
Un Réquiem para La Habana
Había muy buenos conciertos el 15 de abril: estaba Liuba en el Teatro Martí, Niurka González junto a la Orquesta de Cámara de La Habana en la Basílica, un concierto de Interactivo (que se suspendió) en el Anfiteatro. Era necesario escoger, porque todos sucedían en un horario similar y, nunca mejor dicho, “no se puede estar en misa y en procesión”. Decidí por varios motivos, algunos obvios y otros personales, llegar bien temprano a la plaza de la Catedral de La Habana para poder entrar y escuchar —¡por primera vez en vivo!— el Réquiem en re menor. K 626 de Wolfgang Amadeus Mozart. Las circunstancias me permitieron no solo eso, sino también conocer a fondo el proceso de montaje musical y la intensa labor de tantos involucrados en un proyecto ingente, que parecía casi irreal en este contexto.
El concierto fue el resultado de un año de planificación, gracias a un convenio de colaboración académica y artística entre la Orquesta del Lyceum de La Habana y el Balthasar Neumann Chor & Ensemble, de Alemania, con la coordinación de la infatigable Gabriela Rojas, mánager de la Orquesta. El gran coro estuvo conformado por la Schola Cantorum Coralina, el Coro de Cámara de la Universidad de las Artes, el Coro del Teatro Lírico Nacional y el Coro Masculino de la Escuela Nacional de Arte (ENA). Fue necesario además el concurso de varias instituciones: el Gabinete de Patrimonio Musical Esteban Salas, La Oficina del Historiador de la Ciudad, el Colegio Universitario San Gerónimo de La Habana, la Universidad de Las Artes, entre otras. Es bueno señalar, además, a algunas de las personas que hicieron posible este evento: Ulises Hernández, director del Lyceum Mozartiano y Rocio Mezerene, su productora; junto a José Antonio Méndez, director de la Orquesta del Lyceum; Miriam Delgado, productora de la agrupación, y Daniel Rosete, su comunicador. La presentación se insertó en las acciones por el Mes de la Cultura Europea en Cuba y las Jornadas de Música Sacra, organizadas por el Centro Cultural Padre Félix Varela. Todos querían formar parte del evento de alguna manera.

Requiem de Mozart en la Catedral de La Habana. Foto: Abel Carmenate
Para los músicos resultó una experiencia exclusiva y provechosa, pues el programa, que culminó con el concierto del sábado, abarcó toda una semana de talleres, clases magistrales y ensayos seccionales, junto a profesores y académicos del Balthasar Neumann. La batuta estuvo a cargo del reconocido director Thomas Hengelbrock, también creador del Ensemble. Fueron cinco días de trabajo intenso, de aprendizaje e intercambio cultural. Entre los invitados, tanto solistas vocales como instrumentistas, había músicos de Argentina, Austria, Alemania, con una trayectoria admirable y una vasta experiencia, que compartieron con los nuestros en clases y en escena.
El primer ensayo tutti tuvo lugar dos días antes del concierto, y ser testigo presencial fue casi tan fascinante como ver la presentación misma. Mi impresión fue absoluta al enfrentarme tan de cerca a un conjunto que entre la orquesta y el coro sobrepasaban los cien músicos. Las primeras notas me estremecieron, la música del Réquiem me conmovió como nunca antes, tardé en reponerme de la fuerza de la sonoridad viva.
La forma de dirigir de Thomas Hengelbrock me resultó no menos sorprendente. Convidaba a los músicos a sentir todo lo que estaba pasando, utilizaba símiles y metáforas constantemente, que buscaban conectar a cada intérprete en una misma línea de entendimiento del hecho sonoro. Las repeticiones eran constantes, no le valía continuar tras una nota mal dada, pero no se sentía tedioso; cada nueva interpretación era diferente tras las sugerencias y explicaciones precisas que procuraba Hengelbrock. Fue una clase también para mí: la confirmación de que la buena interpretación de la música debe implicar el sentirla y comprenderla. Tuve la certeza de que aquel director comprendía todo: la minuciosidad con que reparaba en cada detalle, su manera de guiar la obra más allá de lo escrito en la partitura. Es esto lo que hace de cada interpretación un momento único.
De ahí la recurrencia del tópico de la universalidad y la trascendencia del lenguaje musical. A pesar de las diferencias de edad, las distancias culturales, incluso la complejidad que suponía la traducción de muchas de las acotaciones de un idioma a otro, cuando los instrumentos y las voces sonaban, toda posible incompatibilidad se perdía en la música. Era evidente la conciencia de los intérpretes de la excepcionalidad del momento, incluso en los recesos muchos permanecían ensayando.

