
Playlist del gorrión
Me fui de Cuba hace tres años. Cada cierto tiempo me entraba un “gorrión” muy fuerte y, para apaciguarlo, escuchaba una que otra canción, hasta que un día decidí irlas agregando a una playlist que llamé precisamente Gorrión y la compartí con otras amistades que, como yo, padecían de la misma dolencia. Así la hicimos colaborativa. Increíble la cantidad de canciones que fueron desempolvadas y, con ellas, las sensaciones. Desde Como los peces, de Carlos Varela, a Mala Leche, de Moneda Dura; la melancolía de Un montón de estrellas, de Polo Montañez; No juegues con mi soledad, de Buena Fe; el ambiente bohemio de la Casona de Línea y el Pabellón Cuba, con David Torrens, Interactivo, Kelvis Ochoa; recuerdos de un amor en Tú y yo, de Raúl Paz; todo el disco Puertas, de Liuba; la sabrosura de Gente de Zona, Yomil y El Dany; o Parar el tiempo, de Cimafunk, conteniendo nuestros últimos días en La Habana. Por último, un descubrimiento del exilio: Te busco, de Celia Cruz, dándome la bienvenida a otra perspectiva, desde este otro lado del mar.
Escoger un único tema que te lleve de vuelta no es fácil y espero que esto no sea hacer trampa, porque el Popurrí de los 70, de Los Van Van, ya es una sola canción para mí.
La pongo en cualquier lugar de mi casa en Lisboa y enseguida me dan ganas de tirar agua y trapear descalza. Si cierro los ojos y bailo, estoy en un concierto en la Tribuna, en un 31 de diciembre con olor a puerco asado, en una rueda de casino alrededor de la caldosa del CDR, o en un carnaval en La Piragua lleno de olor a cerveza de pipa, orina de borracho y rositas de maíz. Lo rico es adelantarse a tararear la canción, la forma en que entran los instrumentos: el cencerro, la clave, la trompeta, los timbales y el teclado, todos con una melodía muy cubana. La cintura que automáticamente se mueve donde quiera que estás, con un tumbao muy específico de abertura y sabrosura.
Regresé hace poco a Cuba y percibí, en les amigues que allá quedan, que el contexto actual ha transformado el concepto del gorrión: ya no hay que irse de Cuba para experimentarlo.
El equipo de Magazine AM:PM, inspirado en esta historia, ha convocado a un grupo de cubanes disperses por la geografía mundial y les han pedido que, como yo, compartan esa canción que los lleva de vuelta (Violena Ampudia, cineasta. Lisboa, Portugal).
Y si llego a besarte / Luis Casas Romero, int. Omara Portuondo
Debo tener tres años cuando aparezco en los brazos de mi abuela mientras se balancea en el sillón que fue de sus padres y canta para mí Y si llego a besarte, de Luis Casas Romero. Debo tener veintiséis cuando en la casa de mi madre, y en pleno apagón, soy yo quien la canta para mi novia. Tengo cualquier otra edad y estoy en cualquier otra ciudad que no es Matanzas cuando la sigo cantando. Cierro los ojos como quien cierra los círculos que dibujan la espiral que va al final de los eventos. Quiero hacer imposible que tú me olvides (Mabel Cuesta, escritora y profesora. Houston, EE.UU.).
Dale gracias / Luis Alberto Spinetta
Escucho permanentemente música cubana, que en cualquiera de sus expresiones tiene hoy un sentido sacro para mí, sea una columbia matancera de las Alturas de Simpson, un himno íntimo de Silvio o el Adagio para Clarinete de Mozart arreglado por Irakere. Necesitada con urgencia una religiosidad, había que edificarla alrededor del ritmo. También, curiosamente, he dejado de bailar la música cubana y sus magníficas derivaciones, creo que un poco sacudido ante la contemplación del milagro en la distancia y quizá en parte como un acto de protesta mínima por lo mal que se baila la salsa en Nueva York, la ciudad feliz del entusiasmo compulsivo.
