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Literatura feat. música Ilustración: Eric Silva. Ilustración: Eric Silva.

Hotel Singapur (fragmento)

 Durante años, supe luego, de adolescente e incluso siendo ya un joven adulto, Modesto dedicó días enteros a imitar a Michael Jackson. Vestía sus mismos pantalones por encima de los tobillos, sus medias blancas con incrustaciones de falsas luciérnagas, su chaquetita estrecha de color plateado, una camisa con las solapas levantadas, su cabello desrizado, sin llegar a tocar los hombros, trabajado durante horas con peines calientes, con mejunjes elaborados a base de agua con azúcar y con aceites que él mismo se había inventado. No era Modesto a secas, sino El Maikel, uno de los tantos que imitaban al más célebre de los Jackson. Repetía delante de un espejo los ademanes de su modelo, siempre a escondidas de su padre y a pesar de las quejas y la risa burlona de su madre. No le apenaba salir a la calle con su atuendo, con su sombrerito de gánster ladeado hacia adelante, los galones dorados de mariscal, tan parecidos a cepillos de pelo repujados en latón antiguo, las mejillas empolvadas, los labios ligeramente pintados, brillosos, el vello trabajado, donde después saldría el bigote, y un gesto tierno, nostálgico y demoníaco a la vez.

   En los bolsillos traseros de su pantalón, cuando se dirigía a la fiesta, guardaba un par de guantes color beige, plagados de mostacillas brillantes que había incrustado él mismo. Cuando llegaba al sitio donde se le esperaba, El Maikel se los ponía y entraba mucho más en su personaje. Aquello era mágico. Poco o casi nada le importaban las risitas de los incrédulos, de los tarados que no sabían nada del arte de la simulación. Muchas de las fanáticas adolescentes del barrio querían tener algo que ver con él, querían conocerlo, tocarlo, estar a su lado. En más de una ocasión, alguna se lanzó a quitarse la ropa con el regocijo con que el piloto novato recibe el aplauso de los pasajeros apenas el avión toca tierra, lista para ser poseída por el mejor imitador de Michael Jackson en toda la ciudad, el único que había ganado la totalidad de los concursos sobre el tema. Él, entre dos, tres y hasta cuatro contendientes, rivales que ejecutaban los pasos de su ídolo ante el jaleo y los aplausos de los presentes, para luego, después de las aclamaciones, del cobro de las apuestas, de la entrega de una botella de ron como único premio, de los elogios de los camaradas, tener la suerte de desnudar en alguna esquina a la más simpática de las princesitas del barrio, con sus senitos breves, de punta fina, a sus 14 años. A veces el enredo se armaba con la homenajeada de una fiesta de 15 que se le había escapado a un padre suficientemente embebido en alcohol y a una madre demasiado eufórica, cansada tras tantos meses de preparativos, de búsqueda de la felicidad rotunda. Luego El Maikel regresaba a su casa, a pie, porque a esas horas ya no había transporte, con el sombrero bajo el brazo, los zapatos acharolados apretándole los pies, encajándole las uñas en la carne, con la autoestima disparada y la seguridad de que esa misma escena se repetiría a la semana siguiente, el viernes, el sábado, a veces también el domingo, y mientras le quedara vida.

   —No había nadie en todo el país que imitara el Moonwalk mejor que él —ironizó Orquídea, y a mí me dio tanta gracia que, al encorvarme hacia adelante por la contención de la risotada, derramé un poco de agua sobre el suelo—. Ese fue su momento de gloria —volvió—. En una de sus últimas fiestas terminó embarazando a una muchachita mucho más joven. Ahí empezó la cuenta atrás, con el escándalo, la presión de los padres, que amenazaban con llamar a la policía y “caminar” el caso en los tribunales, con la determinación de aquella familia de que, si no aceptaba casarse para dar por terminado el asunto, lo acusarían de violación.

   Según Orquídea, Modesto siempre aseguró que tenía una visión crítica del artista que imitaba. Su posición estaba entre las más ortodoxas. No admitía siquiera constatar en la televisión o en una revista pasada de mano en mano que su Michael Jackson hubiera modificado ligeramente su look, que se hubiera salido del modelo clásico, efectista y barriobajero, de Thriller, de Beat It o de Billie Jean. Que El Rey, como lo llamaba, recortara un poco el largo de su cabello cada vez más lacio, o que blanqueara su piel a golpe de tratamientos extraños, implicaba para él cierta congoja, la sensación de que otros tiempos fueron mejores y la certeza de que él sí seguiría siendo un soldado estricto entre los tantos que el Jackson original tendría en el planeta.

