
Yosvany Terry: el arte de la identidad
A pesar de que medios como The New York Times señalan a Yosvany Terry como uno de los músicos que han redefinido y complejizado el Latin jazz, su nombre no es una referencia notable entre el público cubano más joven. Hace décadas radica en New York, aunque se mantiene muy conectado con el ecosistema cubano y, desde allá, defiende los cimientos de nuestra música. Sus estudios de la música afrocubana, el manejo del saxofón como instrumento principal, del chekeré heredado por su padre, Eladio Don Pancho Terry, su trayectoria como compositor y pedagogo, una nominación al Grammy en la categoría de Mejor Álbum de Jazz Latino y su recorrido como director de la Harvard Jazz Band, lo colocan en el estrado de la música cubana como uno de sus hijos más prolíficos.
Aprovechando su corta estancia en La Habana pude llegar hasta su casa y ser recibida por su madre, quien aprovechó para contarme un poco, desde su perspectiva, cómo ha lidiado con los Terry, una familia completamente musical… Y procuró que no faltara el café durante la conversación con Yosvany.
Siempre he pensado en la condición especial de un niño que nace en un hogar lleno de música. Sobre todo cuando algún miembro de la familia, en este caso tu padre, es un músico reconocido. ¿Qué ocurre cuando se crece en un ambiente tan particular?
Bueno, es fácil en el sentido de que los niños no tienen conciencia de ello. Naces en un hogar repleto de arte y piensas que eso es la vida, que no hay nada más allá. Es como el niño que crece con muchos juguetes y se piensa que todos sus compañeros tienen muchos juguetes o, por el contrario, el que nace sin juguetes y está forzado a usar la imaginación para darle forma a todos los personajes que habitan en su cabeza. Entonces, un hogar donde la música esté en el centro tiene muchas cosas buenas: una es que a temprana edad define la disciplina que llevarás de por vida como músico; otra, la sensibilidad y la apreciación de las artes. No tienes mucha más opción porque, en nuestro caso, por ejemplo, como mi padre era violinista y tocaba chekeré, siempre lo veíamos estudiando, lo veíamos tocando con la Orquesta Maravillas de Florida, de la cual fue fundador y director por mucho tiempo. Un niño convierte eso en su aspiración; aspiras a convertirte en músico, tus padres se convierten en el modelo a seguir.
Mi madre era enfermera pediátrica y tenía otros sueños para nosotros. Quería que yo fuera médico, cosas así (risas). Pero el hogar seguía lleno de música y claro, uno lo absorbe. Decides entonces que sí, quieres ser músico, y de pronto te encuentras con que no puedes salir a jugar los sábados porque los domingos tienes clases. Y al principio no lo entiendes, están todos tus amiguitos fuera de la casa esperando por ti y, bueno, tu padre te recuerda que decidiste estudiar música. A tan temprana edad aprendes que para que la clase vaya bien el domingo, tienes que estudiar el sábado.
¿Se mudaron temprano para La Habana o la infancia transcurrió en Camagüey?
No, no, iniciamos con la música desde Florida, Camagüey. Viví allí hasta cuarto grado. Desde los cinco años, el profesor venía a la casa, empezamos por solfeo. Mi padre viajaba y, cuando no, siempre estaba en casa estudiando, o tocando en la ciudad. Entonces, crecer en un ambiente así, con músicos activos, compositores conocidos, te ayuda mucho.