Requiem de Mozart en la Catedral de La Habana. Foto: Abel Carmenate
Detenerse en detalles organizativos se hace necesario al hablar de presentaciones como esta, que deben movilizar tantos músicos y recursos. Como espectadores, muchas veces olvidamos el trabajo y el tiempo que toma lograr una hora de concierto, toda la planificación logística que requiere, los contratiempos, los cambios de último minuto. El público suele ser ajeno a la importancia del proceso de montaje de las piezas, las transformaciones que se dan con cada ensayo y cuánto ha debido madurar el intérprete para llegar a la función. No es tarde para mirar el concierto desde esta perspectiva.
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Traspasar las puertas de la Catedral supone una transformación en el estado de ánimo. A pesar del desorden al que estamos acostumbrados, cuando entramos a un lugar de culto, algo pasa, cierta solemnidad nos invade. Cada uno se esforzó por encontrar un lugar para sentarse, pocas veces había visto tantas personas reunidas para presenciar un concierto de música clásica. La entrada fue libre, los portones se mantuvieron abiertos, se habilitaron todos los asientos que el espacio permitió, mucha gente quedó de pie. Me sorprendió la heterogeneidad del público. Por supuesto, estaban los embajadores, los directivos, los familiares o amigos de los músicos (es decir, los habituales en estos eventos), pero también había muchos rostros comunes, de diversas edades y formas de percibir lo que estaba ocurriendo.
El concierto fue pensado para esa gran convocatoria y multiculturalidad, cada programa de mano incluía un código QR que contenía los textos de las obras en latín y alemán, y sus traducciones; así como las biografías del director y los solistas invitados (las alemanas Katja Stuber, soprano y Anne Bierwirth, alto; Roger Quintana, tenor cubano y Lisandro Abadie, barítono bajo argentino). Con total eficacia y gracias a la tecnología quedaron resueltos varios siglos de distancia y desconocimiento. Se interpretaron, en este orden, el Salmo 43 “Richte mich, Gott” Op. 78 No. 2 (1844), Sinfonía para cuerdas no. 13 en do menor “Sinfoniesatz” (1823), ambos del compositor Felix Mendelssohn, y el “Réquiem” en re menor, K. 626 (1791). La gran mayoría de los presentes estaba allí por el Réquiem, pero tanto el salmo, como la sinfonía fueron interpretados con una magistralidad más que disfrutable. Probablemente algunos habrán sentido cierta cercanía entre las palabras sobre las que versa el salmo y la realidad cubana. Resulta a veces imposible evitar la asociación de cualquier referencia al presente que se impone. El arte en su polisemia, tiene esos poderes.
Cuando comenzaron las cuerdas del Réquiem recuerdo que miré con detenimiento a mi alrededor y comprobé con una extraña satisfacción que no es necesario profesar creencias religiosas, o tener conocimientos profundos sobre historia de la música, o una madurez determinada, para sentir la impresión de lo sagrado. El modo en que la conjunción del coro y la orquesta inundaron la Catedral fue sublime. Y siento que al intentar describir la sensación con palabras, corro el riesgo de simplificarla.

Réquiem de Mozart en la Catedral de La Habana. Foto: Abel Carmenate
Pensé en los que estuvieran escuchando la pieza por primera vez —qué privilegio hacerlo en una ocasión como esa—, en la maravilla de reconocer los diálogos exquisitos entre las cuerdas y los vientos, en la dulzura que Mozart otorga siempre al clarinete. Sin llegar a ser un Réquiem en extremo grave, cómo no estremecerse ante la fuerza del Rex tremendae; cómo no conmoverse con la angustia del Lacrimosa. La obra con sus sucesivos cánones te envuelve y penetra de tal forma, que recuerdo haber escuchado a algunos luego de salir del concierto tararear el “hosanna in excelsis”, quizás sin tener conciencia de qué estaban cantando.
Ciertamente ese gran número de personas convocadas tuvo consecuencias, sobre todo para la acústica natural con que se realizó el concierto. Algunos no están acostumbrados a permanecer tanto tiempo en silencio; hubo mucho movimiento durante toda la presentación, a causa de las puertas que se mantenían abiertas y la búsqueda incesante de algunos de un huequito para ver mejor lo que estaba pasando. También porque el cubano que se encuentra con un conocido es difícil que se resista a saludarlo. Pero a la vez, el hecho me pareció casi insólito y ante todo, feliz. La sala de concierto se colmó de un público que llegó de forma espontánea y disfrutó con naturalidad de una interpretación de excelencia, sin costo alguno. Era una escena digna de lo real maravilloso de nuestra Isla.
- Requiem de Mozart en la Catedral de la Habana. Foto: Lilien Trujillo
Pocos olvidaremos el calor terrible que había, que transformó los programas en abanicos improvisados. Sin embargo, cuando coro y orquesta alcanzaban su definición mejor, luego de un crescendo bien logrado, no había lugar para distracciones. El público se dejó llevar por la música —tal como pedía Hengelbrock en sus ensayos—, por la gestualidad y el movimiento que produce el contrapunto. Aquella música de carácter sacro, compuesta en la Europa del siglo XVIII estaba sonando en La Habana, más de dos siglos después. Cada experiencia es única, pero la Catedral toda permaneció varios minutos aplaudiendo después del rittardando que acentuó el ímpetu del último “pius es”. Y fue una Catedral en muchos sentidos, desbordada.
Felicidades Anabel. Me encantó la reseña!
Gracias por hacernos sentir la misma emocion al leer tu reseña. Viva la musica!!!