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Artículos Diseño: Mayo Bous

Se mira, se escucha y se goza. Música e imagen, una relación y algo más

¡Primero escucha…!, sentenciaban desde las filas del Clan 537, a dos años de nacido el presente siglo. De esta manera quedaba expuesta la enorme facilidad con que muchos (para bien o mal) somos propensos al disfrute de la música, sin advertir en todas las ocasiones qué estamos oyendo.

Resulta que cualquier obra musical es portadora de una serie de estímulos y provocaciones dirigidos hacia sus receptores, que pueden producir alegría, satisfacción, rechazo o excitación en los oyentes; incluso el desconocimiento del idioma en que es interpretada no supone una grave dificultad para tal procesamiento. En las últimas décadas este fenómeno se ha complejizado aún más y, como es lógico, no fue nuestro cuerpo el único responsable de ese desliz auditivo. Las inducciones antes referidas se han recreado y acentuado no sólo desde el plano sonoro, sino también a partir de la presencia, ya irreversible, de elementos visuales.

Es innegable que la valiosa complicidad entre sonidos e imágenes nunca había provocado una interdependencia tan estrecha como en la actualidad (mención aparte merece el estudio de su incidencia durante el período de la COVID-19). En el caso de la llamada música popular, —esa que históricamente ha impactado en las grandes audiencias, en consonancia con el desarrollo tecnológico de cada momento, a través de los medios de comunicación y los dispositivos individuales de reproducción— la presencia del video llegó no solo para quedarse, sino que ha generado una verdadera revolución en las formas de consumir la música e incluso en el acto creativo propiamente.

Incluso hoy tal vez se dificulte el disfrute total de un producto musical si no se ve  en movimiento y a todo color, peculiaridad que se inserta en lo que muchos han denominado visualización de la música, que caracteriza el período posmoderno. Al respecto, señalaba lapidariamente el multipremiado músico y compositor Jon Batiste: “antes de escucharte, la gente te ve y cuando te miran tiene que sonar algo”

La industria parece no desmentir al nacido en Lousiana y se vale entonces del marketing, el diseño, la moda, con vistas a delinear la imagen de artistas e intérpretes que protagonizan videos en los que se retocan o amplifican sus cualidades físicas, eróticas o sensuales. Millones de jóvenes en el mundo reproducen seguidamente estereotipos, peinados o gestos de sus músicos favoritos y se apropian de diversos códigos de manera inconsciente, copiando patrones estéticos y asumiendo en ocasiones prácticas clasistas y sexistas pulidamente inducidas.

Las reglas cambiaron y los hábitos de consumo también. El éxito de los temas musicales en los últimos años se ha estado asociando al número de descargas de sus videos en YouTube y otras plataformas digitales, no a las ventas físicas de discos[1], para desconcierto de muchos amantes nostálgicos del sonido que aprecian que, mediante las imágenes, la música pierde su propia capacidad de evocación emocional e incluso visual, mientras realizan inventario de los daños colaterales. También la vieja guardia señala géneros de moda que parecen bendecidos por la industria de la música con sus audiovisuales, mientras que otros son desplazados cual si de un proceso de obsolescencia programada se tratara.

Pero no han sido Karol G, Ed Sheeran o Bad Bunny los únicos responsables de esta tendencia, ni tampoco todas las canciones consideradas hoy como clásicos han adquirido tal estatus a golpe de acordes, sin la incalculable ayuda de videos que condicionaron en gran medida la venta de sus discos y que impulsaron definitivamente las carreras de muchos músicos de hoy, pero también de ayer.

Como referíamos, esta relación es de larga data y se inició a finales de la década del veinte del pasado siglo, con el advenimiento mismo del cine sonoro, que posibilitó exponer visualmente a los intérpretes ante su público de forma masiva, a pocos años del desarrollo de la radio. No resulta casual que la primera proyección comercial de un film que sincronizaba sonido e imagen fuera de un musical, The Jazz Singer, en 1927. Tampoco parece consecuencia del azar que Al Jolson, su protagonista, de origen lituano y responsable en gran medida del enorme éxito del largometraje, estrenara, de paso, la técnica del blackface[2] en el cine sonoro.

Entonces, solo unos años después, el joven que fue mi abuelo en los treinta, podía lucir (y sufrir) con gusto el caluroso sombrero de paño que usaba Carlos Gardel en detrimento de nuestro ligero canotier de paja, considerado típico de la vestimenta nacional.

