
Música para ver
En cierta ocasión los organizadores de un premio musical en Casa de las Américas le mostraron al presidente del jurado, nada menos que el gran compositor cubano Harold Gramatges, el cartel que se había diseñado para el evento. Lo llevaron ante la enorme lona que colgaba en la misma sala donde minutos después tendría lugar la conferencia de prensa correspondiente. Con la serenidad propia de sus 86 años, el maestro se paró unos segundos ante la imagen y regaló a los anfitriones una sentencia inesperada: “Este cartel suena”. Es probable que aquel hombre afable y generoso, culto, pero inexperto en el lenguaje visual, deseara complacer y mostrarse agradecido por las deferencias hacia su persona. Pero la anécdota, más allá también de las virtudes relativas al cartel de marras,[1] atañe a un tema desafiante: el de las “traducciones” posibles entre la vista y el oído.
El maridaje de sonidos y formas visuales tiene mucha más tela acumulada que tijeras yo para intervenirla, de modo que atenernos a la cartelística nacional parece una opción aconsejable, antes que pretender comentar la riquísima relación entre música y artes plásticas, o entre sus cultores a lo largo de, por lo menos, los últimos dos siglos de historia criolla. Cuba es tanto manantial prodigioso de músicas como país de rica tradición pictórica. Hubo en el pasado reciente un ambicioso proyecto discográfico nombrado La Isla de la Música, y habrá en el futuro próximo una gran retrospectiva del cartel cubano ―si un amigo coleccionista español consigue alinear sus estrellas―, bajo el título de La Isla de Papel. Entonces, ¿a qué suenan los carteles cubanos?

Oye cómo va: carteles de tema musical
El cartel es un acompañante habitual de la difusión de la música, en tanto divulga anticipadamente el momento en que ésta se ejecutará. Podría decirse que los carteles para conciertos y eventos musicales de diverso tipo son la célula primaria de ese vínculo, la relación más elemental. En los carteles aparecen tres grandes protagonistas: los instrumentos, los gestantes (compositores, ejecutantes, cantantes y danzantes) y las notaciones musicales. Resulta curioso descubrir qué poco representado está el acto de componer, tal vez por íntimo y misterioso. No abundan tampoco los carteles que intenten reflejar ―es decir, que se les haya comisionado hacerlo― el fenómeno social y/o fisiológico de la escucha. De manera que los carteles que solemos tener a mano muestran esa parte de la música que está en el aire. Que flota y se expande, por así decirlo, entre las manos y las voces de unos humanos, y los cuerpos y las sensibilidades de otros.
En Carnaval (Raymundo García, 1983) la rumbera baila a mandíbula batiente, con los ojos cerrados, como gozando mucho, y mueve los brazos para generar un torbellino de telas rojas. En esa ilustración no vemos los tambores, pero los podemos sentir. En Carnaval de Cuba (autor no identificado, 1970) nadie baila, sin embargo vemos un tambor que emite sonidos, como si irradiara energía. En ambos casos los diseñadores encuentran en la forma y el color vehículos apropiados para trasmitirnos la sensación sonora musical.
Otro que cierra los ojos ―se diría que improvisa con su saxo― es Carlos Averoff, en una imagen de origen fotográfico para anunciar, con sobriedad cromática y estilopostmoderno, un festival de jazz (Ernesto Azcuy, 1987). En cambio, en Centenario del nacimiento de Jean Sibelius (José Manuel Villa, 1965) apenas se nos muestran los dedos que pulsan el corno. Son el formato inusualmente esbelto y la tinta metalizada los que comunican la magnificencia de la música orquestal, aun cuando lo que vemos es un instrumento de viento solo e incompleto.
El que canta ―ya sea anónimo, como en Festival de la Canción Francesa (Laura Llópiz, 2009), o famoso, como Pacho Alonso (Rolando de Oraá, década de los 70)― abre la boca y se supone que podemos escucharlo. Pacho no necesita más que su expresividad para trasmitirnos la pasión del bolero en un cartel fotográfico de rara composición. La vocalista francófona se auxilia de texturas y formas que ayudan a “proyectar su voz”. Puede haber incluso cantantes hieráticos, como el Carlos Varela con ballesta (Nudo, 1990). Se preferenciaron aquí las implicaciones sociales de aquel concierto y, más que música, suenan las ideas (¿o acaso son una misma cosa?).
Por otra parte, el que baila puede contenerse según la norma de la época, al estilo de February Fiestas in Havana (Enrique García Cabrera, 1937). Otros sacuden rotunda y literalmente el esqueleto (¡La rumba!, Darwin Fornés, 2016), pasando por todo tipo de representaciones danzarias dibujadas o fotográficas.
