
Ven acá, chico ¿por qué tú compras discos?
En 2007 mi padre viajó por primera vez a México. Por supuesto, al regresar a casa vino la tan esperada sesión del pacotilleo: a desgarrar las maletas y provocarles hemorragia hasta que solo quedara, si acaso, la ropa sucia.
Mi encargo más ansiado era una raqueta de bádminton marca Yonex, el Porsche de las raquetas de bádminton. En seguida me puse a jugar contra la pared del comedor sin hacer mucho caso de los gritos desesperados de mi madre, temerosa de que el volante hiciera algún destrozo. De repente mi papá me lanza su silbido característico y me dice “¡Ah! Mira lo otro que te traje”. Ninguna respuesta de mi parte. Vuelve a silbar y me grita “¡Ivan-ci-tooo mira pa’ acá!” Entonces miré.
Me mostraba en sus manos el DVD Acceso total de la banda de pop rock mexicana Maná (¿Qué? Todos tenemos un pasado oscuro. Todos tenemos manchas en el expediente. Todos tuvimos esa edad, ¿no?). La pared me ganó el set. Dejé la raqueta y el volante tirados en el suelo y me dispuse a romper el nylon para poder apreciar aquel objeto. Entonces ocurrió la magia. Esa caja digipack (el nombre del formato lo supe años después), con esa textura tan disfrutable al tacto, con ese olor extrañamente agradable, con un libro dentro, con fotografías, con un documental de la banda favorita de mi niñez y adolescencia, del que no tenía la mínima idea de su existencia, me fulminó. Corrí a insertarlo en la computadora (no fue hasta el segundo viaje que tuvimos reproductor de DVD) y lo vi tres veces seguidas esa noche.
Hasta entonces la música entraba a mi casa a través de un hombre que venía cada vez que lo llamábamos, con los últimos discos del momento envueltos en una gran maleta negra, por un valor de 3 CUC. Eran piratas, por supuesto, con carátulas mal impresas y los nombre escritos a mano en los CDs con plumón permanente. De hecho, en mi infancia más temprana me preguntaba cómo era que estos vendedores (padres de los paqueteros actuales) pagaban a los “Bad Streets Boys” con lo complicado que era negociar con los extranjeros en aquella época. Tiempo después descubrí dos cosas muy importantes: que en realidad se llamaban Backstreet Boys y que las portadas no se hacían en Power Point, que el Power Point no era una herramienta de diseño profesional.
Así empezó este fetiche mío. Dejé de pedir raquetas y videojuegos a quien salía de viaje y descubrí que aquí también había tiendas de música. Oye, pero estos son más caros que los que trae Tatico. Solo los de Buena Fe mamá, lo prometo. Bueno, a ahorrar. ¡Al fin ya los tengo todos! Bueno, ahora Moneda Dura… X Alfonso… Silvio ¡Uf, qué caros estos!… Y así… Al completar las discografías de mis preferid@s nacionales sentí cierto vacío. Y empecé a comprar según los diseños. Sí, se volvió un vicio que rayaba lo patológico. Pero gracias a ello descubrí obras maravillosas como La isla milagrosa, de William Vivanco, La maquinaria, de Juan Formell y Los Van Van, En guarandinga por toda Cuba, de Rita del Prado y el Dúo Karma, entre otras.
Hoy, entre CDs, DVDs y vinilos, mi colección ronda los 500 discos. 500 discos en los que se puede leer claramente la evolución de mi gusto musical, aperturas a nuevos géneros y, por supuesto, no pocas historias de afectos. Y ahí está Acceso total, de Maná, claro está, por desatar esta tormenta; Segunda cita, de Silvio Rodríguez, que me regalara mi hermana al graduarme del preuniversitario; John Lennon Anthology, mi primer box set y puerta a una relación hermosa y otros micromundos; En vivo, primero que tuve del zurdo maravilloso; Euforia, primer álbum que escuché de Fito Páez y recientemente autografiado; Gracia, de Yaíma Orozco y Alfred Artigas, primero que recibo del músico mismo; Live In New York, de Jack White, mi primer bootleg que me regalara ese hermano a quien me niego tildar de cuñado; dos de bandas callejeras de New Orleans que me trajo una tía que aún no comprendo cómo gané para mí; Senderos, de Santiago Feliú, gracias a un amigo tocayo que desapareció de mi vida pero que sigo amando; Skeleton Tree, de Nick Cave And The Bad Seeds, que me acompañó durante el episodio más doloroso que viví; hasta Quinto Piso, de Ricardo Arjona con el que mi abuela paterna me sorprendió una vez (claro que no de la misma forma que ella esperaba).
