Magazine AM:PM
Publicidad
Artículos Ilustración: Arístides Torres. Ilustración: Arístides Torres.

Descubrir el goce

“Latinoamericano yo”

Michel Maza

Mi barrio en su salsa

Vuelvo a mis seis, siete, ocho años. No importaba el día de la semana, en los 2000, la música en Caja de Agua, un barrio de las periferias de Lima, Perú, siempre se confundía con el griterío al que estaba acostumbrado, porque todos se llamaban, encargaban o contaban cosas desde lejos. Los éxitos musicales del momento solían tener adeptos específicos. Aprovechaban sus grandes equipos de sonido, con parlantes colocados cuidadosamente en las ventanas para resonar en las calles de mi infancia, estrechas y hostiles, con más tierra y perros que veredas y personas, en permanente alboroto, con sus laderas empinadas y escaleras de piedra, con cabezas de hogar en disputa con sus familias y vecinos, con los mismos problemas que el otro, lanzando lisuras al aire y risas cachosas que se escuchaban de cuadra en cuadra, con la misma destreza juguetona de los niños que arrojaban trompos hacia el suelo para ganar y romper con una roca el trompo del rival. La derrota se castigaba. El triunfo se alardeaba.  

El sonido viajaba desde una casa o tienda de abarrotes hacia los vecinos más próximos, a los lados, hacia la losa de fútbol, el jardín de niños y la iglesia, más adelante. El bullicio reverberaba en el cerro San Cristóbal, un eterno testigo de piedra que en su pico tiene una cruz, que se iluminaba de noche con sendos faroles incrustados y en su centro una pista que lo serpentea desde la superficie hasta lo más alto; era la vista trasera de mi casa, a unos pocos metros. Tal vez porque las casas estaban pegadas al cerro, el sonido se devolvía con más intensidad, era como un muro colosal que generaba una acústica amplificada en la que todos mis vecinos eran partícipes, quisieran o no. El silencio era mi quimera. Esto siempre llamó mi atención, hasta hoy que vuelvo de vez en cuando a Caja de Agua a visitar a mi abuela y desempolvar el lugar de mis recuerdos de infancia. 

Mis vecinos, sobre todo los forajidos, rateros y pandilleros de oficio, gustaban de cerveza, anisado, tabaco y ron en misas, velorios, torneos de fútbol, reencuentros, feriados, Semana Santa y cuánto motivo encontraban para darse al jolgorio desmedido, o al puño limpio (con la chaveta escondida detrás) por si recordaban que, al final de cuentas, las personas no nos comprendemos. 

Ellos, y por supuesto los más amables que lo disfrutaban con el mismo vigor, se acompañaban de chicha nacida también en periferia (Chacalón, Centeno, Grupo Guinda), cumbia (Agua Marina, Grupo Néctar, Armonía 10), salsa (El Gran Combo, Héctor Lavoe, Eddie Santiago, DLG), boleros cantineros, peruanísimos, que cuando sonaban pareciera que las cervezas se destapaban solas (Iván Cruz, Lucho Barrios, Guiller) y, cómo no, las baladas cortavenas (Vico C, Sin Bandera, Gianluca Grignani) y el pop diseñado en gringolandia (NSYNC, Britney Spears, Cristina Aguilera, Backstreet Boys). Por entonces aún no era el momento del reguetón y el meneo casi coital al que nos invitan sus vicios tentadores. Ese trono lo ocupaba la salsa cubana, el género preferido por los adolescentes y adultos jóvenes de mi barrio (y estoy seguro que también de otros que abundan en las periferias de Lima). Era el soundtrack inmejorable de sus cortejos, la vibra pícara de sus idilios adolescentes, el despertar sexual en esos años.

… temba que te mantenga, pa’ que tú goces, pa’ que tú aprendas

Recuerdo la salsa cubana de esa época, exactamente su variante conocida como la timba, con la misma claridad con que sus trompetas explosivas anunciaban el clímax de la velada. Aquí suena a leyenda: “Tú que creías que me iba a morir,/ que tu amor era de etiqueta, / mira cómo estoy, gozando la papeleta”. A eso me acostumbré ciertos sábados por las noches donde me quedaba solo porque mi hermano mayor había salido a divertirse, sin hora de retorno. Yo no hacía más que envolverme en la frazada, mirando a oscuras alguna serie de terror en el televisor, y por ratos deslizando la cortina de la habitación para ver hacia la calle, completamente vacía pasando la medianoche, apenas iluminada por la tenue luz amarilla de unos cuantos postes, y con un silencio interrumpido por el canto de los grillos y el ruido lejano de las fiestas en la amplitud de Caja de Agua. 

