
Roberto Díaz
A los nueve años tomé por primera vez una guitarra en mis manos. Mis padres me pusieron un profesor, pero lo abandoné a los pocos meses. Me aburría. No sentía la pasión por el instrumento que más tarde, cuando escuché a The Beatles, me embriagaría. Entonces algo sí se encendió: me hice fan de la banda y quise aprenderme todas sus canciones. Luego seguí de autodidacta, ingresé en la carrera de Educación Musical y la guitarra siempre ha estado ahí. Sus sonoridades eléctricas siempre me llamaron más la atención que las acústicas, aunque estudié guitarra clásica y algunas de sus variantes populares.
En más de una ocasión he tenido que definir mi acercamiento hacia este instrumento: primero, para comprenderme a mí mismo —de alguna manera uno siempre está descubriéndose, y aunque una parte esencial de ese acercamiento ya ha pasado, la búsqueda nunca termina—; luego, para responder a los demás.
Con el paso del tiempo, la guitarra apareció una y otra vez como generador de texturas y sonidos ambientales e imaginativos, donde lo que se escucha no parece que es, efectivamente, una guitarra. Nunca he abandonado, sin embargo, su función primaria y más poderosa: transmitir paisajes emotivos al oyente.
Pero por alguna razón no me apasionó, y por ende nunca le dediqué tiempo al hecho de aprender y ejecutar millones de escalas veloces. En inglés se manejan dos términos que pueden ilustrar los caminos más recorridos en este instrumento: está el Guitar Hero y el Guitar Scientist. Si bien una gran parte de los guitarristas encaminan sus esfuerzos para alcanzar el primer estatus; en mi caso, la pasión hacia el mundo exploratorio ha ganado un lugar más cercano, quizás, al científico. Me gusta atesorar efectos, probar múltiples amplificadores, tener diferentes modelos de guitarras —solo tengo siete, pero cada una tiene su personalidad—, pervertir muchas veces un mismo sonido de manera que se confunda con sintetizadores y otras masas sónicas.
Igualmente me identifico más con el poder melódico del instrumento dentro de un todo compositivo y de filosofía clásica, que con el discurso improvisado y típico de géneros como el jazz y el blues. Con Anima Mundi me he permitido esa búsqueda y experimentación, logrando un camino que la crítica ha definido como rock sinfónico progresivo, space rock, psicodelia, new prog, música experimental, eclectic prog, entre otros. Etiquetas al fin, pero —eso sí— etiquetas que suscriben la necesidad de saltarse las fronteras de la música.
En un plano más ortodoxo, he acompañado a otras bandas, tocando lo que se supone toca la guitarra. Eso también me ha hecho feliz, aunque no podría hacerlo a tiempo completo. Generalmente me relajo más en el escenario interactuando con otros proyectos que no sean Anima Mundi, donde, por el contrario, siempre estoy alerta y hasta nervioso. La inmensa pirotecnia de efectos y texturas que requiere cada tema hace que esté muy preocupado por que se escuche cada detalle de los sonidos que he planeado con las guitarras. Algunas veces se logra, otras no. El tiempo para la producción del concierto, por ejemplo, puede jugarme en contra y aumentar mi tensión. Tensión que evita, incluso, que me tome una cerveza antes o durante el show. Necesito ser consciente. Necesito, sobre todo, estar.
De alguna manera la vida continua para cada uno de nosotros como un libro abierto y a él nos acercamos con la idea siempre renovada de que aún quedan muchas cosas por descubrir. Con la perspicacia de ese niño interior que nos habita y que no deja de escuchar, buscando siempre un sonido que lo cautive. Al menos eso quiero para mí.