
¿Podemos “ordenar” la música? Algunas realidades y muchas preguntas
Para nuestra revista, que intenta seguir las coordenadas de los que hacen la música cubana, es también una preocupación cómo los avatares económicos del país, los cambios que se anuncian y demoran en llegar, la llamada Tarea Ordenamiento —que ha modificado el costo de la vida, los salarios, los tipos de monedas con las que interactuamos— y, en general, la realidad cubana, afectan sus modos de producirla y de interactuar con sus públicos, pasando obviamente por el qué y el cómo de las relaciones entre los músicos con los imprescindibles mediadores entre ellos y la audiencia.
Cuba, en este sentido, tiene además sus especificidades, porque, por ejemplo, hay aquí varias veces más músicos profesionales que en cualquiera de los países que tienen aproximadamente la población del nuestro (para que tengamos idea, la estoy comparando con Bolivia, Bélgica, Burundi, República Checa, Grecia, Suecia, Portugal o Emiratos Árabes Unidos).
Si bien en casi todos los países del mundo, la mayoría de los artistas viven de su interrelación con lo que se conoce como “mercado de la música”, en el nuestro muchos de ellos no están en manos de este mecanismo capitalista —sin eufemismos— que se supone autorregulable. En el caso de Cuba, desde hace muchas décadas, buena parte de las carreras de los llamados “músicos profesionales” descansa en los hombros de instituciones estatales y a su vez, aquellos cargan sobre sus hombros la suerte de la existencia —pero también la desgracia de las deformaciones— de ese sistema.
Durante la llamada Tarea Ordenamiento que se anunció a fines del año 2020, los salarios de los músicos subvencionados y del resto del personal administrativo y de apoyo relacionado con la música en Cuba, se multiplicó en una proporción similar a la del resto de los asalariados del país, pero —habida cuenta del resto del paisaje y especialmente el hecho de que este proceso tuvo lugar en un contexto pandémico en que prácticamente no se realizan actividades musicales con público— hay muchísimas incógnitas aún por despejar. Sobre todo cómo esta modificación salarial, el incremento desproporcionado de los precios de muchos productos y servicios, y las recientes complejidades añadidas a un sistema financiero y bancario nacional que no acaba de encontrar acomodo entre la crisis interna y el apabullante bloqueo de los Estados Unidos, va a repercutir en la vida del músico profesional cubano a corto y medio plazo.
En sentido general, los músicos cubanos considerados “profesionales” (a efectos burocráticos unidades artísticas, como los denomina la legislación cualquiera sea su formato: solista, dúo, trío, banda, etc.) tienen una relación laboral (bajo la forma de un contrato de representación) con alguna de las instituciones estatales de la música que existen a todo lo largo del país (Agencias de Representación Artística, Centro y Consejos Provinciales de la Música, Empresas Comercializadoras de la Música y los Espectáculos, entre otras modalidades).
Esta relación puede ser de dos tipos fundamentales: no subvencionada o subvencionada. En el primer caso, la institución estatal cobra un porcentaje (negociable, como máximo del 30%) por su mediación entre la unidad artística y el usuario final de sus servicios, correspondiendo a los músicos y al personal de apoyo de la banda el resto de los ingresos. En el segundo, generalmente aplicable a músicas de menos “interés comercial” digamos, las unidades artísticas cobran salarios mínimos establecidos por realizar un grupo de presentaciones que la institución estatal debe procurarles y programarles con carácter mensual, aunque eventualmente pueden también realizar actividades de tipo más comercial en los términos descritos en el otro tipo de relación más libre, pagando el porcentaje que negocie con la entidad estatal.
Ambas modalidades (subvencionada y no subvencionada) tienen asociado también un régimen de seguridad social aprobado por el Estado, que se financia por la contribución de los propios músicos (8% de los ingresos del músico) más la que hacen sus respectivos empleadores (12%).[1]
Otras fuentes de ingresos para los músicos cubanos suelen ser:
- Los derechos de autor en el caso en que además de cantantes, ejecutantes o instrumentistas, sean compositores.
- Los encargos de obras, ya sea para eventos, programas especiales o fechas señaladas.
- Los importes (anticipos y/o honorarios por ejecución) que se les pagan por la participación en discos propios o de otros artistas, cuando la grabación en cuestión es realizada y producida en términos financieros por alguien diferente al músico mismo.
- Para aquellos que son solistas o figuras centrales de bandas, los importes que generan las ventas de sus discos en tiendas o a través de distribuidores formales, sean en forma física o mediante streaming u otras modalidades de venta.