Además, eran los tiempos en los que había carnavales en Cuba casi todo el año. El carnaval de Florida era uno de los más importantes de la provincia de Camagüey, el segundo luego del municipio cabecera. Florida era un pueblo que tenía dos centrales: pasaba la Carretera Central, pasaba el ferrocarril, tenía industria arrocera, tomatera, era un centro donde confluía mucha gente buscando trabajo. Precisamente por eso tenía un gran carnaval. Hasta allá llegaban Benny Moré, Miguelito Cuní… todo el mundo. Entonces, claro, a temprana edad te das cuenta de que tu casa es una embajada musical por donde grandes músicos han transitado. Para Terry niño, convivir con las grandes figuras de Cuba era normal, no hay diferencia entre lo que veía por televisión y las visitas a la casa. Puedes escucharlos en un disco, pero lo has visto en vivo. Claro que no eres consciente de lo que ocurre pero te empapas en ello, entra por ósmosis. Un niño desarrolla incluso capacidades intelectuales en un hogar musical, aprende a manejar lenguajes diferentes, abstractos. Aprendes a manejar formas, espacios, silencios, entiendes la conversación entre los instrumentos, entiendes la reacción que esto tiene en la gente.
Mi familia materna, emigrados de Haití, continuó en Cuba practicando los rituales del vudú. A la música de mi padre le añadí los tambores religiosos y los pude asociar con la conducta de las personas que los usaban: el baile, la teatralidad, la gesticulación. Luego tratábamos de imitarlos percutiendo en los calderos.
Esto es lo que ocurre en tantas familias de músicos. Desde la familia de Johann Sebastian Bach, los Mozart, la familia Marsalis, los Valdés (Chucho, Bebo), los López-Nussa, los Romeu, los Rubalcaba, los López-Gavilán. En fin, la música siempre ha nacido en el seno familiar, los conservatorios son un nuevo concepto. Anteriormente se estudiaba con un profesor privado, por eso encuentras a tantos músicos que han quedado en la historia y no tienen “academia”. El estudio de la música en academias es relativamente moderno, los conservatorios con este concepto de “conservar” lo que puede ser tomado como patrimonio, surge en el siglo XVIII, un poco más, un poco menos. Músicos como Haydn, Händel, recibían alumnos todo el tiempo.
Tu padre, más conocido como ejecutante del chekeré, fue tremendo violinista, además. Ustedes también estudiaron violín. ¿Cómo fue la derivación de un instrumento a otro?
Nosotros estudiamos violín, sí. Mi padre fue fundador de la Orquesta Maravillas de Florida y en ella tocó por 35 años. También trabajó con la Sinfónica de Camagüey y, por supuesto, cuando escribía obras para la Sinfónica los copistas éramos nosotros, los tres hermanos, éramos un ejército para un trabajo tan complicado (risas).
Luego, fuimos cada uno eligiendo su camino: Yoel, nuestro hermano mayor, eligió la flauta, yo, en el medio, el saxofón, Yunior el violín y luego empezó a estudiar contrabajo.
Tuviste un momento en tu carrera donde hiciste un tránsito por la trova. Acompañaste a nuestro querido Santiago Feliú, a Silvio Rodríguez… ¿dónde quedó la trova en la carrera de Yosvany Terry?
La trova es una experiencia que no dejas, sino que te acompaña. Es como un modo de ver la música, de entender lo interdisciplinario en el arte. Estamos hablando de poesía, música, teatralidad, de cómo encajan en un contexto histórico determinado. Es algo que no abandonas; si no he hecho más es, sinceramente, porque no se me ha dado la oportunidad, porque me llaman y la hago con gusto.
Claro, en ese momento de crecimiento de la Nueva Trova los arreglos musicales que se usaban eran extraordinarios.
En efecto, Silvio con Afrocuba, por momentos con Irakere. Pablo y su grupo, donde tocó en algún momento Emiliano Salvador. Santi y Estado de Ánimo. Hay una historia compartida entre la trova y la buena música. No solamente por las cosas de la Nueva Trova sino desde antes: Sindo Garay, María Teresa Vera, Pepe Sánchez. Son movimientos que evolucionan y se convierten en otras cosas. Luego hubo bolero, filin, con toda esta sensibilidad armónica, colores y ambientes musicales que se desarrollaban allí.