El vínculo iniciado entre música e imagen, cortesía del cine, no solo ha permitido que —sobre todo— los jóvenes imiten a sus ídolos al verlos; a veces, también los escuchan. Recordemos el ilustrativo caso de Rock around the clock, interpretado por Bill Haley & His Comets. Tal vez no muchos conozcan que este mega clásico, grabado en 1954 y calificado en numerosas ocasiones como la primera canción de rock and roll, estuvo a la sombra, por ejemplo, de Shake, rattle and roll, en versión de la propia banda, que alcanzó rápidamente el séptimo puesto de Billboard, manteniéndose en el Top 40 durante 27 semanas. No fue hasta el estreno, al año siguiente, del filme Blackboard Jungle, (traducido al español como Semilla de Maldad), que se disparó la manía de bailar al compás del reloj.  Sin dudas fue de gran ayuda que en la primera escena del exitoso largometraje de Richard Brooks apareciera Bill Haley ejecutando el que sería el himno indiscutible de toda una generación, difundido meses antes en las radioemisoras sin que, según parece, provocara demasiado frío ni, calor en los oyentes.

No fue hasta la aparición de un joven llamado Elvis Aaron Presley, que pudo equipararse por primera vez la importancia de la imagen de un intérprete con su propia voz y su música. Cuánto le aportó cada uno de estos elementos a su carrera, o cuál de ellos prevaleció sobre los otros sería digno de estudiarse en un laboratorio, o tal vez debamos consultar alguna declaración jurada del Coronel Tom Parker. Lo que sí es más sencillo de comprobar es la relevancia que tuvieron en la conformación del mito y la condición de objeto de adoración juvenil aquellas primeras apariciones en programas y shows televisivos, y ni qué hablar del impacto de Jailhouse Rock (1957) para la cultura norteamericana y mundial. Vayamos más lejos, según muchos estudiosos fue la icónica imagen de Elvis junto a su guitarra[3] —que inundó rápidamente las habitaciones de millones de adolescentes, en forma de afiche— la que contribuyó definitivamente a que fuera este el instrumento por antonomasia del rock and roll. (Entiéndase la paradoja, ya que Elvis no era ni mucho menos un instrumentista consagrado, ni tampoco eran pocos los que ya venían encendiendo magistralmente las seis cuerdas antes de que el chico de Tupelo la popularizara). Por cierto, cuando soltaba la guitarra, era acusado de bailar de forma obscena según los padres de sus millones de fans.

Posteriormente, en los años 60, con el desarrollo tecnológico alcanzado por la industria musical, se produjeron las condiciones técnicas y mediáticas óptimas, junto a la creciente necesidad de cristalizar un mecanismo para promover las obras musicales y gestionar la imagen de los artistas y creadores. Surgen así las incipientes manifestaciones de lo que hoy conocemos como videoclips.

No es objeto de este artículo analizar cuál fue el primer video de esta naturaleza, ni cuál el segundo. Lo cierto es que resultó más económico enviar a los programas de televisión clips promocionales con filmaciones de las actuaciones de artistas, que en ocasiones eran acompañados de breves secuencias narrativas antes o después de la pieza musical. Muchos consideran que es Strawberry Fields Forever, de The Beatles, el que, por su significado conceptual, pudo haber iniciado esta práctica; si bien con Rain o Paperback Writer ya habían incursionado en esta modalidad los propios Fab Four. No faltaron alineaciones como The Rolling Stones, The Kinks o The Who, que siguieran este camino.

Pero no es hasta los años 70 que el videoclip se consolida como una incuestionable herramienta de marketing por parte de las disqueras, a partir del éxito masivo del video musical de Bohemian Rhapsody, de Queen, nacido de la necesidad de sustituir a la banda, que estaría de gira y ya tenía programada su aparición en el famoso programa televisivo británico Top of the Pops. Se evitó, además, que los integrantes del grupo realizaran un doblaje de las múltiples voces y pistas contenidas en la compleja grabación del tema durante el show. Una semana después de su emisión ya el “Mama mía, mama mía…”, se posicionaba en el puesto número uno del Reino Unido, manteniéndose nueve semanas consecutivas en lo alto del podio, todo un récord para la época.

