
Tony Taño: «Se orquesta en la imaginación»
El teatro musical es una gran escuela para cualquier músico, y para mí lo fue. Quien tiene esa vivencia adquiere un concepto de su trabajo más amplio, mucho más vivo. Lo lleva a enfrentarse a un público muy distinto, porque la gente va a juzgarte desde la butaca, no sólo a disfrutar. Yo había hecho bastante radio, televisión, cabaret, conciertos. Incluso había tocado trompeta en conjuntos como el Artemiseño, donde empecé, y el Rumbavana, pero participar de la fundación del [Teatro] Musical de La Habana y trabajar allí durante años, cambió mi vida personal y como artista también, completamente.
Cuando llegué a ese teatro ―que antes se llamaba Alkázar, en Consulado y Virtudes, donde había estado el Alhambra―, ya había una orquesta formada por un músico norteamericano radicado en La Habana, Fred Smith, que era un extraordinario armonicista y compositor, pero quizás no estaba demasiado al tanto de “la cosa cubana”. Oí un par de cosas que tocaron y, como a mi entender no todos los integrantes eran eficientes, puse como primera condición para asumir la dirección poder cambiar a los que no me convenían. Como me dijeron: “Tony, puedes hacer lo que tú quieras”, para no afectar a los jóvenes que ya estaban ahí, lo que hice fue botar a un poco de viejos y meter gente nueva con perspectiva. Yo tenía 25 años, pero no hubo gestos de amiguismo ni ningún tipo de consideración de otro tipo que no fuera la calidad, te lo aseguro.
Lo primero que hice fue sustituir las primeras partes: la primera trompeta, el primer saxo alto, flauta, el primer violín… y luego se fue arreglando la cosa por el camino. Realmente la orquesta sonaba muy bien. No era muy grande, pero tenía maderas, metales, cuerdas, dos percusionistas y la base: piano, bajo y batería. Me cabe la enorme satisfacción de que las críticas especializadas, ante cada estreno de una obra, decían “lo mejor fue la orquesta”. No sé si es una suerte que tengo en la vida, porque no creo ser tan tan buen músico, director, ni arreglista, pero reconozco haber tenido la enorme ventaja de trabajar siempre con instrumentistas muy buenos.
Figúrate: cuando llegué al Musical estaba Chucho Valdés de pianista, que ya tocaba casi como toca ahora, pero no leía. Carlos Emilio Morales era el guitarrista, que tocaba mejor que ahora, pero tampoco leía. Conmigo se hicieron músicos de atril. Tuve además la maravillosa suerte de que Tito Rivera, el padre de Paquito, quiso que comenzara a trabajar profesionalmente y puso en mis manos al muchacho, que tenía quince años, pero ya tocaba mejor que nadie. Tuve un gran problema con el Ministerio de Trabajo, porque le pagué el salario máximo y en Cuba existía lo que se llamaba el tridente, que hay que pagarle el mínimo y luego vas transitando poco a poco para ganar más. Me llamó un dirigente y me dijo “¿cómo va a ser posible que le pagues el máximo a ese recién graduado?”, entonces le respondí: “muy fácil, búsqueme a uno que toque igual que él, yo lo saco y ponemos a ese”. Se jodió, porque no había manera de encontrar a uno que tocara como Paquito.
Me gusta mucho recordar aquí a Nilo Argudín, el primer trompeta, un señor de una calidad interpretativa excepcional. Teníamos en el bajo a uno de los hermanos Hernández, a Kike, primero y luego a Felo, hermanos de Papito: tres grandes músicos, contrabajistas. El primer violín era un mexicano, que se llamaba Waldemar Gómez, muy bueno. Sólo contábamos con cuatro violines y una viola, pero como la pluma lo puede todo, lo que tú escribas pensando en esa formación, suena perfectamente. Conmigo éramos veinte los integrantes.