Tengo en mi mente, además, esa relación hermosa de la trova cubana con Chico Buarke, Caetano Veloso, Fito Páez ―con quien tuve el placer de trabajar―, Charly García, Spinetta, Donato Poveda, Mercedes Sosa… Si te gusta la trova, te gusta la parte transnacional del movimiento, que atraviesa el continente, e incluyo a España, aunque seguí menos a Sabina, a Serrat… a lo mejor por cómo me identificaba con quienes compartían un espacio geográfico, la experiencia latinoamericana, el sur, los mismos ancestros, las mismas raíces. En España tuve otras sensibilidades, la música gallega por ejemplo, y el flamenco.
Bueno, el flamenco, que tiene tanto de África.
Claro, entender el flamenco nos lleva a los moros y sus rutas comerciales: uno relaciona al flamenco con el Norte de África pero tiene una gran influencia de Mali, de Senegal. Cuando vas a la literatura y ves la gestualidad, los melismas del flamenco, lo ves en esos otros países. Esto lo aprendí hace poco, en realidad, con una profesora de Historia del Arte Africano que me enseñó que lo que sabemos de África es siempre poco.
Yosvany, te vas para New York en 1999. Decides quedarte por allá, hacer carrera. ¿Cómo influyó en ti el fenómeno de la migración, en la búsqueda de tu lugar en una ciudad como esa?
Eso tiene varias respuestas. Mi familia está marcada por la emigración. Por parte de madre, todos vinieron de Haití. Por parte de padre, de Jamaica y España, mi abuelo era canario. Ya lo de la emigración está en la sangre. Nosotros vinimos de Florida a Camagüey, a La Lisa, a Marianao… ahora estamos en Kholy… y hasta Coppelia no paro, como dice un buen amigo.
Para mí la relación con la emigración va por otro lugar, por el entendimiento de que un músico debe pasar por la meca de las artes. Mozart se la pasaba viajando, buscando contratos en diferentes ciudades; te enteras, si lees sus cartas, de que recorrió gran parte de Europa. Los orígenes de las artes siempre han estado en movimiento, tienen esa alma en peregrinación. Yo lo asocio con una oportunidad para crecer como artista.
Mi idea original era vivir en París, meca de las artes en el siglo XIX… todos los grandes artistas tenían que pasar por allí. Entonces yo apliqué para La Sorbonne y todo. Por suerte no me aceptaron (risas), porque así tuve otra carrera por delante. Cambié los planes para New York. La primera vez que fui no tenía idea de quedarme. Yo estaba viajando con frecuencia a Estados Unidos con la Stanford Jazz Workshop y tuve la oportunidad de conocer a grandes músicos allá. Recuerdo los primeros contactos con músicos “mayores”, arquitectos a la hora de construir el lenguaje musical; me di cuenta de cómo todos estos conocimientos se iban transmitiendo en una comunidad determinada a partir de la experiencia de trabajar, tocar y sudar juntos. Vas entendiendo que si realmente quieres crecer, tener dominio, ser auténtico, tienes que pasar por la meca. Así llegó mi interés de vivir en New York.
Y una ciudad como New York, tan activa, tan diversa, con la confluencia de tantas identidades, tantas formas diferentes de la música…
Exacto; Europa, Asia, Medio Oriente, Israel… trabajar con japoneses, con gente de todas las Américas. La exposición a tantos estilos te hace diferente.
Imagino que una ciudad tan viva como esa pueda ser imponente. Uno puede sentirse diluido entre tantas influencias. ¿Te sentiste así en algún momento?
No. Yo creo que esa sensación —que sí existe, es un hecho— te empuja un poco a la definición. Desarrollas un interés por definir tu propia identidad, buscarla, visualizar los aportes que vas a hacer a ese fenómeno tan diverso. Se fue Cervantes a París, se fue José White, pero ninguno fue más francés, sino que llegaron más profundamente a su cubanía. Comencé entonces a ver las herramientas que tenía conmigo para crear un lenguaje, para dejar una pequeña marca. Creo que te ayuda a encontrarte a ti mismo, sí, te das cuenta de que la única forma que tienes de volar más alto es profundizar en los cimientos.
