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Ove Brun. Ilustración: Irán Hernández. Ove Brun. Ilustración: Irán Hernández.

La sonrisa de Ove Brun, un cowboy noruego en La Habana

Steinar Seland es un hombre de pocas palabras. De esos que huyen de las luces y hablan lo justo, como si su voz fuera a gastarse si la usara demasiado. Dice Dagoberto Pedraja, guitarrista de Los Kents, que eso pasa porque es noruego, natural de Oslo, donde la gente prefiere el aislamiento. Steinar también es guitarrista, dirige el grupo Vieja Escuela y toca en short, camisa abierta y chancletas, frente a un ventilador de piso que delata más aún su condición de extranjero. De vez en cuando sonríe, pero no demasiado, y rara vez separa los labios, a no ser para fumarse un cigarro o indicarle algo a la banda. Pero esta tarde-noche de domingo en la Casa de la Amistad, junto a una audiencia cabizbaja y una guitarra entre flores blancas, Steinar Seland va a hablar como nunca, y una cuarentona jurará que por primera vez vio llorar a un vikingo.

—Hermanos y hermanas, hemos sufrido una gran pérdida…—anuncia el músico con su acento nórdico—. Nuestro hermano, Ove Brun, se nos fue. Ni Oslo, la capital noruega donde nació, ni La Habana, la capital cubana que hizo suya, van a ser la misma sin él…

No lo serán, piensa Steinar, como quizás tampoco lo sean estas peñas domingueras donde faltarán para siempre su sonrisa con espejuelos, sus pintas de hippie aplatanado y sus acordes de rock, country y blues. Ahora que lo piensa, podría haber cancelado este concierto de abril, encerrarse en casa a extrañarlo y hasta parar la banda para siempre, pero sabe que Ove hubiese dicho que no, «que vivan rocanrol y cerveza», y que pase lo que pase, the show must go on. Por eso lo llora, sí, y lo celebra, porque más importante que la muerte de Ove Brun —multiinstrumentista, cantante, poeta y loco—, fue haberlo conocido por casualidad, tocar en un grupo junto a él y poder llamarle, antes, durante y después de su cáncer: hermano.

Los dos tocaban desde chamas y vivieron en Oslo por años, pero su punto de encuentro fue en el Santiago de Cuba de ’98. Ove le sacaba diecisiete años, había sido barman y utilero, y llegó al Caribe por la música y en busca de aventuras tropicales. Cuando lo conoció, ya tocaba el bajo, la guitarra, el banjo, la mandolina y hasta el tres cubano, y le fascinaban la cerveza, el ron, las fiestas, la gente… “La diferencia entre nosotros era esa», cuenta Steinar: «A él le gustaba la gente. Y a mí, pues…—sonríe en noruego—, no me gusta mucho la gente”.

A la gente, por lo que puede leerse en los mensajes de despedida, también le gustaba Ove. Con Miguel de Oca, letrista y compositor, y con Javier Rodríguez, director de Extraño Corazón, cultivó el interés por la música, el alcohol y las bromas. Nunca fue engreído ni prepotente, aseguran, y una vez le confesó a Migue que si algo le gustaba de él, era que escuchaba lo que hacían los demás y no solo se oía a sí mismo. A Cristina Martin, una rockera cincuentona a quien no conocía demasiado, le regaló un día en el Café Cantante, 17 discos de Bruce Springsteen. Cuando ella le preguntó cómo podía agradecerle, le indicó: «Solo disfrútalos», y para que no dudara de su intención, señaló a su esposa, una cubana, y le dijo: «Yo sé lo que es ser fan como tú». Al final, le aceptó un par de cervezas pues, si algo le gusta a los noruegos, es ese líquido oscuro de sabor amargo. 

Que se lo pregunten si no a su compatriota Steinar, o a Alejandro García, otro compañero de andanzas, que recuerda cómo después de un concierto con Extraño Corazón en Ciego de Ávila, Ove se apareció con dos jabas de ron y cervezas, y les advirtió: «No sé ustedes, pero yo me voy a emborrachar…». 

«Era lo más parecido a un vikingo hippie que he visto», recuerda Dagoberto Pedraja, «un tipo empingao, jodedor, fan de la pelota, que te decía: “A Industriales le falta esto, esto, esto…”, y te dejaba con la boca abierta. En la música dominaba las técnicas y afinaciones, y en el estudio y la calle era un cubano más, lo que rubio y con la camisa abierta para no sudar tanto. Si hubiese podido andar en cueros, créeme que lo hubiera hecho. Un día hacía un frío de pinga en La Habana y se apareció en camiseta: ‘Este clima es ideal’».

