
El alma es un plato que se come vivo (Béla Bartók, Romanian Folk Dances)
Primer movimiento: Bot tánc / Jocul cu bâtă [El hambre]
El sonido de Arthur Willner flotaba por una sala que estaba compuesta por cinco muebles, un piano, ocho personas y algunas plantas de interiores. La versión de las Romanian Folk Dances que estaba sonando era producto de la transcripción de Willner, por eso digo Ocho personas en lugar de Siete. Había alguien peculiar a mi lado, y con él sostenía yo una conversación cordial y un poco agradable. No era un sueño, pero se le parecía. Por entre el silencio y las voces comenzó a escabullirse el primer movimiento de las Danzas de Bartók, de manera perspicaz y envolvente. Alguien las puso y nos callamos. Y alguien más dijo Vamos a quitar eso.
Pero nadie se levantó a quitar eso.
—Bueno, pero ellas no tienen la culpa.
—Yo tampoco.].
Bartók comenzó a escribirlas en 1915, y en 1915 el ejército alemán atacaba a los rusos, y en 1915 Lanoe Hawker obtenía la Cruz de la Victoria. Y Bartók vivía en el mundo de 1915, con los ojos puestos en un piano que era su propia guerra y su propio ejército. A pesar del mundo, en ese año, Bartók estaba comenzando a crear una de las obras más oscuras de la historia de la música. Las Romanian Folk Dances son lo más parecido a un período de duelo que he escuchado en la vida.
[—Me da rabia. Si la quitaran… Me dan ganas de comerme un alma.—Aguanta. Deja que el hambre avance.].
Este movimiento suena imponente. Suena a anuncio, a salón bucólico. Suena en La menor, y me da pánico. Es sospechosamente grande en su color.
Segundo movimiento: Brâul / [La caza]
[—¿Cómo es eso de comerse un alma?].
Le debía un silencio a las danzas rumanas. Les debía perdonarme y perdonarlas. Ciertamente la música no tiene la culpa, pero la música casi siempre tiene un nombre propio y un recuerdo que queremos volver ajeno. La música hiere y salva como mismo unas manos pueden herir y salvar. Me había pasado ya con la Rusalka de Dvořák, que fue durante años mi ópera adorada. Hasta que un día la rompieron delante de mí y entonces Rusalka adquirió —como las Romanian Folk Dances— un aire maldito e imperdonable.
El segundo movimiento, específicamente, se burla de la tristeza a pesar de ser tristísimo. Es como una cosquilla hecha con un objeto punzante. Cosquillas de salón y cosquillas de seda. Una risa nerviosa y burlona. Obliga a probar fuerzas con el sonido. Y el sonido gana. Casi siempre.
[—Primero hay que encontrar una.—¿Hay algo que no deba hacerse?].
Mientras sonaba, parecía que la casa se llenaba de fantasmas danzantes, y parecía que de pronto algo alegre y armonioso estaba sonando. Y parecía que toda la felicidad del mundo estaba contenida en menos de un minuto. Escuché sin hacer mucho caso y caminé hasta el piano. Toqué un par de segundos, clavé los dedos en las teclas con la precisión y la incoherencia de un tenedor para carnes. Me salieron sonidos horribles. Lo golpeé en cinco notas a la vez. Rabia. Pero ya el segundo movimiento se había acabado.
Tercer movimiento. Topogó / [El alimento]
[—Es fácil. Comerse un alma es un proceso casi musical, y en extremo delicioso. Puedes hablar con la boca llena mientras escuchas una música a la que aún no perdonas. Es un proceso necesario para el perdón.].
Un alma verdaderamente hermosa tiene que sonar a Topogó, a tormento calmado y circular. A volcán que amenaza y que no sabe el peligro que representa.
Lo que más me gusta de este baile es su oscuridad, porque no es una oscuridad triste sino perturbadora y roja (un rojo-vino). Como la sangre que no sabe derramarse después de la herida. La versión de ese día fue ejecutada limpiamente por un violín. Me gustan más las versiones con violín que las de flauta, aunque prefiero el piano solo. Son unos pocos segundos dando vueltas en Si menor. Unos pocos segundos de tormento imperdonable. Pero puede negociarse el tormento y puede negociarse el perdón. Es una lástima que yo no haya encontrado la manera de hacerlo en ese momento.
Bartók se me clavó en el pecho como un tenedor de plata, pero no pude llorar. Supongo que la música creía que mi alma estaba alojada allí. Y desde allí lloré. Sin lágrimas. Sin sangre. Desde el recuerdo y en un silencio parecido al de las misas. Bartók quería comerse el alma del piano. La tristeza se volvió profunda y consciente. Sonreí apenas. Había una luz amarilla, y se fue volviendo hostil.
[—Se disecciona con cuidado, para que no se rompa. El alma es un plato que se come vivo.—¿De qué manera se come?, ¿con las manos?].
Cuarto movimiento. Bucsumí tánc / Buciumeana [Preparación]
Pareciera que por fin es la calma y que ya no hay necesidad de tragar en seco. Recuerdos. Recuerdos. Recuerdos. Ya sin nombre y ya sin rostro. Igual de lacerantes en la memoria, de todos modos.
La danza de Bucsum rompe en un ligero ataque frenético, con una alegría maniatada, que de ninguna forma es alegría. Ahí es donde dan ganas de llorar. Pero tampoco se puede.
[—No. Te explico. Lo primero que hay que hacer es buscar un alma sustancial. La vas derritiendo poco a poco. No lo hagas nunca a propósito, es un plato intuitivo. Tiene que haber algo agridulce. Tiene que haber una dosis mínima de dulzor. Mínima. Casi nada.].Las danzas rumanas fueron escritas inicialmente para piano. Por eso me gustan tanto las versiones donde solo el piano se escucha. Pero cuando el violín sonaba —muy avanzada ya la noche— me parecía estar escuchando los pasos de Bartók por los pueblos de Rumanía, buscando los sonidos como quien busca a tientas un piano en una habitación oscura.