Por último, el que toca un instrumento lo hace de cuerpo entero, como Pablo Milanés en Una guitarra, un buen amor (Mola, 2003); muestra las manos anónimas de los Rumberos de Cuba (Arnulfo Espinosa, 2007), o se presenta como figuras descabezadas (Sandoval, Alejandro Rivera, 1989). Con frecuencia, los diseñadores exploran la fusión de instrumentos y personas, volviéndolos singulares entidades antropomorfas. Así, una guitarra puede levantar la mano (Concepción Robinson, 1983) y unos pies tocar el guayo (Los Pleneros de la 21, Carlos Zamora, 2003).
Existen, desde luego, muchos carteles con instrumentos musicales o partes de ellos, y otros que representan el hecho sonoro con objetos que podríamos llamar “para-musicales”. Micrófonos, bocinas, atriles, audífonos, casetes, discos de vinilos o digitales, consolas de audio o platos de DJ aluden a la música porque son sus portadores permanentes o temporales y pueden hablar en su nombre con total propiedad.
Y para completar esta breve clasificación de representaciones directas o figurativas de la música en la cartelística cubana, no se puede obviar el universo de las notaciones, en el que aparecen con relativa frecuencia las partituras (Premio de Musicología, Umberto Peña, 1979), las notas musicales (Festival de la Chanson Populaire, César Mazola, 1967) y otros modos de referir la escritura de los sonidos ordenados en el tiempo (Festival de Canción Francesa, Pepe Menéndez, 2009).

¡Ataca Chicho: carteles de tema musical… abstractos o indirectos!
Comento ahora algunos ejemplos en los que se promociona la música sin representarla directamente, es decir, sin notas o instrumentos, ni ejecutantes de ningún tipo. La sonoridad aludida, por así decirlo.
La conga carnavalera se intenta ilustrar por medio de bandas en curvas ascendentes, que recuerdan las serpentinas o los vestuarios propios de esa tradición, pero que aluden también a la sinuosidad del baile popular (Carnaval, autor no identificado, 1971). La cadencia charanguera se convierte, según su autora, en torbellino libre y sin líneas rectas en Eso que anda (Amalia Iduate, 2009). La sofisticada elaboración de la música de concierto del siglo XXI adquiere visualidad en una composición de puntos y colores en Premio de Composición (Lyly Díaz, 2017). En estos casos la comunicación de lo sonoro se auxilia de una cualidad que lo visual puede compartir con la música: la abstracción.
Otra opción de lo indirecto, aunque figurativa, es la alusión a la música en tanto actitud o sentimiento. Así, hay carteles que portan signos de identidad extra musicales pero que “suenan” rotundamente según los códigos que los motivan. Metaleros (Raupa, 2012) es un ejemplo posible: la actitud de ese subgénero está en el gesto elegido, en el color y la tipografía dibujada, en la acción en curso dentro del cartel.
¡Aguaaaa!: carteles de tema no musical… pero que suenan bonito
¿Quién dice que no hay música en la composición visual, en la disposición de las formas y el cromatismo de un cartel? La geometría es un recurso frecuente para organizar el espacio y generar ritmos en el plano. 26 de julio (Alfonso Prieto, 1970) vibra por el efecto de las flechas que parecen entrar y salir vigorosamente del centro. Existen en el arte del cartel cubano varios ejemplos similares de aprovechamiento de efectos ópticos, según leyes de la Gestalt o afines. La repetición suele ser un recurso común. En Boxeo (José Papiol, 1968) se triplica el título y la foto, y de resultas las figuras parecen danzar al ritmo que marca la palabra. En definitiva, música y deporte comparten algo esencial ―el ritmo―, de ahí que puedan parecernos musicales ciertas representaciones de eventos atléticos.
Con otros temas sucede algo similar. La reiteración de la imagen ―creciendo o fragmentándose― se percibe en ocasiones como si estuviera acompañada de sonoridad. No siempre música, desde luego, pero sí sonido. Puede ser de machete al cortar, de agua fluyendo, o de botas. Mucho ayuda la composición espacial en estos casos, y aún más el color. Ejemplos de esto son Guatemala (Tony Évora, 1967) ―dos fotos repetidas y una palabra para trasmitir un crescendo― y XXIV Aniversario de los CDR (Heriberto Hechevarría, 1985) ―forma y color articulados como una cantata patriótica.
No conozco muchos diseñadores que sepan o hagan música. Más bien priman los bailadores de diverso talento y los escuchas inmóviles. Pero en la historia del cartel cubano la música aparece una y otra vez, visible o aludida, y sus cultores ―las y los cartelistas― han creado un notable conjunto de imágenes que seguirán sonando en el tiempo.
[1] Disculpe el lector, pero fui yo quien diseñó ese cartel para el Premio de Composición Casa de las Américas 2004.