiene que secarse en ese sol, porque es lo menos frío que va a encontrar. De pinga. Una estrofa más adelante, nos suelta Anderson: “Spitting out pieces of his broken luck”. La palabra dientes no se menciona, porque los capos del verbo, para mostrar, esconden. Aqualung desprecia su suerte, la escupe. No se acostumbra a ser Aqualung. ¡Claro que no! Nadie se acostumbra a vivir así. Vivir así no es una cuestión de suerte, es una cuestión política. Muy equivocada está la gente de clase alta y media cuando creen (o parecen creer), pasándole la mano a su moral, que los pobres, de alguna manera, están acostumbrados a serlo. Muy equivocados estamos cuando decimos: “Yo no sé cómo la gente puede estar desde las siete hasta las 11 de la mañana en una cola para comprar un paquete de pollo”; o: “Yo no sé cómo pueden ir así en una guagua tan llena”. Como si la gente quisiera estar cuatro horas en una cola o viajar apretujada, como si no fuera más fácil pedir comida a domicilio o coger un taxi.

Pudiera pensarse que no hay juicios en la letra de esta canción, que lo que hay es solo la descripción de un estado de cosas, una “instantánea de la calle”, siguiendo a Fito Páez. Pero no. Todo discurso artístico lleva implícita una toma de partido moral, política, estética; está en su definición. Si usted no da con el manifiesto, el problema debería, a priori, ser suyo, o de que el discurso no es artístico. En esta pieza, Ian Anderson se coloca, indudablemente, del lado de Aqualung, en contra de las estructuras sociales que lo rechazan, que lo separan de la aldea humana. Fíjense si es así, que al narrador le importa menos la posible pedofilia de su personaje (“Sitting on a park bench / eyeing little girls with bad intent”) que tirarle a la moralidad tres por quilo del Salvation Army, a su caridad “a la mode” (cuando Anderson se refiere a esta organización, hace un giro vocal de evidente tono sarcástico). Los ojos con los que el cantante mira al vagabundo son de absoluta compasión, de dolorosa empatía (“You poor old sod, you see, it’s only me”). La mirada describe, sí, pero también juzga.

Lo mismo ocurre en el track siguiente Cross-Eyed Mary, esta vez con la protagonista de la historia, una prostituta adolescente que tiene tarifas altas para los barrios ricos y bajas para los pobres, lo cual la convierte en la “Robin Hood de Highgate”. Aquí a Anderson sí le interesa más hablar de lascivia (“[Mary] Gets no kicks from little boys / Would rather make it with a letching grey”). Esta lascivia, a diferencia de la de Aqualung, oprime, es una lascivia de contenido político.

Si siguen bajando el disco van a encontrar otros retratos y otras historias. Sacudan bien, revisen, que siempre encontrarán el cartel. Este es un álbum imprescindible; y la banda, otra de las músicas que me parcializa, que me nubla la vista, así que no me hagan caso si algún día nos toca discutir Jethro Tull esto o Jethro Tull aquello. Denme mute y sigan en lo suyo.

foto de avatar Carlos M. Mérida Oidor. Coleccionista sin espacio. Leguleyo. Temeroso de las abejas y de los vientos huracanados. Más publicaciones

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