Es una experiencia que uno no puede compartir, no puede traducir con palabras. Desde que comencé a ir a Stanford en el 95, expuesto a los grandes maestros del jazz, comencé a tener un gran problema: cómo contar esa experiencia a mis amigos aquí. Eso hay que vivirlo, no hay forma de explicar lo que sientes cuando oyes a McCoy Tyner en una conferencia magistral. Empezaron a crearse estos conflictos intelectuales, por eso le digo a todo el que pueda elegir su camino, que pase por New York aunque sea una temporada.
Has trazado toda una línea de influencias en el jazz contemporáneo con proyectos que defienden lo afrocubano. He leído muy buenas críticas en The New York Times sobre proyectos como Afro-Cuban Roots, que mezcla la música con las danzas folclóricas, respaldado por tus propios estudios del tema, innovando. ¿Has temido alguna vez que te encasillen en un estilo determinado, tan grande como es el jazz?
La respuesta es no. Desde que yo empecé a estudiar, el concepto de música para mí es muy amplio. Música era ver a mi padre dirigiendo la orquesta o cuando tocaba en la Sinfónica. Era toda la música clásica que tuve que estudiar en el conservatorio. Es todo, y como lo concibo así, no tengo disyuntivas. Además tengo muchos grupos: un cuarteto que hace jazz contemporáneo, un quintento que hace algo similar, Afro-Cuban Roots que se divide en dos proyectos diferentes, uno que trabaja la tradición arará, otro que trabaja la lucumí, que aún no lo he grabado pero hemos tocado mucho. Tengo otro proyecto donde somos doce músicos y tocamos composiciones que he desarrollado alrededor del tema de las Parrandas de Remedios, que tampoco se ha grabado, pero está. Tengo un trío de piano, chelo y saxofón, y hacemos música clásica.
No veo cómo se me pueda encasillar en solo un proyecto aunque entiendo que, resaltando uno más que otro, sea difícil asociarme a todos los estilos por igual. Por suerte, después de 24 años viviendo allá, lo han entendido un poco mejor (risas).
El álbum New Throned King (5 Passion Records, 2014), una celebración a la música arará, grabada con tu banda Ye-Dé-Gbé, fue nominado a los Premios Grammy como Mejor Álbum de jazz latino. ¿Puedes hablarme de la experiencia con este disco?
Es un disco que dediqué al estudio de la música arará. Yo venía trabajando el tema desde Cuba, en realidad, no música arará específicamente, sino afrocubana en general, pero una cosa lleva a la otra. Aquí tenía un proyecto con los músicos de Danza Nacional, donde estaban Óscar Bolaños en la percusión, Santa Cruz, Angelita Rodríguez, Ciro, Regino Jiménez -tamborero-, mi padre, mi hermano, Roberto Vizcaíno… la crema y nata de la música afro… y yo hacía los arreglos. Ese proyecto se desconoce en Cuba completamente. Las cosas que suceden: fuimos a grabar a los estudios del ICRT; teníamos como ocho números planeados, arreglos de palo monte, lucumí, la tonada trinitaria, rumba… Quedamos todos sumamente contentos. En aquel tiempo se grababa en cintas. Cuando regresamos la próxima semana para mezclar, un grabador había cogido la cinta y había grabado otro proyecto encima. Se perdió todo. Ya supondrás lo que significa.
Eso me sirvió para establecer conexiones con el estudio de la cultura arará, fundamentalmente cuando empecé a trabajar con Steve Coleman y AfroCuba de Matanzas. Siempre les pedíamos que hicieran cosas propias en las giras, sobre todo en Europa, y ellos siempre hacían cosas arará. Yo había escuchado algunos cantos pero no estaba tan familiarizado. A partir de ahí, con la oportunidad de un grant para el proyecto, comencé a investigar el tema.