Ya por esos días los videos musicales devenían apéndice trascendental de la industria discográfica, con una correlación directa en la venta de discos, cuya calidad y formato variaban según el nivel tecnológico de cada momento: discos duros de carbón, vinilos, LP, EP, casetes… El video constituía así un producto promocional de singles de las agrupaciones o solistas, y la TV era el medio idóneo mediante el cual difundir las obras musicales.

Es justo reconocer que, en medio de este contexto, el rock y el pop (sus similitudes o diferencias en aquella etapa escapan a este breve análisis) resultaron los géneros más favorecidos por esta herramienta publicitaria y, con el perdón de algún purista, fueron seguramente los rockeros quienes más vincularon su sonoridad con el mundo de la moda, el maquillaje, y construyeron el andamiaje visual más elaborado en torno a sus figuras. Bien lo saben los psicodélicos californianos, Bowie, Warhol, los exponentes del glam, el punk y cómo no, del heavy metal, con sus icónicas chaquetas de cuero, muñequeras remachadas y cabellos largos.

La nueva década trajo, en 1981, el surgimiento de MTV en Estados Unidos, una cadena nacional por cable para la transmisión de videoclips, fundamentalmente, durante las 24 horas del día, que no tardó en globalizarse con la creación de su modalidad europea en 1987 y latinoamericana en 1993. Sin dudas, este espacio generó una revolución total en la industria musical. “Nunca volverás a ver la música de la misma manera”, aseguraban con veracidad profética en uno de sus lemas iniciales. Basta recordar la repercusión que el video del tema Thriller de Michael Jackson tuvo para la industria cultural en 1983.

Pero si queremos hablar de impacto  con poco presupuesto, hay que hacer mención casi obligada a otro clip, estrenado en 1991, y que sirvió de tarjeta de presentación universal para el mítico Kurt Cobain, bajo el nombre de Smells Like Teen Spirit. Sin demeritar el glorioso riff de esta pieza (que ciertamente comenzaba a pegarse en la radio), no fue hasta la aparición del videoclip en MTV que tuvo lugar la explosión mundial de Nirvana y del propio grunge, que ya tenía algunos años de práctica continua en Seattle.

El éxito descomunal del video facilitó —y de qué manera— las ventas vertiginosas del segundo álbum de la agrupación, Nevermind, hasta ocupar el puesto número uno de Billboard, desplazando nada más y nada menos que al disco Dangerous, de Michael Jackson. Estrategia similar repitieron más tarde Pearl Jam con el video de Jeremy, o Soundgarden, mediante Black Hole Sun, por solo mencionar dos gotas de la inmensa ola visual a la que se subían también aquellos artistas que arremetían contra el mainstream, el control corporativo de la música y la banalidad de la moda. Ya por entonces la llamada Generación X comenzó a adoptar inequívocamente una imagen desaliñada, con camisas a cuadros preferentemente desgastadas, jeans rotos, y se popularizó, por más contradictorio que parezca, el grunge fashion…

Por otra parte, en relación con el soporte, la era digital iniciada en los 80 trajo primeramente al disco compacto (CD) como trascendental novedad. A comienzos de los 90, con la creación del formato de compresión de audio digital conocido comúnmente como MP3, el tamaño del archivo sonoro disminuyó notablemente y revolucionó, además, la transferencia de datos. El objetivo en ambos casos parecía el de siempre, buscar una mejora en la calidad del sonido y compatibilizar la actividad del oyente con sus tareas cotidianas, para facilitar un uso doméstico más confortable de las obras musicales e incrementar, una vez más, las ventas. Para ayudarnos a elegir ya estaba la radio, después la TV, pero ahora llegaba Internet.

Con el desarrollo meteórico de la llamada red de redes en los 90, y la creación y expansión de numerosas plataformas digitales en el nuevo milenio hasta la actualidad, la industria cultural se vio nuevamente transformada por la tecnología, sacudida que alcanzó no solo los mecanismos vigentes de reproducción y distribución de la música, sino también su comunicación pública y formas de consumo. Esta incidencia, a veces traumática, en los derechos y vías de remuneración de los artistas y autores, colocó una vez más a la imagen, quién si no, como protagonista del cambio, porque en un acelerado y corto período, el MP3 se ampliaba a MP4.

Ya entonces las disqueras también habían acudido al audiovisual para su rescate, con la creación de un disco óptico para el almacenamiento de datos, cuyas siglas, DVD, identifican al Disco Versátil Digital. Con esta modalidad la industria ofrecía un valor agregado al álbum, aportando imágenes inéditas, entrevistas, o presentaciones en vivo, con una calidad que hizo desplazar al formato VHS como mecanismo paralelo de distribución de videos.

