
20 años de una fiesta: Habana Abierta en La Tropical
Para Ileana Alonso, in memoriam
Han pasado 20 años desde que Habana Abierta se presentó por primera vez ante el público de la capital, la noche del 12 de enero de 2003. El Salón Rosado de La Tropical, baluarte habitual del movimiento timbero y que solo en raras ocasiones se abría a otras músicas, se abarrotó con un público (nadie sabe con certeza cuántos asistieron) ávido de sus canciones, sobre todo las de su segundo álbum 24 horas (BMG, 1999), devenido éxito rotundo en el underground nacional.
Vanito Caballero, José Luis Medina, Alejandro Gutiérrez, Boris Larramendi, Kelvis Ochoa y Pepe del Valle integraron la formación responsable del disco, cuando Andy Villalón y Luis Barbería optaron por dejar el grupo tras el CD inicial, Habana Abierta. Enfatizando las colaboraciones, más que la composición individual, y aunque luego sus protagonistas le restaron algo del mérito, 24 horas marcó un antes y un después para la canción finisecular cubana y, de lejos, resultó una de las obras más influyentes en buena parte de lo que se gestó en el nuevo siglo.
La explosiva fusión de rock, funk, hip hop, géneros nacionales (de la guaracha al bolero) y ritmos globales, agarró fuera de base a la mayoría. Hasta quienes los seguíamos desde los tiempos de 13 y 8, y a través de sus posteriores experiencias grupales en La Habana nocturna de inicios de los 90 (Lucha Almada, Cuatro Gatos, Debajo, Goma Loca), topamos con una madurez creativa que plasmó algunos de sus mejores frutos. Se deslindaban del “trovador” como esquema, para abrirse a un montón creciente de referencias que abarcaban el grunge norteamericano, el rock argentino, los palos flamencos, la rítmica brasilera, la más desprejuiciada canción de autor y (¿por qué no?) el empuje de la timba criolla.
Algunos testarudos nos habíamos dedicado a su promoción en la radio y la prensa escrita, pero el disco que, al igual que el anterior, no tuvo circulación formal interna en Cuba, pasó de mano en mano, en casetes analógicos o copias digitales. Sonaba en ámbitos diversos, y muchos lo hicieron suyo de la manera más directa: se lo aprendieron de memoria. La prueba fue aquella noche.
En realidad, todo había comenzado unos días antes, sin olvidar los meses de coordinaciones previas, peloteos, solicitudes de permisos, carreras, incertidumbres y confirmaciones de última hora. Ya en suelo patrio desde finales de diciembre del 2002, Kelvis, Medina, Vanito y Athanai se sumaron al grupo Interactivo para debutar en la playita de Cojímar, inaugurando enero. Una semana después Vanito se adueñó de la sala Covarrubias, nuevamente con la banda de Robertico Carcassés, para el primero de los sucesivos conciertos individuales que funcionaron como una suerte de calentamiento. Le siguieron Medina y Alejandro en la intimidad de la salita de Bellas Artes; Kelvis, al día siguiente, en Casa de las Américas, y Boris (con su banda Los Frikis), también en la Covarrubias, cerró la tanda en la víspera del gran evento de La Tropical.

Habana Abierta en 23 y L. Foto: Elsita Lafuente.
La noche del 12 de enero, más que un concierto, hubo una fiesta. Desprolija, combinando ensayos e improvisación, tuvo de todo. Emotividad y comunicación a raudales, junto a desafinaciones y pifias matizadas de risas; bastante de caos y mucha euforia. Demasiada alegría contenida en el corazón, fue una diversión en tono agridulce que, por algo más de dos horas, nos permitió dejar a un lado el gorrión, la apatía y la nostalgia.
Sobre el escenario, Vanito, Boris, Medina, Ale, Kelvis y Athanai (que suplió en cierto modo la ausencia de Pepe del Valle) alternaron con una ecléctica reunión de amigos (David Torrens, Rochy, Gunilla, Gerardo Alfonso, Juan Carlos Piñol, Diego Cano). Hasta a Santiago Feliú se le veía por allá atrás, mientras el cambiante equipo de Interactivo (una vez más) ponía la instrumentación, a veces sobre la marcha.