Rastreando un poco mis raíces me di cuenta de que tengo conexiones con esta cultura por los orígenes haitianos, el vudú que viene de Dahomey, como los arará. Lo que pasa es que en Cuba está segregado; los haitianos se mantuvieron en la región oriental (Guantánamo, Santiago de Cuba, Camagüey), allí se quedaron en la caña y el café. Los arará no se expandieron tanto, se quedaron por Matanzas y zonas aledañas… Entonces te das cuenta de que musicalmente es muy similar, los tambores, las deidades, el idioma, etc.
El resultado de todo este estudio es el álbum del que me hablabas, New Throned King.
Entrando al tema de la docencia, directamente a uno de los proyectos más relevantes y recientes, ¿cómo ha sido la experiencia en la Universidad de Harvard, tanto impartiendo conferencias como dirigiendo la Harvard Jazz Band?
Esta aventura comenzó en el 2015. Ocho años ya. La docencia siempre me gustó. Yo daba clases desde Cuba, en la Escuela Nacional de Arte (ENA) impartía una asignatura que ni siquiera sé si existe aún: Metodología de la enseñanza. Di clases en la Universidad de las Artes (ISA) a los alumnos de otros países que venían a estudiar música popular y cosas así. Luego, en Estados Unidos, di clases en Standford Jazz Workshop, en The New School, también clases privadas en un período de tiempo. La enseñanza siempre ha estado presente en mi vida.
Harvard me ha dado la oportunidad de poder crecer como músico, en cuanto a metodologías y formas de la enseñanza que normalmente no te encuentras acá en Cuba, lo que de cierta forma me entristece porque bien se pudiera enseñar con un rigor similar. Allá tengo la libertad de preparar los cursos que yo quiera; entonces desarrollo cursos que me hubiese gustado tener cuando yo estudié y que nunca se impartieron, ni se hacen actualmente. Uno es sobre Art Blakey and the Jazz Messengers, por ejemplo, usándolos como punto de referencia para estudiar el contexto histórico social de su música, las personalidades involucradas y cómo derivó en una de las instituciones más importantes del jazz del momento. Tengo otro curso donde enseño tradiciones del África del Oeste, pasando por las yoruba, lucumí, algo de arará. Tengo un curso de música cubana que abarca desde 1800 hasta 1950 a través de seis compositores: Miguel Faílde, Sindo Garay, Ernesto Lecuona, Arsenio Rodríguez, Bebo Valdés y Enrique Jorrín. Ahí recorro todos esos géneros: danza, contradanza que luego se convirtió en habanera, trova tradicional, danzón y todos sus derivados, zarzuela, la canción popular, el desarrollo del son, chachachá, etcétera. Junto al director de la orquesta sinfónica de allá Federico Cortese, italiano, imparto un curso que se llama ¿Cómo funciona la música?, otro sobre performers de la diáspora africana y así; desarrollamos cursos según nuestros intereses y los de los estudiantes.
Ahora voy a empezar otro con la Decana del Departamento de Música, sobre tradiciones africanas. Para mí estos cursos son la oportunidad de crecer, de profundizar en el porqué de las cosas.
Parece increíble, con lo prolífico que es el jazz en Cuba, que no se modifique el programa de las academias, que no se incluya este y otros cursos que podrían ser tan útiles.
En cierta ocasión me invitaron a una conferencia de musicología en el ISA y yo hablé de la importancia de incorporar, si no estos cursos de los que hablo, al menos un programa más profundo donde se hable de los orígenes de la música cubana, de las raíces africanas. Señalé la necesidad de incorporar el jazz en la escuela para que se mantenga vivo, como ocurre en las universidades de allá. Encontré resistencia por parte del claustro, “no hay que arreglar lo que no está roto”. En los talleres que he impartido acá me doy cuenta de que los más jóvenes, incluso con gran dominio de sus instrumentos, desconocen muchas de las figuras fundamentales de la cultura cubana, los géneros tradicionales, los cimientos de nuestra música.
Sin embargo, seguimos graduando buenísimos músicos.