Pero la canción que me recuerda a Cuba es otra, tan diferente, que escuché muchas veces en mi juventud en La Habana, hace apenas doce o trece años, aunque tantas cosas me separen ahora de aquel momento, que tal parece se trate de otra vida o de otra persona. Se llama Dale gracias y pertenece a Luis Alberto Spinetta. Es un rock jazzeado, digamos, un suavísimo rock jazzeado, cargado de una extraña ternura, que es quizá la definición de lo spinetteano, y que en una letra muy breve dibuja el paisaje emocional de mi exilio y contiene las que, me gustaría, fuesen sus tres virtudes teologales: el agradecimiento, la rabia y la dignidad.
El agradecimiento: “Abre tus viejas cosas./ Junta tu maquillaje./ Alguien se acerca, cierra los ojos./ Siéntate./ Dale gracias por estar./ Dale gracias por estar cerca de ti”.
La rabia: “Puedes hallar la jungla/ entre estos edificios./ Puedes rentarla o bien destruirla/ y además…”.
La dignidad: “Es inútil que pretendas brillar/ con tu historia personal./ Recuerda que un guerrero no detiene jamás/ su marcha” (Carlos Manuel Álvarez, periodista y escritor. Nueva York, EE.UU.).
Árboles raros / Carlos Varela
Desde siempre, para mí, esta canción entraña la nostalgia. No tuve que salir de Cuba para sentir eso. Árboles raros me hace recordar los otoños entre ciclónicos y frescos de mi niñez en La Habana. Todavía hay muchas personas que creen que en Cuba las hojas no caen de los árboles y que nuestro verano es realmente eterno, pero otros tantos sabemos que nuestra realidad nunca ha sido de un solo color y que ha habido hojas cayendo toda la vida. Me conecta con el dolor de lo que se supone que éramos y nunca fuimos del todo (Julio Antonio Fernández Estrada, jurista y profesor universitario. Miami, EE.UU.).
Olor / Roly Berrío
Digo una, porque me piden una, pero más que canción es un viaje instantáneo de Chengdú, en China, a La Casa de la Bombilla Verde, en La Habana; un viaje al abrazo con mucha gente querida, a un lugar, a afectos y tiempos a los que pertenezco. Tantas emociones entre acordes. Es indescriptible la sensación de estar ahora mismo caminando las calles de una ciudad tan distante de la geografía habitual, con personas y carteles hablándote solo con caracteres chinos mientras escuchas “no esperes que vuelva, que no me iré nunca”, “como a la secreta aleta de un pez”, “minero soy”. Con esta música no voy sola a ninguna parte. A veces parece una película en la que viajo a La Habana. Y ahora “la tarde se ha puesto triste, la lluvia tiene un olor…” (Marihue Fong, gestora cultural. Chengdú, China).
Copenhague / Vetusta Morla
La primera vez que tuve la certeza de que en unos meses —y al menos por un tiempo— no estaría más en Cuba, reproduje esta canción. Fue poético, porque llovía. Copenhague no es solo el nombre de una canción de Vetusta Morla, no es siquiera el nombre de una ciudad danesa; es también un sentimiento: el de los nuevos comienzos; es el “valor para marcharse”, es “el miedo a llegar”. Es, además, un no lugar: arriesgarse sin tener todas las respuestas. Es la canción que me enseñó a saltar. La primera vez que tuve la certeza de que, al menos por un tiempo, no vería más a mi familia, a mis amigos, no dormiría en mi cama, ni escucharía los perros de mi vecino ladrar a las siete de la mañana (cada mañana), era de noche y La Habana se hundía en un aguacero. En algún lugar de mi subconsciente se escuchaba la voz de Pucho cantar: “Ella duerme tras el vendaval./ No se quitó la ropa./ Sueña con despertar/ en otro tiempo y en otra ciudad”. El pasado primero de octubre pude al fin escucharla en vivo. La Habana, Cuba, los perros, mi familia, mis amigos, estuvieron conmigo (Lorena Sánchez, periodista y editora. Santiago de Chile, Chile).
