
Nombrar es imposible
Cuando se apagaron las luces, la noche se hizo más noche. Sílvia abrió la boca y yo cerré los ojos. Es muy temprano para llorar —pensé—, pero su voz se paseaba como una invitación al llanto. Su voz era el llanto mismo, porque Sílvia canta como si estuviera tejiendo lágrimas en lo oscuro, y sonríe con una ternura divina y tú quieres sonreír, pero eso no es posible. Estás entre el llanto y las ganas de evitar el llanto. Sílvia es mucha Sílvia. Ella va a hacer contigo lo que quiera, la noche será suya, y tus voluntades se volverán polvo cuando esa mujer susurre cualquier cosa
[Yo no cantaba pa’ que me escucharas].Y entonces pensarás en una tristeza y en una ausencia. Y vas a llorar, claro. Inevitablemente. Vas a llorar aunque sea por dentro, porque volverán algunos recuerdos. Diminutos, quizás. Pero lo suficientemente fuertes como para saber que necesitas expulsar una pena.
[Lo de ayer ya se pasó,Y lo de hoy va pasando].
La esperanza saliendo de su voz, la esperanza volviéndose pena en mis ojos. Claro que lloré y volví a cerrar los ojos, y seguí por mi camino [que las nubes las destruye el viento].

Sílvia Pérez Cruz en el Museo Nacional de Bellas Artes. Foto: Majo Minatel.
***
Había visto a Sílvia años atrás. En Santa Clara, con un grupo de amigos. Ya ellos no están, y mis ganas de traerlos influyeron tremendamente en toda mi nostalgia. Pensé mucho en Abel, un ser muy querido que también se fue, el muchacho que ponía siempre Debí llorar, en nuestras pequeñas reuniones alegres. La voz de ella siempre contiene recuerdos sagrados, contiene otras voces, otros rostros, otros lugares, otras ausencias.
Tiempo después de aquel concierto en Santa Clara, mi papá me puso algunos temas suyos, los ponía siempre a la hora de la comida, ya su voz se había vuelto familiar en mi casa. En un momento del concierto caminé un poco por el lugar y me encontré con un amigo que me dijo Vine por tu papá, él siempre la ponía.
Aquello me dio mucha felicidad. Y se intensificó un rato después, al escuchar a Sílvia hablar sobre su padre, sobre la connotación del 11 de noviembre en su vida, sobre la alegría de vivir esa fecha en Cuba. Me dieron ganas de sentar a mi padre a mi lado. Me dieron ganas de traer a su padre para que la acompañara en una canción. Me dieron ganas de evitar todas las ausencias del mundo.
***
Cuando cantó Tonada de la luna llena, me estremecí muchísimo. Esa canción…
[Así es como se enamora tu corazón con el mío].Ella hablando de corazones, yo tragándome el corazón propio. La luna sobre nosotros. Llenísima, enorme.
[La luna me está mirando, yo no sé lo que me ve].Y Sílvia sonriendo como si supiera qué es lo que la luna mira.
[Luna, luna, luna llena…].Y no fue menguante mi tristeza. La tristeza de nadie fue menguante. Aquel lugar lleno de fantasmas y de ausencias. De muertos. De lunas propias e impropias. De soledad compartida.

Sílvia Pérez Cruz en el Museo Nacional de Bellas Artes. Foto: Majo Minatel.
***
Cada vez que alguien canta Cucurrucucú, paloma, es como si me estuvieran disparando al pecho con una Gluck. No con otra arma. Una Gluck. A veces la canto en la cocina. Otras veces la veo en otras voces. Sílvia fue una Gluck y una bala certera. Y ella cantaba No llores. Y yo lloraba porque me daba rabia estar sintiendo lo que sentía. Estar extrañando lo que extrañaba. Estar viviendo en el Te quiero del prójimo. En lo terriblemente correspondido, a pesar de todo.
Por favor, que cante una canción alegre —me dije—. Pero no fue. Ninguna canción lo fue, a pesar de su sonrisa limpia, de su sonrisa-niña, de su sonrisa-Gluck.
***
Su primer invitado fue el contrabajista Juan Pastor, un muchacho al que ya había visto tocar en alguna ocasión con Marbis Manzanet. Juan tocó ese día como si estuviera desprendiéndose de la tierra; y la voz de Sílvia —que tampoco pertenece a la tierra— se colaba por las cuerdas del contrabajo y creaba cada vez sonidos más dulces. Tocaron La Flor y todo se volvió como un jardín infantil. Otro jardín para el llanto liberador. Las manos del muchacho. La voz de Sílvia. Los jardines de mi infancia. Un ambiente cálido y silencioso. Toda la paz. Toda.