Hasta ese momento, la aparición de audiovisuales asociados a la música había servido fundamentalmente como una herramienta para incentivar la venta de discos,  pero con el desarrollo de Internet la generación de ingresos (presentes siempre en la ecuación) provino también,  de manera directa, o derivada, del número de descargas de dichos contenidos, alojados ahora en diversas plataformas estrechamente relacionadas, con YouTube a la cabeza; o el caso más reciente de Tik Tok, del que surgen importes de pagos de derechos en función del número de videos creados a partir de una obra musical. Estas variantes permiten igualmente que los usuarios conozcan canciones o artistas y visiten después otros espacios, Spotify por ejemplo, para seguir consumiendo esa música.

Hasta el momento del surgimiento de los archivos de compresión de audio/video la aparición de los elementos visuales asociados a la música, compenetrados indisolublemente por la técnica del videoclip, habían servido como herramienta fundamental para promocionar la venta de discos (sin que neguemos por esto sus valores artísticos, que también los tienen, a veces). Pero ahora la generación de ingresos presente siempre en la ecuación provenía, de manera directa o derivada, del número de descargas o vistas de dichos contenidos, alojados en diversas plataformas, que no tardaron en desarrollarse poderosamente.

Habían cambiado de manera radical los hábitos de consumo, y la venta de discos físicos quedó desplazada considerablemente, por la descarga primero, y luego el streaming de música, que se hizo acompañar, como dijimos, de un viejo amigo, el videoclip, convirtiéndose en el contenido que mejor representa y define el fenómeno viral en estos tiempos. Pero no entraba en crisis solamente el disco como elemento formal, en tanto soporte del registro sonoro, sino la idea del álbum, a modo de concepto, como unidad artística propia, integrado por un número de canciones coherentemente ordenadas y producidas, ya que los reproductores digitales de música, móviles a la vanguardia, privilegiaban los órdenes de reproducción aleatorios y la presencia fragmentada de obras musicales en listas inteligentes, compartibles y no estáticas.

Entonces del video depende hoy, en buena medida, el mayor o menor número de reproducciones de las obras musicales. No olvidemos tampoco que la relación entre ritmos, melodías y textos articulados melódicamente transmiten por sí mismos estímulos en los receptores. El video musical busca, en un gran número de casos, exponer repetidamente esa información y aumentarla. Es un rasgo característico de los clips la superposición de imágenes editadas, aceleradas, que provocan desencadenantes emocionales fuertes e inducen a la reproducción. Si en otros tiempos una letra necesitaba de música para integrarse, tal parece que ahora, juntas, precisan del video para completar su función.

En medio de este escenario, los géneros urbanos en pleno apogeo, unidos al pop camaleónico, resultaron beneficiados ya que aportaban la intensidad, energía y provocación sexual explícita que reclamaban los directivos de la industria musical, idóneas para ofrecer placer al espectador. De esta manera, rápida y fulminante, destrozaban los rankings Luis Fonsi y Daddy Yankee: Despacito alcanzó los 33 millones de visualizaciones en YouTube en solo 24 horas, tendencia que siguió en aumento desde su estreno en 2017. Un año después, se convertía en el primer video en conseguir 5 mil millones de visualizaciones en la referida plataforma, lo que le valió, cómo no, un récord Guinness.

Poco le importó esta vez a los angloparlantes, los europeos y los asiáticos, no entender el significado de la letra. El remix en inglés meses después, a cargo de Justin Bieber, no vino más que a apoyar el éxito global de la versión original en español, en la que Fonsi y Yankee compartían protagonismo con la modelo, actriz y, según parece, excelente bailadora Zuleyka Rivera, que sumaba a su currículum la condición de Miss Universo en el año 2006.

El contenido sexual de los videos, en su mayoría llenos de coreografías y movimientos sugestivos, continuó en aumento, originando lo que algunos llaman sex clips. Consúltese al respecto cualquier listado internacional o nacional, y se podrá comprobar fácilmente el alto porciento (altísimo) de referencias sexuales que tienen las letras de las canciones del momento y que, por supuesto, encuentra resonancia en sus provocativos videos. También se constatará qué tendencias musicales llevan la voz, o la imagen cantante.  Los autores y artistas no paran de escribir, grabar, realizar featurings, porque hay videos que filmar y canciones que ver.

