
Olalá que te vaya bien
Me ha parecido que el juego de luces del Olalá es medio hipnótico, al menos después de unos tragos lo creo. Si uno se queda más de lo previsto ahí, se lo tendría que deber, en buena medida, al juego de luces.
Sobre el suelo oscuro, los hexágonos color violeta se acoplan con la música. Con Ozuna, Bad Bunny, Maluma o J Balvin, sin esperar sorpresas. El Olalá es otro de los bares que apuntalan el ánimo de La Habana. Aparentemente, una alternativa más al ocio. Pero no, claro, la alternativa de cualquiera. Es destrozadoramente ingenuo creer que alguien puede disfrutar a plenitud la noche habanera llevando cien pesos cubanos en la cartera. La vida de la capital se encarece. En el Olalá están al corriente, y te lo restriegan, adrede o no, en la cara. No son ellos los monstruos de la película. Ni tienen funciones caritativas, ni cargan con la culpa de que los salarios nacionales sean nada. El plan del Olalá, en cualquier variante, es cerrar el mes con ganancias. Podríamos achacarle su falta de originalidad en estética, sus mismas listas en la cabina del DJ con los éxitos que encontrarías en cualquier centro nocturno, pero nada de eso lo hace menos funcional o más inicuo.
Es este un sitio que no se ha hecho para enamorar a nadie, donde un cubano le dice orgullosamente a su novia norteamericana que Pitbull también es cubano. Donde la novia parece emocionarse y exclama un “Thatˈs great”. Donde él, sagaz, meneará los hombros, como si quisiera convencerse a sí mismo de que Pitbull y él son más o menos la misma persona, y que se echa a ver con una sola prueba de sandunga. Luego, la novia que está con él, está, a su vez, con una porción de Pitbull.
La pareja bebe mojito junto a la barra, después de ojear con interés la carta en que hay botellas de Havana Club por más de trescientos CUC y de whisky de distintas etiquetas por más de doscientos. El mojito cuesta unos tres, como la cerveza importada. Les sirve el barman, que es un joven blanco de pelo engominado, al igual que tantos otros de los que cumplen estas funciones en los bares privados habaneros.
Después de las diez de la noche soy parte del contraste sibilino del ex bar Sarao, ahora rebautizado como Olalá, en la esquina donde se besan las calles 17 y E del Vedado, que es, al final, la clase de sitio que te hace sentir mal –insisto- si traes menos de cincuenta CUC en tu cartera. Te hace sentir mal si no te emborrachas hasta gritar todo feliz y pensar que la vida es grandiosa por tenerte ahí. Pero sobre todo te hará sentir mal si eres un cubano treintañero solo, buscando donde recostar la espalda agobiada para simplemente pasar la noche al margen del ambiente, sin bailar, sin querer inmiscuirse en nada, con una botella fría de cerveza sudándote en la mano izquierda, tamborileando con la derecha.
Para la madrugada, seré un detective hosco, cortado a la mitad por la penumbra artificial, tratando de que mi vista miope descubra la esencia del sitio en que estoy metido, tal vez ambicionando husmear en el alma de la nocturnidad habanera, dispersa y azul, que creo conocer. De momento no son las once de la noche y el detalle que se puede destacar es que los cubanos presentes continúan siendo mayoría.
La pareja de la barra se ha mudado a una de las mesas, todas rodeadas de asientos en forma de dados, con sendos forros de vinilo blanco que comunican la certeza de que no puedes reposar en ellos plácidamente a menos que vayas a consumir, a pagar el privilegio. Visto así, con el peso de la coacción económica, el Olalá puede, avanzada la noche, resultar molesto.
La pareja de la barra, que obviamente se mueve por otra cuerda, se sonríe. Los dos, mulatos. Ella con un vestido de tela gruesa y él con gorra, camiseta ligera y una mochila. Todo indica que no llevan tanto juntos, porque de lo contrario, a mi entender, no estuvieran en el Olalá.
Voy después por otra cerveza. La segunda suma siete pesos a la cuenta. Es lamentable tener que calcular, pensar que entre cuatro Pilsen gastas un sueldo promedio, pero no he venido a corregir la justicia social, la equidad, ni a convencerme de que el mundo es vil y que el socialismo es utópico y que, por tanto, hemos vegetado en una mentira de un siglo, aunque la verdad es que, por otra parte, no he venido en busca de diversión.