Juan Pastor y Sílvia Pérez Cruz en el Museo Nacional de Bellas Artes. Foto: Majo Minatel.
***
Olvidé terriblemente la cronología de los temas. Sé que cantó Veinte años y que sonreí como quien ha vivido dentro esa canción. La sentí como un canto a Cuba. Como un canto a mi isla de los adioses. Sentí esa canción como un adiós letal. Como si mi boca estuviera diciendo palabras que no quería decir.
[Qué te importa que te ame].Pensé —no sin nostalgia— en esa ilusión de la vida que me trasciende. Pensé en colores. Verde. Y Sílvia cantó Verde en algún momento. Con su vestido verde. Con su pena verde. Con su canto colorido y devastador. Pensé en el amor fatídicamente correspondido. Pensé en las trabas. En lo que se dice sin querer decirse. En la confesión de un borracho.
[…si tú no me quieres ya…].Pensé en las ganas de alejarme de todo. Las ganas de no sentir. Pero esa mujer no me dejaba apartar el canto propio. Esa mujer contenía toda la infelicidad de los presentes.
[El amor que ya ha pasado…].Pensé en lo inútil de un recuerdo. En las ganas de vivir dentro de un recuerdo. Quise arrancarme el corazón y tirarlo a un cesto de basura. Para qué sirve eso —me dije—. Quise ser más pura y menos triste. Quise amputarlo todo. Deberme al olvido. A lo que no persiste. Pero los amores se me instalaron en la córnea. Y lloré otra vez, para variar. Lloré los 20 años de abandonos. Sabiendo lo nocivo que es el recuerdo que no se invoca. No debo. No debo. No debo.
[…no se debe recordar].
Alfred Artigas, Sílvia Pérez Cruz y Juan Pastor en el Museo Nacional de Bellas Artes. Foto: Majo Minatel.
***
Siempre me da mucha alegría ver a Alfred Artigas en la guitarra, no solo por el inmenso cariño que le tengo, sino también porque me alivia, me resulta curativa su hermosa forma de hacer un origami con las notas, de ofrecer una figura musical siempre nueva. Ese día no fue la excepción. Cuando tocaron El seductor sentí una especie de sonrisa armoniosa que no sé cómo explicar. Lo cierto es que fue hermoso.
La voz de Sílvia fue la séptima cuerda de la guitarra de Alfred. La guitarra de Alfred fue la séptima nota en la voz de Sílvia. Sentí otra vez a mi país. No sé por qué lo sentí tanto en esa canción, ni siquiera sé si tiene sentido. Quizás era el recuerdo.
***
Espero no morir mañana, Sílvia. Espero estar un poco más viva que de costumbre. Pero, si yo me muero mañana, quiero que nadie escriba para mí canciones tristes. Esa canción me mata. Mañana. Mañana. Mañana… Esa canción me mató un día del pasado y yo acababa de enamorarme. Yo había sentido el miedo de pensar que estaría sola para siempre. Todavía lo siento. Pero esa noche no estuve sola. Hubo una voz describiendo mi pena. Una voz verde. Un vestido verde. Un “amado mío” dicho por una voz dulcísima.
[No me mandes flores a casa…].Ay, las flores. Las cartas sentimentales. Las cartas que no se envían. Por superstición. Por terquedad. Por manía.
Sí. Sílvia es mucha Sílvia. Y es, además, mucha rosa sobre el mármol.
***
Para una muchacha que crió su alma en Santa Clara, es enorme ver a Sílvia compartiendo escenario con Roly Berrío. Tan lindo Roly. Tan ciudad. Tan despegado de todo. Creo que fue el único momento del concierto en el que sonreí sin pesar.
Escuchar la voz de mi querida Marbis Manzanet junto a la voz de Sílvia fue una experiencia que no sospechaba que iba a vivir. Dos de mis personas preferidas en el mundo compartiendo la misma canción, el mismo escenario. La flauta de Katherine Herrero suscitó también una alegría enorme en mí. Ella no me conoce, pero siempre la miro con admiración, porque toca dejándose la vida en cada nota. Una y otra vez. Todas sus vidas. Todas.