La primera obra que se estrenó fue una comedia que se llamaba Oh, la gente, la segunda fue The Boy Friend y la tercera fue una obra de cámara muy interesante que se llamaba Los nueve nuevos juglares, con música de Leo Brouwer: nueve músicos y nueve actores en escena, nada más. Después ya comencé a trabajar como compositor, orquestador y escribí la música de varias obras. La más significativa fue Mi solar, que originalmente era un ballet con música de Gilberto Valdés. Esa obra se hizo película con el nombre de Un día en el solar, la primera comedia musical cubana que se llevó al cine en 1964. Más de veinte años después de su estreno se repuso con éxito, una gran alegría para mí. Fue la última obra del Teatro Musical de La Habana antes de que lo cerraran, parece que para siempre. Es muy triste, no quiero pasar por esa esquina.

Contraportada del álbum «Un día en el solar».
En el Teatro Musical orquesté mucho: Irma la dulce, Pato macho, La ópera de los tres centavos, y en el 64 me tocó acompañar con esa orquesta a Josephine Baker, que había venido a Cuba antes de la Revolución cuando sufrió un incidente desagradable en el Hotel Nacional, que no la hospedó porque era negra. Incluso dejó algunas canciones grabadas aquí con la excelente orquesta CMQ dirigida por Enrique González Mantici.
Recuerdo cuando empezamos a ensayar me interrumpió: “No, no, demasiado rápido”. Comenzamos de nuevo y volvió a interrumpirme: “No, no, demasiado lento”. “Bueno, señora, ―le digo algo mosqueado―, cántemelo a capella ahora para saber a qué velocidad usted quiere la orquesta”. Y me replica: “No, maestro, no se lo voy a cantar, descúbralo. ¿Usted nunca se ha montado en un botecito de esos de un parque de diversiones? Ah, pues ese es el ritmo del vals Mussette. No es necesario que cante nada, sienta ese vaivén y será todo”. Ese fue un recurso mnemotécnico que ella me enseñó, y no fue el único. Nunca más olvidé cuál es el tiempo del vals Mussette.
Conmigo fue encantadora, muy dama. En una de las ocasiones en que trabajamos juntos tuvo una dolencia intestinal y fui a verla al hotel la mañana siguiente. Estaba acostada con grandes dolores. Así y todo, permitió que llegara junto a su cama. Antes de saludarme me tomó la mano y me dijo: “Siempre que yo venga a Cuba mi director será usted”. Así fue, y para mí fue un halago muy grande. Enferma seguía presentándose con su glamour de siempre. La noche anterior había dado una función fenomenal.
En 1966 hicimos el disco Josephine Baker en La Habana. Como se iba al día siguiente, teníamos pocas horas para grabar. Cosas que pasan aquí, siempre con apuro y corriendo, todo a última hora. El caso es que empezamos a la una de la tarde. El técnico era Medardo Montero, el mejor grabador que había en Cuba. La orquesta del Musical en vivo, completa en el estudio, nada de background y luego poner la voz. Aunque habíamos hecho una gira por el interior del país y los músicos se sabían los papeles, ―lo cual fue un adelanto formidable―, a las seis de la tarde ya habíamos terminado, incluyendo la obertura, todo en sonido estereofónico. Un récord, creo yo. No quedó tan mal, porque tantos años después el disco ha tenido muchas reediciones en compacto, en Francia, en Japón, en todas partes.
La encontré en el 70, en Bulgaria. Fue en un lugar que se llamaba Pic Nic durante una recepción que ofrecían a los participantes del festival Orfeo de Oro. Traté de llegar hasta ella, pero como estaba al lado de la presidenta del Comité Estatal de la Radio y la televisión búlgara, no me permitieron acercarme. Le hice señas con los brazos en alto, pero no me distinguió, pues era muy miope. Entonces acudí al sonido, cogí un micrófono y grité ¡Josephine! Enseguida reconoció el timbre de mi voz y contestó ¡Tony! con aquella voz aguda que tenía. Dejó el protocolo, vino a besarme, me cogió por el brazo y me sentó junto a ella. A mí me daba pena pues la gente se preguntaría ¿y quién es este cubanito que la Baker quiere tanto? Empezó a preguntarme por personas que conocía, por Adolfo Guzmán, por Tania Castellanos, por Meme Solís… A partir de entonces en esa noche no hizo el menor caso a los búlgaros.