- Los cachés que puedan pactar ellos o sus representantes legales por sus actuaciones en el extranjero, descontados los porcentajes de agentes de booking, managers y la de la institución cubana y/o el promotor extranjero que haya sido mediador en la relación, si fuere el caso.
- Los honorarios derivados de impartir clases o workshops, dentro o fuera del país.
- Ingresos por patrocinios y publicidad de diferentes tipos de productos o servicios o ingresos por merchandising de productos asociados a su marca. (En Cuba no muy relevantes como fuente de ingresos directos).
- La participación (ejecución, grabación y filmación) en programas especiales para ser transmitidos por TV y online, mecanismo surgido de los esfuerzos del Instituto Cubano de la Música en el contexto de la pandemia de la COVID-19 para intentar movilizar al sector y mantener un nivel de promoción de la música y una fuente adicional de ingresos para los artistas que forman parte del sistema institucional.
- Fondos de ayuda, movilidad u otros asociados a proyectos específicos que suelen otorgar ONGs, Agencias de Cooperación y otro tipo de organizaciones.
Creo que es evidente que aún en el peor de los casos, no puede decirse que elegir la música como modo de vida en Cuba lleve a un callejón sin salida. De hecho, esa apreciación general que tenemos los cubanos de que ser músico es “rentable”, parece tener algo de fundamento.
Añadiría, porque un coste ahorrado es una ganancia, que buena parte de la formación de esos músicos “profesionales” ha sido proveída gratuitamente por el Estado cubano, aunque la formación musical, como toda la educación en el país, ha visto mejores tiempos.

Ilustración: Román Alsina.
Y matizaría también en este momento que, durante la pandemia que asola al mundo y ante la suspensión de la programación cultural para la prevención y control de la misma, los músicos “profesionales” en Cuba fueron y aún están siendo protegidos por el Estado que les ha continuado pagando el 100% de su salario. En tanto, los no subvencionados, dependientes de ingresos personales por presentaciones, han sido igualmente beneficiarios de la aplicación de garantías salariales.
Ahora bien, hasta aquí hemos estado hablando de solo un componente de la ecuación —ingresos— dejando fuera algo que es tan importante como aquel en términos de rentabilidad: los costos.
¿Cuánto le cuesta a los músicos cubanos hacer su labor, cuánto les cuesta vivir como músicos?
Si tenemos en cuenta que, como cualquier cubano de a pie, el músico tiene que alimentarse, transportarse, asearse y descansar, y a veces garantizar todas esas funciones vitales a varios miembros de su familia, entre los que suelen incluirse niños y ancianos dependientes parcial o totalmente de ellos, ya sabemos que la caña está a tres trozos.
Hagamos un rápido repaso de otros gastos específicos que conlleva la actividad de la mayoría de los músicos hoy:
- Compra, mantenimiento y afinación de sus instrumentos musicales, equipos de audio y misceláneas de trabajo.
- Pago de clases y entrenamientos vocales o de ejercicios físicos para mantener determinada forma que su público requiere.
- Adquisición de software, aplicaciones y medios técnicos para la producción de la música.
- Promoción; creación de contenidos para el mantenimiento de sus redes sociales, y otros gastos de comunicación como realización de videoclips y cortos para TV, que muchas veces deben asumir con recursos propios.
- Pagos de comisiones u honorarios a managers, community managers, productores, agentes, abogados y otros profesionales, por servicios que no les brindan las instituciones estatales, al no estar preparadas ni actualizadas para ello.
- Compra y mantenimiento de vestuarios y accesorios para sus actuaciones.
- Renta de equipamiento de audio, escena, luces y otros, según el tipo de espectáculo, en el caso de presentaciones en vivo.
- Transporte, alojamiento, alimentación y otros durante giras en aquellas ocasiones en que no le son proveídos por las instituciones estatales que los representan, por los promotores de las giras en el extranjero o por los usuarios finales de sus actuaciones.
- Gastos de todo tipo para el mantenimiento de sus bandas, tales como renta de locales de ensayo, pago a personal de apoyo no incluido en sus plantillas, alimentación, etc.
- Pago de impuestos.
Encima de todo ello, es un secreto a voces la cantidad de recursos que algunos músicos invierten en coimas, payolas o como queramos llamarle a la serie de mecanismos de corrupción (que eso son al final) para conseguir que a veces cerrados circuitos de promoción o de presentación en entornos privilegiados por afluencia turística, controlados estrictamente por pequeñas mafias, se les abran mágicamente.