Algunas veces no era tan ajeno a esos acontecimientos. De hecho, me llevaban a fiestas de quinceaños, lo más “adulto” a lo que  podía acceder como niño. Es curioso que ese ritual, de las pocas cosas inolvidables que compartíamos los peruanos, haya sido un verdadero acontecimiento en la vida de muchos. Se celebraba en locales adecuados para la ocasión, bien construidos, decorados y espaciosos. Bastaba soportar la ceremonia aburrida en la que el padre presenta en sociedad a su hija (en esencia, eso es un quinceaños), sonorizado con el soporífero Tiempo de vals, para que los adolescentes limeños, bien sazonados con sangría y por ahí uno que otro con cerveza, se llenen de valor entre bromas y nervios con su canción favorita y extiendan la mano para invitar a bailar a las señoritas, y si sonaba “es un apodo que me acaba la paciencia, ¿y qué más?, pero tiene venda, ¿quién?, la tremenda”, detonaba algo dentro de ellas porque su ánimo iba en ascenso en la pista de baile. La competencia. En eso terminaba el trámite de vestirse con camisa, saco y corbata, para que al final uno se deshaga del atuendo formal para ensayar ese ritmo cubano que parece eliminar, por arte de magia, las desdichas tercermundistas a las que todos en Perú estábamos expuestos, sobre todo quienes vivíamos en los distritos populares (y yo vivía en el más poblado no solo de mi país, sino de América Latina).

Llegaba un momento de la noche en que no soportaba el cansancio. Por momentos me quedaba dormido en alguna silla, viendo de reojo el vacilón que activaba por encima de cualquier norma la adolescencia peruana, mis mayores, a quiénes yo veía con curiosidad mientras el coro gritaba: “¡Me recordarás!, en tus noches de vacío, ¡me recordarás!, porque fui tu amor prohibido”, en compañía de luces coloridas y una bola de luz fulminante en el salón, y la cerveza que, seguramente ya a las 2:00 a.m. o más, rozaba lo ilícito al correr de mano en mano por los jóvenes danzantes, dispuestos a enfrentar en casa el aliento a trago y demostrar a sus padres que la niñez estaba llegando a su fin.

Salía a deambular fuera del salón, para encontrar a algún otro niño y despertarme en el juego. Pero mi asombro por ese ritmo contagioso no mermaba. Porque la distancia de edad que me separaba del evento no desalentó mi incipiente amor por esa música. Seguía concentrado en ella. Me hizo descubrir el goce, que es una forma de quererse y querer a los demás, de las primeras que aprendí, y que hoy sigo perfeccionando cuando escucho un disco, aislado con mis audífonos en mi habitación, en un bus, o caminando simplemente. No era una sensación cualquiera. Era el inicio de una sensibilidad que con el paso de los años me di cuenta que poseía: la de escuchar atentamente los sonidos y atisbar hacia dónde me transportaban, y por qué. De niño no lo sabía, cuántas cosas pasan a segundo plano en los primeros años de la vida…

Estas canciones contaban historias de forma entretenida y con sonidos pegajosos, exaltaban el desamor de forma catártica y atrevida, sin ningún  atisbo de tristeza o desazón. Eso, ahora, me parece increíble. Era todo ritmo alegrón, el guapeo se volvía más fácil. Oír salsa cubana en Perú siempre ha sido una forma de liberarse, un manjar que se distribuía semanalmente, y si sabías bailar (seguir con estilo esa energía sin freno y más rápida que la salsa dura) la suerte estaba de tu lado. “En el juego todo vale, lo importante es que lo ganes”. Y sí, con esa sabrosura en tus poros, si no triunfabas en el amor, al menos te divertías intentándolo.

De día, la devoción continúa

Las “cubanadas”, como solemos llamar aquí a las fiestas con más salsa cubana que otro género musical, tenían desenlaces imprevisibles. Una pareja feliz. Una billetera perdida. Botellas rotas, otras llenas. Una promesa de amor. Nuevos chismes que corrían por los pasillos del colegio. Una traición repentina. O un atraco al paso.