Había que compartir escenario con Josephine Baker para saber el rigor que se exigía y exigía a los demás. No permitía el menor detallito espontáneo, suelto. Todo lo que sucedía en escena tenía que ser como se había ensayado. Esa lección me sirvió para mi trabajo en el teatro, y me dio muy buenos resultados. Digan lo que digan, ser exigente no es un defecto.
Cuando se puso por primera vez Mi solar, se interrumpió la temporada pues tuve que salir a Francia con el espectáculo Grand Music Hall de Cuba para dirigir la orquesta del Olympia de París. El último día, en agosto del 65, hubo que hacer dos funciones seguidas porque, a pesar de que era tardísimo cuando cayó el telón, todavía la cola le daba la vuelta al teatro. Nadie protestó ni puso mala cara. Todos los que trabajamos allí aprendimos mucho y nos sentíamos afortunados, aunque recibíamos sueldos más o menos simbólicos. Era un sacerdocio que comenzaba desde las ocho de la mañana hasta la una o las dos de la madrugada, todos los días. Lo hacíamos verdaderamente por amor al arte, así como suena, en toda la extensión de la palabra.
Está claro que el fenómeno improvisación, que es lo que caracteriza al jazz, existe desde hace muchísimo tiempo en la música popular cubana, aunque no con la riqueza armónica con que se hizo en New Orleans. No obstante el blues ―una de las fuentes nutricias del jazz―, originalmente contaba con tres acordes, no con diecisiete, así que se fue enriqueciendo con el tiempo con intervalos añadidos que aquí no se utilizaban en el son cubano, que fue donde primero se improvisó, y en los danzones, por supuesto. Muchos flautistas y violinistas improvisaban y todos los pianistas de las típicas tenían que improvisar. La proximidad con los Estados Unidos influyó mucho. Por aquí pasaba lo que más brillaba en el mundo. Yo tengo ya unos cuantos años y recuerdo haber visto el paso por Cuba de músicos muy famosos, jazzistas colosales. El concepto improvisación que identifica el jazz como género libre no es tan libre, pues está sujeto a determinadas pautas armónicas que son inviolables.
A mis músicos les di la libertad que era posible dentro de los límites lógicos de una agrupación que trabajaba para el escenario día tras día. Aquella orquesta fue la génesis del combo de Chucho y del Quinteto de Música Moderna que formaron él, Paquito, Cachaíto [Orlando López] ―que no era del Teatro Musical, pero se unía a ellos―, Enriquito Plá en la batería y Oscarito Valdés en la percusión. Ese fue el verdadero embrión de la Moderna y de Irakere, que se creó en el 72.
La Orquesta Cubana de Música Moderna ―no sé a quién se le habrá ocurrido ese nombre― se fundó en abril de 1967 y era un todos estrellas como nunca antes se había visto aquí. No había músicos del montón, ripiers, como dicen los italianos. Vamos a empezar por las seis trompetas: Luis Escalante, probablemente uno de los mejores músicos que ha dado Cuba, un poeta de su instrumento, que era también solista de la Sinfónica, donde se quedó finalmente, pues ya era un hombre mayor, y por él es que entró Arturo Sandoval. Estaban Leonardo Timor, nada menos; [Adalberto Lara] Trompetica, que tenía 19 años, el más joven de la orquesta; [Manuel] El Guajiro Mirabal, Jorge Varona y Andrés Castro. El orden en que lo he dicho es el que recordé, no por sus calidades. Cada uno con sus características, eran primerísimos. Los trombones: Antonio Linares que también tocaba en la Sinfónica, Modesto Echarte, [Leopoldo] Pucho Escalante, que también es jazzista, y Antonio Leal en el trombón bajo. Luego entró Juan Pablo Torres cuando Linares decidió quedarse en la música culta.
Los saxofones, que era una cuerda increíble, temeraria, estaban en los altos: Paquito y [Rolando] Sánchez que cariñosamente le decimos Pata de callo; los tenores Braulio Hernández Babín y [Jesús] Lam El Chino. En el barítono estaba [Julián] Fellove o Fellové, que acababa de regresar de Francia donde vivió muchos años. Esos eran los vientos. La Moderna tenía dos baterías: Plá y [Guillermo] Barreto, y dos guitarras: Carlos Emilio y Sergio Vitier. El primer bajo fue si mal no recuerdo Cachaíto, que también tocaba en la Sinfónica; Carlos del Puerto y luego Fabián García Caturla. Sólo te voy a mencionar a estos músicos. No hacen falta más.