   Llegó un momento en que Modesto sintió que estaba desapareciendo como persona. Alguna que otra vez tuvo sueños en los que se abrazaba a su ídolo, que lo veía subir las escaleras que daban a su casa, y que entraba por el umbral fundiéndose en un apretón, observándose ambos en el espejo manchado de la sala. Cuando esto ocurría, ninguno de los presentes lograba distinguir quién era quién, dónde estaba el original y a quién le correspondía el papel del simulador.

   En ese punto, señalaba Orquídea, daba igual si no se ganaba un centavo después de las actuaciones. Todavía no habían llegado los años en que todo se canjeaba por un par de billetes. Modesto se convertía en El Maikel por amor a su ídolo y por la necesidad de ser aupado por la gente. Tampoco importaban aquellas malas noches en las que los abucheos o las burlas podían hacer mella en sus convicciones. Todo quedaba compensado por el aplauso de quienes terminaban admirando la pulcritud de su atuendo, la perfección de sus pasos, el detalle de sus coreografías, el halo que lo distinguía del resto de la plebe.

   Algunos años más tarde Modesto empezó a entender los signos de abatimiento, la sensación de que no era más que un tartufo, un fanfarrón que hacía divertirse a los otros. Además, al Jackson original también le había dado por hacerse cambios en su figura, estaba mutando en otra cosa que a él le resultaba ajena. Cuando se le hizo imposible evitar el servicio militar, Modesto llevaba casi una década imitando a Michael Jackson. Por vueltas y subterfugios de la vida, porque había encadenado un par de estudios diurnos diferentes para dilatar la entrada en el ejército, en espera de un milagro que lo salvara de cumplir, no le quedó más remedio que vestirse de verde olivo pasados los 20 años. Fue ahí, con una mujer embarazada que apenas conocía, cuando miró atrás y cayó en la cuenta de todo el tiempo que llevaba debajo de la piel de otro. Todavía hoy, esporádicamente, alguien saca la cabeza por la ventanilla de una guagua y le grita al paso: “¡vaya, el Maikeeeel!”. Aunque cada vez con menor frecuencia. Ha engordado —admite— y los recién llegados van ocupando las mejores zonas de candor y de actividad en la ciudad. Nadie lo conoce, casi nadie se acuerda de sus hazañas. 

   —El día en que se supo que habían asesinado a un imitador de Juan Gabriel a la salida de una boda —torció Orquídea—, Modesto se quedó muy afectado. ¿No te enteraste? ¡Porque la noticia corrió como la pólvora! Circularon muchas versiones: que si había reclamado más del dinero del pactado por su actuación, que si se había dirigido “de manera deshonrosa” a la madre de la novia; que si lo habían atrapado apretujándose con un muchachito al final de su show y que si en realidad siempre había sido amante del novio…

   Tantas historias desperdigadas, brotando de un mismo núcleo, dispararon el diámetro de mis pupilas. Me dio sed, mucha sed, y me llevé de manera automática el pomo a la boca.

   —Aquella tarde —retomó Orquídea—, Modesto recordó algunas anécdotas, no de su etapa de imitador de Michael Jackson, pues jamás ha hablado del tema delante de nosotros, pero sí de sus dos años en el servicio militar. Lamentaba haber sido destinado a un batallón de radio. Hubiera preferido pertenecer a una brigada especial entrenada por sicólogos y especialistas para integrar los pelotones de fusilamiento. Porque sí le hubiera dado mucho gusto —recalcó, cargando las tintas— haber fusilado al cabrón que había asesinado al imitador de Juan Gabriel. 

   Fue precisamente cuando salió del servicio militar, como me contó Orquídea, que Modesto empezó a reflexionar sobre su pasado, sobre su manera de exhibir sus galas brillantes y sus pasos de baile delante de la gente. Tal vez, empezando a entenderse, se hizo el hombre pulposo, de velocidad barbitúrica, que conocí. Según supe, esa fue la época en que comenzó a preguntarse quién era en realidad su padre. Pudiera especularse sobre si conocer la verdad sobre Urbano le hizo abandonar sus dotes de imitador, si fue algo que se produjo de manera paralela, o si tras ser liberado del ejército y con la responsabilidad de un hijo, primero se abochornó de sus años de imitador y luego salió en busca de otras verdades, incluso mucho más dolorosas.

Fragmento de la novela homónima, publicada por la editorial Audere en 2021. 

Gerardo Fernández Fe Gerardo Fernández Fe Narrador y ensayista. Autor de "Hotel Singapur" (Audere, EE.UU., 2021), "El último día del estornino" (Viento Sur, España, 2011), "Cuerpo a diario" (Tse-Tsé, Argentina, 2007 e Hypermedia, España, 2014) y "Notas al total" (Bokeh, Países Bajos, 2015), entre otros. Más publicaciones

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