Katherine Herrero, Alfred Artigas, Roly Berrío, Sílvia Pérez Cruz, Marbis Manzanet y Juan Pastor en el Museo Nacional de Bellas Artes. Foto: Majo Minatel.
***
Durante todo el concierto estuve llorando. La sonrisa de Sílvia no es otra cosa que una bala-salva dentro de la agonía. Ella puede sonreír. Pero yo no. Yo no puedo hacer otra cosa que deberme a los recuerdos, a la habitación compartida. Al secreto. Sílvia es mucha Sílvia y es, además, mucha invocación.
***
Pensé que no iba a cantar Pequeño vals vienés. Ya yo estaba de pie, muy cerca del escenario. Pero la cantó y se mezclaron en mí las ausencias y los abandonos. Por suerte tenía a unos pasos a mi amigo Frank Mitchel, me acerqué a él y lo abracé, me recosté a su hombro, que es mi hombro de las lágrimas, y me dejó llorar tranquilamente, ya conoce mi llanto demasiado bien, ya sabe que no quiero que me consuelen. Así que se dejó abrazar y yo me sentí menos sola.
[En Viena hay diez muchachas…].Pensé en todas las despedidas juntas. Pensé en un lugar que no es Viena, pero la muerte solloza allí. La muerte en todas sus formas, en formas más terribles que la del cuerpo. Otro adiós, otros aviones, otro Nos vemos en unos años.
Otros años. Y Sílvia cantaba mirándole a los ojos al tiempo. Y yo no sabía qué hacer ni a qué tiempo mirar.
[Mi alma en fotografías y azucenas…].Yo, que solo conservo fotografías, que me he despedido tanto, que he escuchado esa muerte para piano, y que ya no me pinta de azul. Yo, que me he quedado sola al pie de las fotos. Violín y sepulcro. No pude hacer otra cosa que llorar desconsoladamente, como si el llanto fuera a trasladarme a aquel otro concierto suyo donde no me faltaba ningún amigo, donde mi país era el país de los abrazos, donde no existía tal cosa como la última fotografía, la que se mira con nostalgia y con espanto. Pero habité el recuerdo a través de la voz de Sílvia, me llevó a un lugar llamado Casa, o llamado Viena, o llamado Blue room, o cualquier nombre propio que no debo pronunciar porque Nombrar es imposible. Y vendrán otros adioses, uno vive despidiéndose. Y Sílvia sabe eso, ella en su dulzura conoce las guirnaldas del llanto. Ella sabe pintar de azul con su voz, y no sé cómo puede su voz con tantos colores, pero asumo que su voz se quiebra porque le salen del pecho todas las luces de Hungría y todos los jacintos.
[Soñando viejas luces de Hungría].Su voz me permitió las luces. Su voz me alumbró en la cara. Su voz me dejó soltar mi pena. Su voz…

Sílvia Pérez Cruz en el Museo Nacional de Bellas Artes. Foto: Majo Minatel.
***
Al terminar el concierto, me saqué las lágrimas. Escribí un mensaje nostálgico. Ella agradeció. Nosotros aplaudimos. Se llenó la noche de notas y de origamis. Se llenó la noche de cuerdas. De despedidas. De adioses tenues. A última hora pensé en mi amiga Mel Herrera, a quien había visto una hora antes, a quien le caí atrás con un trago, a quien nunca encontré después. El trago me lo tomé yo y le pedí a la vida que arrancara la tristeza de los presentes. La del amigo que siempre me pregunta por las depresiones. La de Mel. La de la señora que fue al concierto porque sus hijos estaban lejos y le pidieron que fuera. La de mi amiga la bruja. La de los amantes. La de los amores. La del niño Ignacio. La de la vida misma que pretende espantarnos. Sílvia no sabía, no podía saber la composición de mi tristeza. Ella cantó alegre su última canción. Bebió un sorbo de su trago. Hizo su pequeña reverencia de muchacha humilde. Me arrancó el alma. Se la echó en un bolsillo, junto a las quinientas almas que fueron a verla cantar. Sílvia sonrió como una niña. Se puso la mano en el pecho. Dijo alguna palabra que no puedo recordar. Tiró un beso con las manos. Se llevó toda nuestra pena. Toda. Nos dejó a Viena y a Hungría en medio de un país que está en derrumbe, y una tinta azul, y un Bailaré contigo.
Y todos los jacintos de pronto florecieron. Sílvia sonrió como si nunca nos hubiese puesto tristes. Recostó su guitarra. Nos devolvió la risa que nos había arrebatado, como una niña que ya no quiso jugar más con nuestra alma. Nos miró a los ojos.
Y se fue.
Dios mío que precioso escribes mi amor no me canso de leerte . Besitos y bendiciones.
Fue una verdadera lástima llegar tan tarde a La Habana ese viernes.
Esa mujer y todo lo que hace es como un regalo, un regalo de esos buenos que te erizan la piel. Su tema «Todas las madres del mundo» es de mis favoritos. Aun estoy por descubrir todo lo que posee esa canción.
Gracias, Wendy.