Instrumentistas, sí, no sé en qué va, estará en el agua (risas). La larga tradición es innegable, pero culturalmente estamos sufriendo mucho. Pudieran alimentar el programa de estudios con las investigaciones de diploma de musicólogos, por ejemplo. Espero que en algún momento estas batallas triunfen, por el bien de la música cubana.
Vienes a Cuba con frecuencia, sin embargo, no se te ve mucho en los escenarios. Hace un tiempo estuviste por Fábrica de Arte Cubano, ¿tienes algún plan de conciertos en La Habana?
En los últimos cuatro años me he mantenido viniendo, sí. Tengo a mi madre en Cuba y no quiero perder el contacto con el acontecer del país. No estoy tocando, esta vez he venido a investigar y componer. Estoy escribiendo tres escenas de una ópera que quiero hacer sobre [José Antonio] Aponte. Me gané un grant que voy a dedicar a esta labor. Estoy colaborando con Teresita Fernández, reconocida artista plástica radicada en New York, con Bárbaro Martínez-Ruiz, uno de los profesores de arte africano más importantes de allá, que hizo su doctorado en Yale, con una carrera increíble… y cubano (risas).
Pensé en Aponte para hacer un poco de justicia social. Mostrar quién fue, qué hizo. Se sabe de él que era carpintero ebanista, luego supe que sus ascendientes paternos lucharon en las milicias de pardos y morenos, que se enfrentaron a los ingleses en la toma de La Habana. Fue de los primeros que luchó contra el poder colonizador, con ideales que comenzaban a formarse dentro de la nacionalidad cubana: la lucha para erradicar la esclavitud, la búsqueda de un mundo donde los afrodescendientes fueran libres, donde la igualdad primara. Su rebelión aquí se estudia muy poco, aunque todo el mundo sabe el final: los mataron y colgaron sus cabezas para desalentar las posibles rebeliones de esclavos. Por sembrar la semilla de lo que podía resultar en una sociedad nueva, auténticamente cubana, libre.
La idea de esto es reimaginar a Aponte, la importancia que aquella rebelión tuvo, narrar una epistemología más centrada en el África, en idearios, en cosmogonías que nos llegan de allá. Es la oportunidad de hacer historia, y de hacerla diferente.
Este, unido a otros proyectos que tengo, de momento me ocupan el tiempo en Cuba, por ahora fuera de los escenarios. También quiero seguir impulsando un poco a los jóvenes cada vez que tenga la oportunidad. Por ejemplo hicimos un concierto en los Estudios Abdala, junto a Robertico Carcassés, Oliver Valdés, mi hermano, y otros colegas, y logramos llevar una guagua llena de estudiantes para allá. Fue muy lindo.
También estoy involucrado en el Fondo de Arte Joven, junto a Habana Clásica y la Agencia Suiza para el Desarrollo y la Cooperación (COSUDE), que me ayudó con unos talleres que hice en enero de jazz y música popular, junto al proyecto Horns to Havana. Colaboro con ellos lleno de expectativas porque me parece que puede significar una gran oportunidad para la carrera de muchos músicos jóvenes en un momento donde las oportunidades en el sector cultural son cada vez más escasas. Es interesante ver cómo a raíz de este trabajo, muchas instituciones han comenzado a gestionar soluciones, facilitar instrumentos, etc., y se han acercado al Fondo.
A propósito de esta asociación tengo algunos sueños que incluyen la docencia en Cuba. Estoy buscando soluciones para llevar estudiantes y compositores cubanos a viajar por todo el país. Vamos a Jagüey Grande, a Trinidad, Camagüey, Matanzas, Santiago de Cuba, en busca de la tumba francesa, el punto guajiro, la tonada trinitaria…, en busca de los orígenes musicales que radican en estos territorios. Sería lindo hacer luego un concurso de composición que incluya esos ritmos y poder despertar las tradiciones que yacen por ahí, agonizando, casi muertas.
Pero estos son solo sueños, que espero se puedan lograr con el apoyo de este tipo de proyectos, que ojalá no nos falten en la Cuba futura.