Los expertos en comunicación y marketing tampoco descansan demasiado, configurando la imagen pública de los intérpretes, cuidando sus peinados, la ropa que utilizan y sus movimientos ante las cámaras, que conforman significativos espacios de identificación en los jóvenes. También el audiovisual se convierte en sitio idóneo para insertar diversos productos, cortesía de patrocinadores que reconocen en el videoclip musical una herramienta muy eficaz para publicitar sus marcas, conscientes de la capacidad de influencia que tienen los artistas en los consumidores.

De esta forma el acto de la escucha exclusiva parece en extinción: en bares, restaurantes, gimnasios o discotecas, abunda y crece la presencia de televisores y pantallas; incluso en las presentaciones en vivo de artistas y bandas las vemos, de mayor tamaño y calidad, mientras que desde el público se elevan celulares que filman el espectáculo, vigorizado por escenografías, luces, vestuarios y coreografías que fortalecen la estimulación visual en los espectadores. Por otra parte, los dispositivos individuales de reproducción, siempre más confortables y sofisticados, nos invitan a disfrutar la música mientras realizamos un mayor número de actividades: domésticas, laborales, de esparcimiento, quedando el sonido en ocasiones en un segundo plano (a no ser por el alto volumen que también permiten alcanzar estos equipos, en detrimento ocasional de nuestros oídos y cuerdas vocales).

Pero recordemos que ya se hacía mucha música, de hecho, siglos antes de que el desarrollo técnico permitiera registrar sonidos, cortesía de Thomas Alva Edison (a quien, por cierto, no era música lo que en principio le interesaba grabar).  Luego aceptemos que la industria de la música grabada, desde su creación misma tuvo como finalidad, además del registro, la reproducción comercializada de las obras musicales y no por ello podemos considerar que no han existido innumerables ejemplos de significativa calidad durante tantas décadas.

Tampoco los videos musicales, concebidos por esta industria como productos promocionales fundamentalmente, carecen de valores artísticos. En ocasiones cuentan con elementos formales y simbólicos de alto vuelo, que trascienden el carácter comercial bajo el que son creados en la mayoría de los casos; porque la relación entre música e imagen es mucho más rica, dinámica y compleja de lo que en estas líneas se ha pretendido esbozar, y solo el tiempo nos dirá qué nuevas formas adoptará este vínculo. Pero ya lo advertíamos, ese tiempo, este, nos exige un ritmo mucho más acelerado y frenético.

Por tanto, desempolvemos la walkman o compartamos la playlist de nuestros videos favoritos, estemos atentos a qué tipo de creaciones nos trae la inteligencia artificial, esperemos los cambios, o intentemos producirlos, pero mientras, sigamos bailando, mirando y vistiéndonos al compás de la música y, si no es mucho pedir, aunque parezca demasiado, no nos olvidemos de escucharla.


[1] En 2021 la venta de música en formato físico creció en los Estados Unidos, según los informes de la Recording Industry Association of America (RIAA). Junto a los renacidos vinilos, la venta de CD elevó el sector con volúmenes inéditos desde 2004. Se cree que este aumento se debió, entre otras causas, a condiciones específicas provocadas por el aislamiento durante la pandemia, unido al valor estético que mantienen los discos físicos y los vinilos, aunque se mantienen notablemente alejados de las descargas online.

[2] blackface es un término usado para definir la práctica racista iniciada en el teatro durante el siglo XIX y popularizada en el XX, mediante la que una persona blanca utilizaba maquillaje pintando su cara de color negro y labios de blanco, imitando satíricamente a una persona negra.

[3] El primer LP de Elvis Presley contó en su diseño de portada con una imagen del artista sobre el escenario tocando su guitarra, momento que es inmortalizado por William V. Red Robertson durante una presentación de la banda el 31 de julio de 1955 en Tampa.

Larry Martínez Díaz Más publicaciones

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  1. Eduardo Rodríguez dice:

    El gran Larry, a pesar de ser mi gran amigo, desarrolla temas relacionados con la música de mucho interés, sobre todo para poner en conocimiento de catedráticos de la materia. Un abrazo.

  2. Gleivis Cruz dice:

    Gracias Larry por el escrito! Muy interesante la evolución de la música y una manera muy amena de adentrarnos en la historia de los grandes músicos que mencionas!

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