La habitación seguía a oscuras, excepto por una luz amarilla que había al lado del piano.
La danza de Bucsum sonaba tan linda que me dieron ganas de agarrar los sonidos con la mano y ponerlos en el agua. Pero no hice nada. Junté las rodillas y levanté la cabeza, como quien sabe que está por llegar un movimiento alegre.
Es el movimiento más triste de todos. Es toda la desesperanza junta.
[—Tú creerás que no pero, cuando se prepara un alma, es uno quien lo sufre inicialmente. El alma ajena no sabe lo que está pasando. Le duele, pero no sabe. Siempre queda la sensación terrible de estar abriendo algo sagrado. Es un dolor que proviene de otro lugar. Un dolor en La mayor. Se pasa pronto.].Quinto movimiento. Román polka/ [Banquete]
Es verdaderamente feliz. Es el retorno de una alegría de la cual los movimientos anteriores me habían privado. Una devolución. La música resurgiendo de sí misma y para sí misma. A esas alturas, ya agotada, quise caminar un poco. La gente seguía conversando alegremente, bajito. Y yo era feliz. Por primera vez me reí de verdad y por primera vez recordé con nitidez. Afuera se escuchaba un sonido, como de lluvia. Pero probablemente era el ruido de la grabación. Estas danzas no tienen la culpa de nada. Ni ellas ni la imperdonada Rusalka. Ni yo. Ni el piano que recibió cinco notas de castigo. Ni el alma propia. Ni la ajena.
Esta polka es una danza rumana muy vieja a la que Bartók quiso transformar en danza propia. Pero nada es del todo propio. Rumanía invadiendo la sala de aquella casa. Bartók sacando sus dedos largos y clavándome las uñas en el pecho, como si estuviera vivo el pecho.
Pero nadie se daba cuenta. Yo apretaba las manos y tragaba. Aquello me estaba haciendo un daño físico. Real.
Seguí escuchando.
[—Una vez que está todo listo, ¿cómo se hace?, ¿cómo puede comerse?].Ya Liszt había hecho algo parecido con las Rapsodias húngaras: extraer la locura de los sonidos de un pueblo. La locura. La tristeza. La paz. El sonido de todo pueblo es una rapsodia y es una danza maniática. No importa qué lugar sea. La música de ciertos compositores solo sabe sustraer lo más terrible, y perpetuarlo de manera macabra, como quien abre un alma con la precisión de los tenedores.
Sexto movimiento/ Aprózo / Mărunțel [Tenedores]
Durante los casi seis minutos de la pieza, tuve una sensación de vacío en el pecho. Me había levantado dos veces. La primera, para llegar al piano; la segunda, para caminar un poco. Después todo fue silencio.
El último movimiento es una fiesta oscura y es un baile espectral. Son todos los recuerdos bailando a la vez, con esa modulación fastuosa, con esa rapidez casi sobrehumana. Fue una velada quieta. Me dio mucha rabia la última parte. Quería silencio por dentro. Sentí que se estaba quebrando algo, que me estaban clavando los dientes en algún rincón de la memoria llamado alma o llamado Danza rumana, y hasta Rusalka.
Quizás estuve todo el tiempo hablando sola. Quizás la música vino a perdonarme los recuerdos y me llenó la habitación de fantasmas. Otra vez. Siempre es lo mismo.
[—Se come de una manera peculiar. El portador del alma —o sea, el sujeto— debe atarte las manos por detrás, de modo que quedes pegado a la silla, sentado, como en los malos filmes de secuestro. Él cree que te está sometiendo. Es una especie de juego de rol espiritual. Pero en realidad es él quien está siendo sometido. Te va a empujar la cara contra el plato. Vas a comer sin aire. Vas a escuchar cómo cruje. El alma está hecha de las canciones a las que condenaste. Y es el sabor más grave. Es un plato que se come vivo y con miedo, porque todas esas canciones pueden ahogarte.].[Digestión]
Cuando se terminó la pieza, pedí que me dejaran poner el tercer movimiento otra vez. Me dijeron que sí, que por supuesto. No quería quedarme con el júbilo. Me intoxica el júbilo. Y me enferma. Me llena de luces frías. No sé quién era la persona con la que sostuve mi diálogo y con quien escuché los seis movimientos de golpe. Era un joven infeliz, un invitado con el que tuve la suerte de hablar. Pero no sé. No recuerdo su nombre. Aquella no era mi casa, y aquel no era mi sofá y ese no era mi piano. No era mi fiesta.
Les guardo un rencor horrible a Bartók y a todas esas danzas. Y si no las supe perdonar fue por mí.
[—¿De qué sirve?—De nada. Es un juego doloroso, inútil e irreversible. Un plato extravagante del que puedes prescindir perfectamente.].
Más tarde en la noche, ya quedábamos menos. Alguien se sentó al piano. Me levanté. Me alejé de allí. Pedí la mitad de un vaso de agua.
Hubo un vacío muy grande por dentro. Otra vez.
Me pasé el dorso de la mano por la boca, tenía la sensación de haber salido de uno de esos banquetes grotescos donde todo es de plata y de carne.
Hubo un arrepentimiento. Estaba llena y cansada. Bulimia mental. Ganas de devolver los sonidos al rincón en el que dormían. Pero ya estaban despiertos y no sé lidiar con lo irrevocable.
Hubo un sabor agridulce también. Como si me hubiesen obligado a comer, de una en una, todas las vísceras del alma propia.