Si no te defiendo / Amaury Pérez Vidal
La historia de por qué esta canción me trae recuerdos especiales es bien simple: con ella de fondo hice el amor por primera vez, a los 18 años, en un albergue de la Cujae. Es imposible escucharla sin trasladarme a mi primera juventud, a mis sueños cumplidos, a mis mejores momentos. Me acompaña siempre en las playlists ahora que vivo y trabajo en África, tan lejos de Cuba y de mis afectos (Lázaro Martínez, Dr. en Medicina Interna trabajando para la Organización Mundial de la Salud. Addis Abeba, Etiopía).
Vieja luna / Orlando de la Rosa, Int. Celia Cruz
Las melodías que escucho, y a las que siempre regreso, evocan paisajes de mi vida pasada, de mi niñez junto a mi abuela en la cocina los domingos. Escuchábamos la radio que transmitía la “música de su época”, como la catalogaba a mi corta edad para diferenciarla de la salsa, el pop internacional o la balada de los 90. Esa cocina donde crecí amando la música de mi abuela, en el multiverso de la realidad insular, era la habitación de una alquimista en el Periodo Especial. Aprendí allí, con el café aguado que me preparaba, que la música cubana era una mezcla de doble sentido, metáfora modernista y choteo vernáculo o social.
Desde esos tiempos me acompañan, en cualquier formato, Elena Burke, Benny Moré, Los aretes que le faltan a la luna, en la voz única de Vicentico Valdés, o los boleros de Bola de Nieve. El temperamento de La Lupe y la versatilidad de Celia Cruz llegaron después, aunque nunca faltaron. Era solamente, si me explico bien, colocarlas en ese puzle de pentagramas en el lugar al que siempre pertenecieron y ponerle rostro a una sensibilidad raigal de la música cubana. Estas divas con su peculiar manera de estampar a Cuba en la distancia a través de su arte inigualable me definieron sentimentalmente.
Si existe una canción que hila a mi Cuba musical, que me persigue desde niño, es el bolero Vieja luna, interpretada por Celia Cruz y con letra de Orlando de la Rosa. Desde que inician las trompetas y entra la voz triste y profunda de Celia, se me encoge el pecho. Cierro los ojos y allí está esa Habana que dejé y que se ha ido poco a poco hace tiempo; hoy desperdigada por el mundo, como la música cubana. Cierro los ojos y mi abuela en la cocina está cantando esos boleros de su juventud (Ulises Padrón, activista y escritor. Madrid, España).
Alive / Black Eyed Peas
La escuché por primera vez en un Lada, en uno de mis viajes desde Centro Habana a Diez de Octubre. Entonces yo tenía unos 22 o 23 años, tocaba regularmente en La Zorra y el Cuervo y comía pan con perro en Infanta. En ese tiempo no era de escuchar mucha música cubana, pero sí me encantaba oír los hits internacionales, era fan al pop y la música house. Por eso muchas canciones internacionales me recuerdan mis momentos en Cuba: momentos felices, de amor, amistad (y parties a montones) (Yissy García, baterista y compositora. Miami, EE.UU.).
Siete días / Kelvis Ochoa y Descemer Bueno
No hay una canción, hay muchas canciones, y cada una me transporta a un momento distinto: depende del ánimo que tenga, del momento del año que sea, si es verano, si es fin de año, si es mi cumpleaños, si es 14 de febrero. He tenido etapas en que las canciones de Teresita Fernández han sido las que me han devuelto. He tenido etapas en que han sido las canciones de Carlos Varela, que me transportan completamente a mi adolescencia, cuando iba con mis amigos a los Jardines de La Tropical y entre empujones y zapatos rotos lográbamos entrar. Luego íbamos caminando de vuelta a casa por todo Puentes Grandes, de madrugada, un bulto de gente saliendo del concierto, cantando Porno para Ricardo.