A lo largo de estos años siempre me han espetado la misma pregunta: Ven acá chico ¿por qué tú compras discos? A lo largo de estos años la respuesta ha evolucionado desde: Bueno… porque … porque… se oyen mejor. Pasando por: porque un disco es el resultado del trabajo de un grupo de personas y no es justo que la consumamos sin retribuirlo, es como si comieras en un restaurante y no pagaras la cuenta. Y llegando a: porque me da la gana.
Comprando discos aprendí a valorarlos y entenderlos como obras íntegras y no como un paquete de canciones inconexas. Hoy, en pleno apogeo de las playlists y siendo un millennial, no hay quien me haga escuchar nada en aleatorio. A través de los créditos que vienen en ellos fui conociendo y entendiendo los distintos roles que intervienen en la gestación de un álbum: “Este tiene un sonido que recuerda a Radiohead… ¡Ah, claro, el productor fue Nigel Godrich!”; o: “La guitarra en este tema me encanta… ¡Uf, Emilio Martiní!”.
Disfruto mucho mi colección. A cada rato me siento en el piso, frente al estante que los guarda, y desde ahí los miro. A veces saco algunos y los hojeo. Otras veces invito a alguien al ritual y le comparto historias relacionadas con ellos. Los limpio. Siempre ando buscando productos antihumedad para protegerlos. Nunca los presto. Rara vez devolví los que me prestaron. El que los quiera ver los ve en mis manos. Mis discos son my precious, gollum, gollum. Tanto que me atrevo a escribir mi afición y enviarla a una revista especializada de música.
Cazar discos se disfruta muchísimo. Cada vez que viajo a alguna provincia escarbo en cada tienda, con la esperanza de encontrar ejemplares que ya en la Habana no existen. Recuerdo una ocasión en la que encontré entre Cienfuegos y Santa Clara el Breathe, el Greatest Hits, y el Live At Ronnie Scotts’s de Yusa, a tan buen precio que compré dos copias de cada uno. También está la cacería a larga distancia, que siempre supone un enredo para cualquier amig@ viajer@. Para ello consumo unas cuantas horas y megabytes de datos revisando tiendas online de los países que visitan, chequeando disponibilidades y calculando precios según las tasas de cambio, para, finalmente, entregarles tablas con prioridades y condicionantes, cuya complejidad roza la de los planes de Etecsa. Mi última obsesión ha sido conseguir al menos una copia de cada versión de cada álbum de Santiago. Para ello he tenido que recurrir a amig@s en México, España, Argentina, Colombia y Chile, que no solo me han ayudado gestionando compras y envíos, sino que también me han sorprendido con discos extras o perdonándome las deudas. Pero verdaderamente lo que más me sorprende es que sigan respondiendo mis mensajes.
Es ampliamente conocido y trillado repetirlo: que las ventas de música en formato físico han menguado en los últimos años producto del auge de la venta digital y los servicios de streaming. Las grandes tiendas de música se reducen y las pequeñas quiebran. Con este escenario es fácil llegar a la predicción de que los discos desaparecerán pronto. Yo, contrario a esta lógica aplastante, creo que no.
El segundo argumento que tengo resulta de analizar un poco las consecuencias de la aparición de otras tecnologías en el pasado: la fotografía no acabó con la pintura, ni el cine dio al traste con el teatro, y aún seguimos fabricando arcos, flechas y ballestas. En todos los casos, las nuevas tecnologías lejos de extinguir a sus predecesoras, las hicieron evolucionar. Bastante evidente en la dupla pintura-fotografía: al surgir la segunda desaparece para la primera la necesidad de representar la realidad tal cual y es entonces que aparecen otros estilos y movimientos con grandes diferencias estéticas, y no solo temáticas, como el expresionismo, la abstracción…
Viendo esto, prefiero predecir que el formato físico como soporte para la distribución de música no dejará de existir, solo debe adaptarse y evolucionar. La mayor parte de l@s grandes artistas actuales prefieren este formato y much@s llevan a cabo distintas acciones para favorecerlo: ahí están las espectaculares ediciones especiales de Steven Wilson y Radiohead; Adele retrasando varios meses el lanzamiento digital de 25 con respecto al lanzamiento físico; Jack White y su sello Third Man Records lanzando materiales exclusivos, etc.
El primer argumento es simple: no lo quiero, porque dar un clic o tocar una pantalla con un dedo nunca será tan emocionante como romper un nylon. En este punto (o incluso desde antes), debes pensar que tengo el ego desbordado o que soy un soñador. Pero no soy el único. Y espero que algún día te nos unas.
Uff ya te sabemos regalito 🌻😋