Pero los músicos son individuos; para “ordenar” el sistema de la música estamos necesitados de pensar —además— colectivamente. El país está abocado a una de las peores crisis económicas de su historia en muchos sentidos y los que laboramos en este entorno sabemos que Cuba debe y puede generar ingresos más o menos relevantes a partir de la música que produce y que tiene una marca y un prestigio ganado en el mundo hace muchísimos años. Nuestra música debería poder aportar recursos al bien común, al PIB de la nación y encontrar formas rentables de realización que nos permitan, al mismo tiempo, mantener tradiciones populares y géneros cuyo valor es esencialmente patrimonial. Poco podremos aportar teóricamente en este sentido más allá de lo revelado durante la ejecución del Proyecto Mincult-Onudi.
Sin embargo, si bien ya sabemos que se paga un alto costo por las estructuras mastodónticas, las instituciones con plantillas enormes, el personal no profesionalmente capacitado ni actualizado para lidiar con la industria musical contemporánea, la ineficiencia, la burocracia, la demora en los mecanismos de cobro de las presentaciones artísticas, la ausencia de nuestra música en los circuitos comerciales donde se generan verdaderamente los ingresos, no todos sabemos por qué demoran tanto en tomarse las decisiones necesarias para inclinar la balanza.
Porque, y por aquí comenzamos, Cuba tiene más profesionales de la música que cualquier otro país de sus dimensiones y población.
Pero, ¿están haciendo buena música cubana las alrededor de 17 000 unidades artísticas que existen en el país? ¿Son todas merecedoras de protección estatal? ¿Cuánto le cuesta al Estado cubano y, en definitiva, al contribuyente cubano el sector estatal de la música? ¿Son rentables las empresas estatales de la música? ¿Lo son las discográficas estatales, cuando el mercado del CD hace rato que se extinguió y muchas de las producciones que realizan no llegan a las plataformas digitales y si llegan, no se promueven, no son visibles? ¿Qué nos está diciendo que buena parte de la música cubana que se produce y comercializa hoy, incluso internacionalmente, esté fuera de ese circuito estatal? ¿Está la música como servicio exportable contribuyendo al PIB de la nación cubana? ¿Es necesario que toda la cadena de actores de la música sea estatal? ¿No sería razonable que el Estado se ocupara de aquellas zonas patrimoniales y de géneros tradicionales que sea imperativo proteger y permitiera ya mismo la coexistencia de otras fórmulas más pequeñas, ágiles y flexibles para el manejo de músicas más comerciales, regulables mediante mecanismos impositivos? El aumento de los precios de los espectáculos artísticos, a raíz de la tarea ordenamiento en el consumo cultural en medio de la dura crisis económica que vive el país, ¿disminuirá el acceso a la música por parte del público cubano? ¿Cuánto y en qué moneda le costará a un músico producir un espectáculo medianamente decente una vez que se retomen los shows en vivo en el país y cuánto cobrará por ellos? ¿Cuánto más podremos mantener a tantos artistas si el turismo demora en recuperarse? ¿Es rentable el enorme número de festivales y eventos de la música cubana? ¿Tenemos datos que nos permitan responder a estas preguntas? ¿Cuánto más vamos a demorar en tenerlos?
Se anuncia un inminente perfeccionamiento del sistema empresarial de la música. Ojalá que más allá de palabras que ya apenas nos dicen nada —de tanto repetirlas en vano—, de veras haya la voluntad de realizar la que probablemente sea su transformación más sustancial en décadas. Hay que moverse pronto por el bien de todos los cubanos, músicos incluidos. Mejor si a buen ritmo.
[1] Por muchas razones que no caben en este artículo, una parte de la música que se produce en Cuba y que se consume dentro y fuera del territorio nacional, la realizan músicos que no tienen una relación formal con las instituciones o empresas estatales, y, por tanto, no son considerados “profesionales” a efectos de la legislación cubana. O sea, existe lo que podríamos llamar un “mercado paralelo”, no estatalizado. Las reflexiones de este artículo no aplican estrictu sensu para estos, que también son músicos cubanos. Sus modos de interactuar con el difícil entorno económico de la Cuba de hoy es un artículo que tendríamos pendiente escribir para nuestros lectores. Pero, sin dudas, cualquier reorganización que se proponga el ecosistema de la música, debe tomarlos también en cuenta.