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Dando la nota Ilustración: Mayo Bous. Ilustración: Mayo Bous.

Ramón C. Solís (Recuerdos)

Cuando echamos a andar esta revista, hace casi cinco años, partimos de reconocer la larga tradición de periodismo musical de Cuba, publicando una especie de cronología de revistas especialmente dedicadas a la música, que nos antecedieron o que aún nos acompañan en el tiempo. Pendiente nos fue quedando hablar de las columnas que los medios generalistas de cada época dedicaron a la música y a los músicos cubanos, durante los últimos dos siglos.

Con este artículo, en el que el sensible flautista, director de bandas de música y crítico musical Guillemo M. Tomás destacaba la figura de otro músico grande del patio, Ramón Solís ya fallecido para el momento de la circulación del artículo en Bohemia, en 1910, queremos, con la misma intención que lo hacemos con viejas notas discográficas, revisitar parte de la historia del periodismo musical en Cuba; publicando, con algunos comentarios o glosas, textos que nos parezcan relevantes por diversas razones.

En el que hoy traemos, un músico habla encomiásticamente de otro costumbre cuasi desaparecida en estos tiempos de autobombo y tiradera. Pero resulta interesante también percibir algunas preocupaciones del articulista en la primera parte, que podrían resumirse en el dicho popular “nadie es profeta en su tierra”. Otro elemento particularmente valioso es la descripción que hace Tomás del “sonido” de Solís en su instrumento, habida cuenta de que, por la época en que vivió y fue aplaudido el flautista sagüero, los artefactos capaces de grabar la música solamente habían comenzado a desarrollarse y no han quedado, que conozcamos, fijaciones de interpretaciones suyas.

Para la ocasión, agradecemos especialmente a los flautistas Niurka González y Orlando Valle Maraca, quienes nos comentaron, de viva voz, sus impresiones sobre la valía de este documento. (Magazine AM:PM).

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Digan lo que quieran los que, cegados por un mal entendido patriotismo, se empeñan en negar la verdad de los hechos: Cuba muy rara vez, casi estoy por decir que nunca, ha rendido la protección y el homenaje a que se han hecho acreedores algunos de sus hijos, que por sus obras y talento ocupan en el extranjero un lugar prominentísimo en la esfera del arte. 

Laureano Fuentes, padre, el más fecundo y espontáneo de los compositores cubanos, el que nos dio a saborear cosas tan buenas como Stella d’ Amore y Steila, vivió en un rincón de Cuba relegado al olvido, y sus obras, por lo general, solo veían la luz merced al influjo de muy contados admiradores. 

Manuel Jiménez, el gran Jiménez, el feliz autor de la admirable Elegía, laureado en París y Leipzig; el que un día fuera abrazado por Lizt y aplaudido por Wagner, mientras vivió en el terruño querido se halló perseguido por la malversidad de algunos envidiosos y casi siempre rechazados por los que en su color vieran imaginario obstáculo para las necias preocupaciones sociales… Y cuando este grande hombre, sin amigos espirituales, en medio de la más glacial indiferencia artística, hastiado de la vida y olvidando su arte excelso, buscaba en medios artificiales el lenitivo para el dolor que hacía de su corazón pavesas, se le aplicaban los epítetos más acervos y denigrantes, de igual manera que esa misma sociedad ridiculiza, satiriza y señala con el dedo al infortunado marido a quien la esposa adúltera ultraja el honor. 

Cervantes, el genial creador de las Danzas Cubanas, a pesar de las ventajas que le proporcionaba su posición social, no pudo sustraerse de la envidia de unos pocos que, fungiendo de Aristarcos, trataron de formarle el vacío, y en los últimos años de su existencia, pobre y herido por fatal enfermedad, su Patria le discute el humilde cargo de delegado a un Exposición americana… de segundo orden… ¡A él, que en el primer centro musical de Europa había honrado la tierra de los suyos!

Brindis de Salas, el Paganini Negro, agasajado por la Europa entera, llega a Cuba y es objeto de las sátiras más groseras…

A Ramón Solís, el primer flautista cubano, le cupo igual suerte. Colmado de aplausos en las primeras capitales europeas, con un primer premio del Conservatorio de Madrid, laureado en la capital de Francia, condecorado por D. Pedro del Brasil con La Rosa Blanca y con la Orden del Cristo por el Rey de Portugal, llega a Cuba enfermo, organiza unos conciertos a los que no concurre el número suficiente de espectadores para cubrir los gastos y su patria le ve morir pobre, pobrísimo y casi ignorado. 

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Solís era un flautista de primer orden y poseía un temperamento artístico admirablemente equilibrado. He oído flautistas eminentes, pero ninguno que, como él, venciera esa especie de monotonía tonal que tanto empalago causa y que constituye uno de los defectos característicos del instrumento. 

Dotado de una inspiración fogosísima, de una embocadura y pureza de sonido admirables, de una sutileza de lengua asombrosa e impecable y de una ejecución brillantísima y segura, si grande era la valentía y firmeza con que atacaba los pasajes más escabrosos, noble y elevado era el sentimiento que imprimía a la frase más tierna y amorosa. La flauta en sus manos remedaba los prodigiosos encantos de las gargantas de la Patti y de la Nilsson.

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Solís había nacido para los grandes afectos. Amaba su arte, y más que nada, su patria, con verdadero delirio, y el artista o paisano desvalido, siempre halló en él un amigo y compañero generoso en la ayuda y espontáneo en el sacrificio.  

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Cierta noche, al salir de uno de sus brillantes conciertos en Madrid, hizo la casualidad que Solís tropezara con un anciano y ciego mendigo, que, en una calle desierta, imploraba la caridad pública tocando la flauta. Tan cruel contraste hirió profundamente el nombre corazón de Solís, y quitarle el instrumento al infeliz mendigo y empezar a derramar verdaderas cataratas de escalas y arpegios, como él sabía hacerlo, fue todo obra de pocos segundos. El resultado no se hizo esperar, y Solís, con el corazón henchido de placer, veía un corro de curiosos y trasnochados multiplicarse a su alrededor. Solís se quitó el sombrero y lo pasó por la selecta concurrencia…  Era una noche de invierno; una noche triste y muy fría. A excepción del sonido argentino que producían las monedas al caer en el sombrero, reinaba allí el más profundo silencio. En la esquina, como si algo sobrenatural aletargara sus sentidos, permanece inmóvil, estático, el anciano y ciego mendigo. Solís se le acerca; con una mano le devuelve el instrumento y con la otra deposita en uno de sus bolsillos las monedas recolectadas, diciéndole al oído, con voz que embarga la emoción: “Toma, compañero… ese es el producto de nuestro concierto…” 

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Cierto día, allá por La Perla del Sur, tierra de mis caros afectos, un amigo íntimo, a presencia del mismo Solís, me hizo la narración de esta conmovedora escena, y yo vi dos gruesas lágrimas correr por las pálidas y macilentas mejillas del grande y desdichado flautista cubano…

¡Pobre Solís! 

* Publicado originalmente en la revista Bohemia, el 16 de julio de 1910. 

 

Niurka González a propósito del flautista cubano Ramón C. Solís

 

Orlando Valle Maraca a propósito del flautista cubano Ramón C. Solís
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