Aunque yo no era el director propiamente de esa orquesta, sí la dirigía a menudo. Recuerdo sobre todo los memorables festivales de Varadero. Nunca he visto festivales como aquellos. Muy cálido el primero, el del 67, con la orquesta recién creada a la cual se le sumaron como veinte cuerdas, entre violines, violas y cellos, alguna percusión como tímpani, vibráfono, liras y un coro de veinte voces. El segundo fue enorme, el del 70, por la cantidad de artistas que participó y por la labor que se realizó, que fue titánica: se tocaron 625 obras distintas en 15 días. Tú podías escribir lo que te diera la gana a cualquier músico, ahí estaba aquella orquesta formidable para responder.
Muchos dicen que se desvirtuó el propósito con que fue creada, pero ponte a pensar ¿cuántas personas tendrían que haber escrito para mantener una programación de conciertos de la Moderna, digamos una vez al mes? Y eso que el director en propiedad, Armando Romeu, era muy rápido escribiendo y transcribía muchas obras de discos. No daba abasto, era imposible. La orquesta era, como decimos jocosamente, “un dragón de música”.
Luego vino aquella idea peregrina de que, si había una Moderna en La Habana, tenía que haber una en Santiago, otra en Matanzas, en Pinar del Río y así sucesivamente. Cuando aquello eran seis provincias, y como dice el dicho “no había pan para tanta gente”. Un país de las proporciones del nuestro no puede mantener seis orquestas gigantes. Es una locura. Todos querían tener la misma cantidad de músicos. Un disparate.
Cuando se creó Irakere, que era un organismo musical más pequeño con gente muy buena ycon mucha calidad ―con Chucho al frente, que es un manantial de ideas―, enseguida se vieron resultados excelentes. No es igual una orquesta grande que un grupo pequeño. A nadie se le ocurría decir a Irakere que lo acompañara, porque era un grupo solista, de concierto. Me parece que era un error que los cogieran para tocar bailes, porque no estaba concebido para esa función, pero lo hicieron con una calidad increíble y muchos de ellos le cogieron el gusto ¿por qué?, porque al músico popular le hace falta un contacto directo con el bailador, eso lo retroalimenta, le da energía. Sin embargo, estoy seguro que a un Paquito D’Rivera no le gustaba tocar un baile. Cada cual en lo suyo.
A mí sí me gusta acompañar, me place ese trabajo, por supuesto con figuras buenas, como una Elena Burke, es algo que te emociona. Cuando te toca una mala, figúrate, te molestas, sientes que es tiempo perdido, y a mí me ha tocado de todo. Mi mayor desempeño con la Moderna fue acompañar cantantes y escribir arreglos. El arreglista tiene que inventar una introducción, tal vez un interludio, una coda, armonizar o re-armonizar, crear contrapuntos. Mi maestro Félix Guerrero era una maravilla como arreglista ¿Has oído los arreglos que hizo a las zarzuelas de Lecuona? Magistrales. Él fue maestro también de Chico O’Farrill, en mi opinión el mejor arreglista que ha dado Cuba. Pon ahora mismo ese disco que se llama Chico’s Cha Cha Cha para que te quedes loco, y mira que lo hizo en el 57 o 58.
Este país también dio a un Adolfo Guzmán, una señora pluma, ―la orquesta le sonaba re-bonito―, y a un Rafael Somavilla, que era una máquina de hacer música. Él decía que el único que lo podía seguir era yo en cuanto a la destreza, a la velocidad, porque para escribir rápido búscanos a nosotros. Eso se lo agradezco a la vida y a Guerrero, que en su primera clase me dijo: “Beethoven dijo que al piano se va para comprobar lo ya escrito”. Te explico: primero tienes que parir la idea en la cabeza, la escribes, luego es que vas al piano. Si no te gusta, lo cambias, total, la obra es tuya. Sí hay que pensar primero la orquestación, porque de lo contrario el timbre del piano o de la guitarra ―el instrumento del que te valgas para escribir el arreglo― te traiciona. Si escribes para un oboe, por ejemplo, tienes que tener en la cabeza el sonido y las posibilidades del oboe, a escuchar allá dentro qué es lo que le va a quedar bonito, o a una trompeta, o a un clarinete, o a un arpa, el instrumento que sea. Se orquesta, primero, en la imaginación. Después es que compruebas.