Habrá que decir en este minuto, no obstante, que el hálito de las juergas de fin de semana se nutre mucho por el acceso a la cerveza. Sin cerveza, que es igual a decir sin combustible, el juerguista es el caballo perdedor del hipódromo. La farra así es poco más que un velorio. Qué es la nocturnidad de a lleno sin beber: aun para los abstemios, la jornada sería un fiambre.
Una cerveza con un 250 por ciento de sobreprecio, encima del sobreprecio que ya le corresponde por el mercado estatal, no hace más que claramente acentuar una diferencia, relegándote al lugar de los que no pueden consumir, con los prejuicios que significa. A la larga, uno consigue darle relevancia al efecto de la segregación o no, sin embargo, eso no se traduce en que elimina sus causas.

Ilustración: Mayo Bous / Magazine AM:PM.
Los del cuerpo de seguridad del Olalá son, al contrario del personal de la barra o de las meseras, negros mastodónticos de carácter áspero. Mientras uno, que roza los dos metros de estatura, da vueltas de guardián por el salón, poniendo su mejor cara de pocos amigos, otro se acomoda su gorra de Detroit frente al cuadrilátero de un espejo, que le paga con la satisfacción de reproducir sus rimbombantes bíceps, con los que después tratará de intimidar a un flacucho a quien le advertía por segunda vez que no se podía filmar videos dentro del Olalá.
El Olalá alcanza su pico de afluencia cerca de la medianoche. Una afluencia plenamente en el desequilibrio, donde, a ojos vistas, más del sesenta por ciento son extranjeros derramando los tragos, que caen al suelo y que de inmediato una mujer lo limpia con esmero. No es el desorden caribeño lo que predomina, sino la torpe desenvoltura que ocasiona el alcohol en las otras latitudes.
Un murmullo babélico detrás de una copa que cae y se hace añicos. Un italiano que abraza la cintura descuidada de una cubana trigueña que hace su esfuerzo por no quebrarse y caer de la altura de sus tacones. Una cubana rubia con otro italiano unos veinte años mayor, que lo obliga a seguirle el ritmo de un trap, cosa que el italiano intentaría con resultados nefastos. Dos mulatas estilizadas que vinieron acompañadas de dos mexicanos regordetes y que prefirieron una zona de menos aglomeración, donde luego de un par de Presidente empezaron a dar gritos de mariachis. Todo lo que me rodea, a pesar de estar más sostenido que mis pies cansados, parece sin firmeza alguna. Un cubalibre se vira sobre mi pantalón y nadie, naturalmente excepto yo mismo, lo advierte.

Ilustración: Mayo Bous / Magazine AM:PM.
Es hora, pienso, de separarme de la barra, que poco a poco ha sido invadida. Me deslizo hasta la médula hormigueante del salón, cuando el grupo De Cuba toca en vivo un cover de Maroon 5, específicamente la canción This love.
Creí por un momento que podía, llegado a este punto, dejarme absorber por el ambiente, como sea, estoy convencido de que cualquier relación personal con el mundo es efímera. El olor aparejado de los turistas, su detergente mejor culebreando entre las partículas de tela, sus buenas lociones, sus perfumes que despachurran los jazmines marchitos de Suchel Camacho, todas esas frivolidades que los cubanos quisiéramos tener en el tocador, se hacen más intensas y, de un momento a otro, me aburren. Un extranjero aterriza sobre mí con un pisotón colonizador. Pierdo, con esto, el último suspiro de la última cerveza. El juego de luces ha desaparecido.
“… too many times before”.
Dirección: Calle 17 esq. a E, Vedado. La Habana.
Horario: Todos los días, de 12:00 m. a 3:30 a.m.
Precio de entrada: Variable (hay días de entrada gratuita, y otros de cover con consumo incluido).
Precio de la cerveza: 2.50 (nacional), 3.00 (importada) (+ 10% por el servicio)
Capacidad: 150 personas.
Modos de uso de la música y géneros: Música grabada y en vivo.
Música urbana, popular bailable, trova, fusión.
Modelo de propiedad: Privado.