De día, la cubanada se actualizaba en eventos más familiares. Incluso había veces que no era necesario llegar al sábado. Dentro de semana, por mi insistencia, iba con mi abuela a una piscina pública llamada Playa XXI, una denominación curiosa y optimista de los tiempos venideros, los albores del nuevo siglo. No demorábamos en alistar la toalla y las sandalias para bajar con un mototaxi hacia la avenida, a unas cuadras de mi casa, donde se encontraba esta piscina a la que asistían todos los vecinos de Caja de Agua y barrios aledaños como Piedra Liza, Zárate, Campoy, y Las Flores. 

Me encantaba la piscina. Apenas ingresaba, chapoteaba como si fuera la última vez. Me enquistaba en lo alto del tobogán. Sonrío, me enorgullezco cuando pienso en ello. Porque me veo valiente, en trance. Demasiada felicidad. “Yaaaaa para qué”, se escuchaba salir de un parlante medianamente grande, amarrado con una cuerda al extremo del tobogán, y traspasaba el aire fresco y el sol agradable hacia las personas del restaurante de la piscina, donde habían parrillas con pollos y carnes ardiendo, plátanos y camotes fritos, papas de muchas formas y colores, cerveza por cajas, gaseosas en el codo de cada comensal. Un festín del relajo. Agua, sol y Hey Hey Camagüey. El coro que seguía después (“si no pudimos conservarlo, es en vano intentarlo otra vez”) alimentaba mis ansias por completar la experiencia en el extremo hacia abajo, donde caía tal vez de cabeza por la espiral del tobogán, directo hacia el agua, materia de los sueños. Era como una fiesta, pero de día y sin tomar una gota de alcohol porque en mis siete años el mundo era un rompecabezas viviente de colores, entretenido y misterioso. La salsa cubana ponía el dedo, la voz, allí: en descubrir el goce, creo que lo dije. 

Resistió, aún resiste

La timba a la que me he referido, con una energía candente y explosiva que provocaba euforia en el espíritu de los peruanos, resistió hasta fines de los 2000. Era un púber, casi adolescente protagonista de los quinceaños de mis amigas de colegio. “Cómo me dolió, qué dolor, qué dolor, qué pena, esa niña se llama Juana Magdalena”. La Charanga Habanera estaba lejos de su mejor etapa, “dime que te quedarás, no te vayas como el viento”, se fue la magia en carne viva, Michel se convirtió en su propia sombra, The Caro Band se presentaba en la discoteca Banana (curiosamente, cercana a lo que era Playa XXI) ante un público mucho menos numeroso que en sus años mozos, y así se puede enumerar la suerte de otras agrupaciones… escucharlas se volvió nostalgia, como ahora. La algarabía que yo viví tomó otra dirección. Era el fin de una era que presenciaba cuando ya podía ir a fiestas por mi cuenta. 

Hace poco esperaba de noche a un amigo en los alrededores de una estación del tren de Lima. Escuché cómo una salsa cubana “antigua” escapaba de un mototaxi sin luces que atravesaba velozmente el semáforo en rojo para dar vuelta en U y seguir directo por una calle completamente en tinieblas que conduce a un cuartel militar. Fueron siete segundos, suficientes para esbozar una sonrisa. Fue, sobre todo, extraño, porque era una canción de los años 2000, de las que ya nadie suele sintonizar, porque la moda tiene sus reglas claras y sus antiguos oyentes han olvidado su etapa gloriosa. No digo que la timba de ahora sea mala, pero su estilo cambió y ya no tiene el mismo impacto. Cuánto hubiera querido que el mototaxi se estacionara cerca, esperase el a algún pasajero que bajara del tren y lo abordara con pocas palabras y mucha música. Pero en esa zona el peligro te respira en la nuca y la disonancia urbana cobra un relieve ensordecedor, así que todos procuran andar rápido y a pie. Yo no, yo seguía sentado en mi bicicleta con mis codos sobre el manubrio, moviendo lentamente las piernas en señal de espera, escribiendo a mi amigo para saber dónde estaba, pensando en volver a casa y escuchar una de esas canciones para degustar nuevamente el recuerdo. No me di cuenta que había sido atrapado en el altar de mis memorias. Era una forma de rendir culto al sonido y sus encantos ocultos. De ser  menos infeliz.

César Zevallos César Zevallos Gutiérrez Vivo en una cáscara de luz. Amando, sobreviviendo. La música es mi bálsamo. Mi hijo, un sagrado misterio. Creo en la moral cartesiana y el ceviche de conchas negras. Un día quiero salir de Perú. Más publicaciones

Deja un comentario

Ver comentarios publicados
  1. Darsi dice:

    Me gustó mucho. Es cinematográfica la crónica. Gracias

Ver comentarios publicados

También te sugerimos