El teatro musical es una especialidad con su propio lenguaje, la música para el cine, la radio y la televisión son otras. El mundo del disco es muy distinto: al pasar por el micrófono, la consola y todo el equipamiento de un estudio de grabación, no hace falta tanta gente para acompañar a un cantante. Pero en los años 70 había que darles trabajo a todos los integrantes de la Moderna. He ahí el dilema, fue una trampa en la que caímos en este país. Los arreglos se mandaban a hacer para la agrupación, no para una canción, no para el disco. Una obra puede que lleve seis trompetas y otra no las lleva porque no las necesita. Pero si estás obligado a escribirle a seis trompetas, cinco saxofones y cuatro trombones, todo siempre te va sonar igual aproximadamente. No tiene sentido, pero hubo que hacerlo.
En otros países, desde hace muchos años y ahora aquí, por suerte, se contratan a los músicos: “ven tú, ven tú”, se les paga la sesión y ya. Pero como aquí existía una plantilla fija, había que buscarle qué hacer a la Moderna que se había convertido en una agrupación acompañante, una orquesta de estudio y nada más. En aquel momento se decidió que los músicos vinieran a grabar a la Egrem que, por esas barbaridades que han sucedido, era una empresa que no contaba con presupuesto para pagarles. Fue una etapa de gran confusión en las cuestiones artísticas y los músicos tenían que justificar un salario fijo grabando, cosa que no tenía ni pies ni cabeza. Yo trabajé muchísimo así, antes y después, como director musical que fui de esa empresa de grabaciones, que era la única que había. Dije mil veces eso está muy mal, pero muy mal. Hasta que desapareció la Moderna, por muerte natural.
No hay duda de que marcó un hito, hizo época, nació en un momento importante, sí, pero costó caro. Para hacerla hubo que desmantelar a muchas otras orquestas. A mí me quitaron cinco de mis mejores músicos de una sola vez y ¿a cuántos se llevaron de la del ICRT? Sin hablar de conjuntos y distintos grupos. Hubo que desvestir muchos santos para hacer un santo bonito. Eso sí: no he trabajado con otra como esa y mira que he viajado por unos cuantos países y dirigido muchísimas orquestas de todo tipo.
Aunque hay quien opina que aquí hubo otras mejores, no comparto esa opinión. Claro que con los desprendimientos se fue debilitando mucho el aspecto solista. Hay que comprender que aquellos tremendos artistas ―Chucho, Paquito, Sandoval, Juan Pablo, Trompetica, Varona…― se sentían limitados en su desempeño, en las ideas que querían y podían expresar. Muy bien que continuaran su camino en cuanto les fue posible. Cuando asumí la dirección en propiedad en el año 80 apenas quedaban solistas en la Moderna, pero sí muy buenos músicos de atril.
Te voy a contar algo como botón de muestra: yo había tenido que salir a Europa por una semana, pero el contrato se extendió y cuando regresé faltaba muy poco para el estreno de un espectáculo inmenso que se llamaba Gala de Julio. Todo estaba por hacerse y había montañas de papeles por trabajar. Montamos nada menos que 111 obras ¡en cuatro días! Y cuando eso ya no estaban todos los monstruos sagrados… Ah, pero quedaba el cimiento, el espíritu de la orquesta. Uno lo cuenta ahora y nadie lo puede creer. Parece físicamente imposible, ¿no es cierto? Son cosas que se olvidan, injustamente. Busca quién haga algo así, antes o después, y que quede bien.
Si el Teatro Musical de La Habana fue una escuela importante para el desenvolvimiento de los músicos cubanos en los últimos cuarenta y tantos años, la Orquesta Cubana de Música Moderna fue una Universidad. Los que no lo vieron así y no quisieron mamar de esa ubre, sencillamente, se lo perdieron.
Entrevista realizada en el Estudio No.1 de la Egrem (San Miguel 410), en febrero de 2006.