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Reseñas Portada del álbum: José Carlos Imperatori / Gabriel Lara./ Diseño Pepe Menéndez. Portada del álbum: José Carlos Imperatori y Gabriel Lara. / Diseño Pepe Menéndez.

Nasobuco / Oliver Valdés

Los caminos, los caminos no se hicieron solos, se han de (des)andar una y otra vez. Esta parece ser la máxima que nos sugiere Oliver Valdés con su disco Nasobuco. Para quienes, como yo, accedieron a estos temas en vivo por primera vez durante su presentación-concierto en la Sala Covarrubias del Teatro Nacional de Cuba, en enero pasado, debió ser toda una experiencia.  

Si bien es cierto que siempre hago tiempo para escuchar jazz cubano contemporáneo — una de esas prácticas inefables que actualizo con cada nuevo fonograma o jam session—, confieso que no tenía idea del decursar compositivo de Oliver, a quien he seguido, por más de 20 años, en los varios proyectos colectivos o colaboraciones con creadores de diferentes generaciones y disímiles propuestas musicales de las que ha formado parte. Obviamente suponía al jazz como matriz, pues ya en Drums La Habana (2013) había visto algo suyo junto a Rodney Barreto, pero qué otros géneros incorporaría en esta, su primera producción, siempre fue una incógnita. 

Nasobuco tiene nueve temas, siete con autoría/arreglos de Oliver y otros dos en los que comparte el crédito con Julito Padrón (Maní) y Alejandro Delgado (Nasobuco). Sin embargo, en este fonograma suena mucho de lo que brilla en la escena musical (no solo jazzística) nacional. La lista extensa de colaboradores incluye a Germán Velazco, Jorge Reyes, Barbarito Torres, Yosvany Terry, Jorge Luis Valdés Chicoy, Carlos Alfonso y Ele Valdés, Gastón Joya, Jorge Aragón, Roberto Carcassés, Tony Rodríguez, Rolando Luna, Julito Padrón, Jamil Schery, Juan Carlos Marín, Alejandro Delgado, Eme Alfonso, Yaroldy Abreu, Adonis Panter, Ramón Tamayo y Adonis Panter Jr. Lo que hace a este disco una suerte de “base de datos” sonora de experimentados intérpretes, cada quien aportando en su momento, con fruición y entrega. 

A pesar de haber sido un disco grabado en los Estudios Ojalá durante la pandemia —por ello su nombre y diseño de portada son signos irreductibles de una realidad y contextos sufridos—, al decir del propio autor en una entrevista previa, se venía gestando desde hace varios años. Uno siente que hay poco de fortuito y sí mucho pensamiento en la manera en que quedó estructurado. Desde el beat inicial de Maní con sus teclados atmosféricos, y la trompeta marcando, abriendo paso a la batería expansiva, traspasamos un pórtico donde la risa y voz de Julito Padrón nos llevan atrás, a Bola de Nieve, a Louis Armstrong, en la manera gozosa de invitar, old jazzy style. Así para casi enseguida, en Chekereson, rendir homenaje a un grande de la percusión cubana, Pancho Terry. Este es un tema sabroso, y su ejecución en el concierto fue una verdadera descarga: de una marcha trepidante oscilamos hacia un grácil bolero-son, que luego al soltarse el chekere (Yosvany Terry), los metales, piano y batería, da paso al saxo melódico para, en la bajada final de esta montaña rusa musical, acabar “timbeando” todos juntos. A “bailar con el tambor”, justo como pedía el coro. 

A la altura del tercer track, tenemos un corte inesperado: Gbadura Elegba (canto yoruba a Elegguá). Un minuto inicial donde la voz clara de Carlos Alfonso, acompañado por Ele Valdés y su hija Eme, abre llenando el espacio, y es este uno de los caminos que nos propone Oliver, pues sabe a conciencia que la base ritmática principal de la música cubana viene de esa raíz africana, y a ella va a volver dos veces más en este fonograma. En efecto, los temas 3, 6 y 9 —toda una matemática intrínseca—, son estadios sonoros conectados por las mismas voces pero disímiles en proyección. No solo porque Gbadura Elegba provenga de la raíz yoruba y Afra Egan y Ofakarato (sexto y noveno track, en ese orden) lo hacen desde la cultura arará, menos conocida pero donde Elegguá/Afra es igual de importante, sino porque los arreglos son particulares en la medida en que funcionan como pivotes en la estructura general del fonograma. 

Así Gbadura Elegba, como homenaje también a Lázaro Ros, voz insigne de la música sacra afrocubana, tiene un enfoque más cercano al free jazz, y resulta un corte al primero de los caminos abiertos por los que nos invita a transitar el autor. Afra Egan, por su parte, es más cadenciosa en la medida en que las voces y palmadas semejan al wemilere tradicional, solo apuntadas aquí o allá por los vientos, el bajo o el piano, incluso la batería que se aquieta para no pecar de intrusa. Un interludio refrescante y armónico que sigue otro de esos caminos señalados por la deidad. 

Sin embargo, la vibra intensa de Ofakarato (canto arará a Afra o Fra) es otra cosa. Resuma síntesis de todo lo escuchado. Aquí la síncopa se impone. Las voces y los tambores batá hallan su correlato, la huella raigal; y todos, en esa jazz band de lujo, siguen su llamado. Electrizante cierre del círculo, donde avanzamos al final de ese tercer momento/camino del disco.  

Ahora bien, un poco antes, el espectro de sonoridades se amplía con una guajira: Guantanamera contemporánea, tema saltarín que nos divierte entre el laúd cubano de Barbarito Torres y el (contra)bajo de Jorge Reyes. También lo hace con un ¿chachachá? reposado en Cha pa’ ti. Ambos abren el segundo y el tercer segmento del disco, seguidos cada uno de dos composiciones  singulares: El Necio y Nasobuco. Esta última, que da título al disco, es latin jazz del bueno, donde todos se acoplan, se desbordan, en un eje de contención-relajación que es puro groove. Y pese al contexto pandémico que lo gestó, este tema es cualquier cosa menos restrictivo. La batería de Oliver, como las congas de Yaroldi Abreu y los metales de Jamil Schery (saxo tenor), Alejandro Delgado (trompeta) y Juan Carlos Marín (trombón), arrasan en poco más de cinco minutos. 

El arreglo que hace Oliver en El Necio —tema de Silvio Rodríguez, asentado en la escucha de los cubanos por varias décadas— es un regalo. Valdés, que ha acompañado a Silvio como parte de su agrupación por años, acertó con esta aproximación  contundente, donde los acordes reconocibles de la melodía-origen se oyen ahora expandidos, llevados a sus últimas consecuencias. El Necio de Oliver es la lucha contra sí mismo. Con una sonoridad por momentos beligerante, grave, reflexiva, inquisitiva, hace gala de un arreglo orquestal colorido y profuso que no descuida detalle. Escucharlo en vivo fue sin duda uno de los momentos más emotivos del mencionado concierto en el mes de enero. 

Si los nasobucos quizás nos restringían/resguardaban de expresarnos libremente hasta hace muy poco tiempo, por suerte la vista y la escucha han disfrutado siempre. Así, desandar con gracia los caminos sonoros que Oliver con su baqueta-garabato nos abrió, les aseguro, es todo un deleite.   

Nahela Hechavarría Pouymiró Curadora curada por el cine, la música y el baile, en ese (des)orden. Más publicaciones

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