El repertorio privilegió el material de 24 horas (nueve de sus 13 piezas) junto a canciones de cada uno de ellos por separado. Una tórrida mezcla de estrenos y otras ya conocidas que podían remontarse al Rockasón que figuró en el único disco de Lucha Almada. Séptimo cielo (Athanai), Me pides (Kelvis), Yo no tengo la culpa (Boris), Chocolate con churros (Alejandro), Máquina de amar (Medina) y La Habana a todo color (Vanito) pusieron de cabeza al respetable. Voces roncas por las emociones del reencuentro, y la saturación compartida de madrugadas, alcoholes, cigarros, anécdotas, esto, aquello y lo otro. La despedida perfecta con el clásico Chirrín chirrán de Los Van Van fue la apoteosis, aunque nadie quería que el show acabara.
Un paréntesis: recuerdo que, mientras sonaba Divino guión, en el momento en que los no sé cuántos miles de gargantas gritaron la ya famosa frase “Habana Abierta te lo trae…” y viene la palabra (que empieza con “pin” y termina con “ga”), dos policías que se hallaban al fondo del salón, conversando despreocupados, se pusieron de pie, en alerta, mirando hacia todos lados y previendo que se produciría un desastre. Al ver que nada pasaba, y el jolgorio seguía, quizás creyeron haber escuchado mal y retomaron su interrumpida charla.
Esa noche Habana Abierta nos devolvía un pedazo del país de todos, con el que habían cargado al mudarse a Madrid, y que ahora traían en viaje de regreso desde el otro lado del Atlántico. Un territorio donde María Teresa Vera, Nirvana, Bola de Nieve, Joaquín Sabina, Pearl Jam, Spinetta, Silvio y Pablo, Led Zeppelin, Tracy Chapman, Caetano, Los Beatles y Los Reyes 73 intercambiaban ideas y se sentaban juntos a componer. Al margen de la lógica deuda cultural, su sonido tenía poco que ver con el de las generaciones precedentes, ni con el de la que siguió, cronológicamente hablando. Sin embargo, su influencia inequívoca se desparramó por la isla.

Concierto de Habana Abierta en La Tropical, en 2003. Foto: Elsita Lafuente.
A menudo se dice que ellos pusieron a bailar a la trova, lo cual no es exactamente así. Hubo un segmento del MNT que ya había incursionado en esas lides, como lo atestigua la obra de Manguaré, Moncada y Mayohuacán, entre otros. En todo caso, el aporte de Habana Abierta fue más bien conceptual, la consolidación de un estilo sin ataduras, como un abrazo entre NG La Banda y Pedro Luis Ferrer.
Un corrientazo lúdico para el cuerpo, y textos que, entre la metáfora, la ironía descarnada y el lenguaje de calle, desnudaban afinidades, cuestionamientos, anhelos, dudas y roñas. Dentro de la aparentemente continua invitación a la pachanga, anidaba un retrato profundo de escaramuzas generacionales en un país en precario equilibrio entre el disenso y el compromiso, los sueños demasiado tiempo engavetados y las esperanzas atornilladas a un futuro cada vez más escurridizo.
No obstante, tampoco todos se rindieron a su embrujo. Así como hubo timberos tomando nota de lo que pensaron era una fórmula de éxito, también hubo ojos y oídos vigilantes para que las letras y actitudes no se salieran de control. De otra parte, estaban los extremos esmerados en ignorar lo que sucedía con su música. Metaleros para quienes allí no había suficiente rock, y trovadores para los que no era suficiente trova.
Pichi Perugorría y Arturo Soto recogieron la efervescencia de esos días en un documental que incluyó ese concierto final. Historia audiovisual que conviene repasar de vez en vez, y reflexionar en torno a lo que se ha ganado y perdido en el largo camino hasta hoy.
Desde entonces han pasado 20 años convulsos, estimulantes y desgarradores. Tal vez sea mucho tiempo, a pesar del recurrente enunciado de Gardel. Pero si uno transita por la avenida 41, se acerca al largo muro exterior del Salón Rosado, y afina el oído, todavía es posible escuchar los ecos de la algarabía. En buena medida, un pedacito de todos nosotros, los sobrevivientes, se quedó para siempre por allá adentro.