A pesar de tener dos patrias, Ove Brun nunca fue formalmente residente cubano. Entraba al país con visado familiar y alternaba su estancia entre Oslo y La Habana. Sus ingresos como barman y utilero le permitían comprar instrumentos y cuidar de su familia. Una vez, paseando a una anciana en silla de ruedas por 13 y Paseo, se topó con Ramón Navarro, un viejo amigo de la escena rockera, y le dijo: «Es mi madre». A él mismo, un día que estaba disgustado, le dio una palmada en el hombro y lo miró a los ojos: «Oye, vuelve a ser tú, que no te conozco —sonrió—. El rock and roll es la medicina».

El rock and roll, repite Steinar, que Ove vivió de verdad. Tendría 14 años cuando Dylan comenzó a tocar eléctrico; 17 o 18, cuando Hendrix desgarraba su guitarra. Escuchaba y tocaba country, blues, folk, y vio en concierto a Led Zeppelin, The Who y demás dioses. Escuchó hasta punk, pero no le gustó el heavy metal, y de vez en cuando bromeaba con que haría una banda de ese estilo. 

Cuando empezó Vieja Escuela, allá por 2013, su gusto y el de Steinar influirían en el repertorio «inusual» del grupo, que intentaba alejarse de los covers de siempre y distinguirse de otras bandas del patio. Ni siquiera el cáncer de médula que le hallaron en 2015 apartó por completo a Ove de la Casa de la Amistad. Viajó a Noruega para el tratamiento y continuó alternando capitales, mientras sus amigos se sorprendían de que no cogiera lucha con lo que no tenía remedio. «Muchos se hubieran quebrado ante ese diagnóstico, pero él logró eso de vivir el momento, que suena un poco cliché, pero sí, logró manejar su tiempo y dedicar lo que le quedaba a realizarse», asegura Steinar.

En sus últimos meses en Cuba, antes de viajar a su Oslo natal, a veces se sentía cansado después de la prueba de audio y recostaba el cuerpo en un sofá, un banco o algún escalón. Después de los conciertos de Vieja Escuela, se sentaba a tomar cerveza y conversar con quien se le acercara. 

—Ove fue duro, duro, duro… —recuerda Steinar en sus palabras de despedida, y en la Casa de la Amistad, una pareja se abraza y varios frikis asienten y beben—. Con tremendo flow, como dicen ahora. Pero también dulce, y muy generoso.

«Siempre estaba en los detalles —continúa, y a sus espaldas, alguien llora—. Su idea era: ‘No puedo arreglar el mundo, pero sé qué cosa le hace falta a fulano para facilitar su trabajo’. Somos muchos los que hemos disfrutado de la generosidad de Ove.

«No fue religioso, así que no sé si hubiera aprobado la teoría que les voy a compartir ahora. No importa, Ove y yo estábamos en desacuerdo en una pila de cosas… Yo tenía a Ove como un hermano mayor, y sé que no soy el único… Ahora… lo que quiero decirles a todos ustedes que le querían, es que en medio de esta tristeza, el vacío tan grande que dejó y el hueco en el pecho… él está aquí. Está en nosotros. Recordándolo a él, lo que nos enseñó, su cuero y chucho, y todo lo demás. Ove el Vikingo vive en nosotros. The King is gone, but he’s not forgotten».

Y así mismo es, se dice a sí mismo Steinar Seland, aunque ahora no aguante las lágrimas en el patio de su peña y su hermano no esté junto a él con su camisa abierta y sus espejuelos, su guitarra y sus sandalias. Cada vez que fume un tabaco, beba cerveza y toque rock and roll, volverá a Steinar el recuerdo de Ove. Pero no el de un Ove triste y derrotado, porque así no quiso que lo vieran, sino el de un cowboy noruego que cabalga de barra en barra, que vende un par de habanos a sobreprecio como un cubano habilidoso, que bromea con cualquier cosa y que cuando alguien le pregunta por qué no se va de Cuba, dice, con esa sonrisa tan suya y su acento escandinavo: «Prefiero ser medio estrella de rock en La Habana que un viejo enfermo en Oslo». 

Junior Hernández Castro Junior Hernández Castro Friki y periodista. Lector y dormilón. Ama el sonido de las teclas, pero le pesa escribir por encargo. Más publicaciones

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