La última que me tuvo conectada hasta la lágrima fue Siete días, una canción que nunca me había provocado nada en particular pero que hace poco se me coló en Spotify mientras escuchaba a Kelvis Ochoa y me conmovió, quizás porque tiene la palabra acorde y habla de eso, del regreso, y al final es una aspiración, un sueño que se tiene constantemente, una esperanza, la ilusión de volver algún día. La voz de Descemer, de Kelvis, no sé, sus voces y la melodía. Son muchas las canciones pero esa fue la última que me devolvió a Cuba (Mónica Baró, periodista. Nueva York, EE.UU.).
Havana / Kenny G
Me conecta mucho con mi visión de La Habana cuando era niño. Siento que en mi infancia encontraba en cada detalle de La Habana una belleza que encantaba. Puedo incluso recordar el olor de aquellos tiempos; no sé, era distinto y muy especial para mí. (Edy Suárez, actor e influencer. Miami, EE. UU.).
Chan Chan / Compay Segundo
El Chan Chan me lleva bien lejos, a séptimo o quizás octavo grado, a la fértil tierra de Veguita, en Granma, durante la escuela al campo. ¡Ay, qué proceso! La mayor felicidad, aparte de las noches de congas con maletas de palo (temblando las literas de cabilla corrugada), la mayor felicidad eran “las melodías” en el comedor. Llegaba Compay con su guitarra extraña y todas lo recibíamos con aplausos y le dábamos besos (¡Compay, Compay!). Las cocineras lo amaban y le ponían su bandeja de boniato y chícharos. Y una botella de 6.20 convenientemente envuelta en un cartucho. Comía entre nosotras, riendo y conversando. Después cogía su instrumento y empezaba: “Yo quiero comer… ¡sarandonga…!”. ¡Qué rico! Dos o tres temas más y, para terminar, el himno: “De Alto Cedro voy para Marcané, llego a Cueto y voy para Mayarí”.
Todo eso era verdad: de campamento en campamento iba, como los trovadores de antes, humilde, hierático. Hermoso su perfil. Yarey en el sombrero. Camisa de caqui. Han pasado mil años. ¿Quién quitaba que sucediera un milagro? Y sucedió. De su pequeño público de estudiantes trabajadores, al mundo. ¡Qué fuerte, Compay! Por suerte, es una canción que sigue viva, repertorio obligado de los músicos callejeros y presente en muchas fiestas de cualquier país. Y si no la tocas por tu propia inspiración, te la pide “el respetable público”. Lo que más gracia me da es que muchos fuera de Cuba la cantan sin saber siquiera lo que están diciendo, con los nombres de los pueblos mal dichos. Da igual… qué felices se ponen y empiezan a bailar a su manera. Sin pareja ni na’. Sin ritmo ni na’. ¡Qué suerte ha tenido la humanidad! (Mane Ferret, trovadora. Barcelona, España).
Días de agua / Silvio Rodríguez
Esta canción llegó a mí por temas del destino durante los momentos más crudos e inciertos de la pandemia. Cuando digo destino me refiero al algoritmo de Spotify, pero sí fue sorpresivo. Un día apareció en la mezcla semi aleatoria —desconozco cómo funciona—, pero la voz de Silvio y el piano me lograron teletransportar de aquel cuarto sin ventanas en Barcelona, al balcón de mi infancia, aquel que colindaba con el Cerro. No se si fue la letra, la melodía o la simple presencia vocal de Silvio que me llevaba de vuelta a ese espacio. Y si cerraba un poco los ojos, podía hasta sentir la brisa que llegaba a la casa de mi madre. Ya han pasado años y el Covid parece cosa del pasado. Ya no vivo en Barcelona, sino en Buenos Aires, pero Días de agua aún me trae cierta libertad entre tanto encierro citadino. (Daniella Fernández, fotógrafa y realizadora. Buenos Aires, Argentina).
Los muñecos / Ignacio Cervantes
Son muchísimas las canciones que me vienen a la cabeza cuando pienso en Cuba: Kelvis, Habana Abierta y Los Van Van son tal vez los artistas más frecuentes. Hace años leí en un libro de Historia —nunca lo terminé— que los cubanos jamás se sentían y comportaban más “cubanamente” que cuando estaban fuera de Cuba. La frase me hizo gracia y la entendí, finalmente, cuando un día escuché Los Muñecos y aquello que antes era para mí un tono de llamada en espera, se convirtió en un carnaval de recuerdos (Emilio Suárez, archivero. Madrid, España).
Varias canciones / Los Van Van
Llevo tiempo fuera de Cuba, pero hace solo poco más de un año que siento que migré. No hace falta explicar aquí por qué. Entre las muchas consecuencias de esa sensación, en mi caso, es pensar que tienes cerca tus cosas, que están ahí esperando un regreso o un nuevo destino: tu biblioteca, tus fotos, tus cuadros, tu música en CDs anotados a mano. En ello, no cuelgas nuevos cuadros porque ya tienes los tuyos, y un día vas a volver a tu casa, tú mismo, o alguien los traerá a tu nueva vida, que ahora sí será definitiva, completa, pues ya está contigo todo lo que has sido.
Sin embargo, ahora mismo estoy en La Habana. Buscando algo en un clóset familiar encontré cajas que guardé hace diez años, con cosas que desde entonces no uso, pero siguen ahí. La pérdida del país natal no es el olvido, sino eso: la imposibilidad de usarlo.
Tengo un bebé que cumple hoy seis meses, nacido fuera de Cuba. Si en el futuro se siente también cubano no lo será por la comida que le haga, o los cuadros que le cuelgue. Lo será por la tanda que le doy cada mañana de Los Van Van. Esa tanda empieza con El buena gente, el tema de Pupy Pedroso: “tengo las manos vacías de tanto dar sin tener, pero que voy a hacer si así son las manos mías”. Sigue con El buey cansao, en la versión de homenaje grabada en el Karl Marx, que incluye la guitarra rockera de Elmer Ferrer, y una descarga de hip hop: un microuniverso, extremadamente potente, de la pluralidad que Cuba alberga y que sería capaz de expresar. Me sé todas las caras de ese público y las iré compartiendo con mi hijo: la del señor que baila con su propio hijo el ritmo de la cadera dura, la de la señora negra humildísima, que baila sola, las de las dos amigas que sonríen entre sí haciendo cada inflexión de la voz de Pedrito Calvo. La tanda termina con Este amor que se muere, una metáfora del amor por Cuba: “solo quiero que comprendas que te quiero, y que no puedo”.
No hay nostalgia sin pérdida. Hemos perdido un pueblo, ante la imposibilidad de usarlo. Esa es mi nostalgia. Es una nostalgia política, no es la nostalgia de la tierra a la que cantan canciones como Isla Bella, de Orishas, un tema hermoso como un busto plástico de Martí.
No conozco una Cuba más bella, ni más deseable, que el público de un concierto de Los Van Van. Es el símbolo de una nación que se puede usar, que puede hacer del “gorrión” por la patria una política democrática de la memoria, más allá de la explotación política de la nostalgia. Cuando lo sea, como dice la canción que ahorita tarareará mi hijo: “así te voy a querer, te voy a querer así” (Julio César Guanche, jurista, sociólogo y escritor. Quito, Ecuador).
Gracias por la lista, a mí me ha acompañado siempre «Foto de Familia» de Carlos Varela, esta canción creo que toca a tod@s l@s cuban@s emigrantes:
https://www.youtube.com/watch?v=IsRw69PuNYs