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Literatura feat. música Ilustración: Vladimir Pérez Díaz (Vlade). Ilustración: Vladimir Pérez Díaz (Vlade).

Naturaleza muerta con abejas

Era un restaurante chino en una ciudad del interior, y yo miraba al techo. Mirar hacia arriba es ponerme siempre en una disyuntiva. Ahora fijo mi atención en las sólidas traviesas de madera que forman la estructura del techo, y también ellas tejen un dilema que no logro precisar; no alcanzo siquiera a distinguir si son vigas de cedro, de caoba criolla o listones de ciruelo importado. Siempre sucede que los demás me creen indiferente, o distraído, que no me interesa lo que ellos dicen, o que me aburro, y todo porque miro al techo. 

—¡Eh, tú, Skylab! Contesta sin pensar: ¿Keith Moon o John Bohan?

¿De qué están hablando? Ah, ya entraron en materia. ¿Bohan o Moon? Bah, da lo mismo. Los dos son monstruos. Los dos son gordos; eran gordos. Murieron jóvenes y felices, ahogados en su propio vómito de alcohol destilado con jugos gástricos. Pero el otro tenía más pasión. Fue el cerebro de Tommy, aunque no se sepa. Apuesto por él. Won’t Get Fooled Again.  

—Moon.

Fue Jorge el que se alzó entonces con los ojos fijos en el techo implorando perdón por mí, rogándole a Dios que no me juzgara por lo que, según él, había sido un escape inconsciente de remanente fonético, un eructo apenas; yo, que tanta adoración sentía por los zeppelines, estaba cometiendo un acto de apostasía; “¿dónde tienes los oídos?”, aunque el Mentón se alegraba y proponía un brindis por mi criterio, mi buen gusto y mayor rigor, ese que nunca lo había traicionado, pues había que saber diferenciar, fanatismos aparte. En tanto la rubia murmuraba algo sobre Tommy, había visto la película, pero sin entender casi nada de aquella moraleja pesimista donde un anormal es convertido en ídolo. Sí, es una vieja historia esa de los anormales en el poder, niña. No, Mentón, tú no sabes, bróder, lo que cuenta esa historia es la inercia del mínimo esfuerzo, el tópico, un lenguaje elemental y limitado en su incapacidad y que la estupidez colectiva considera parábolas de sabio. “¿Pero esta niña cómo sabe eso…?”. 

—Una vez llegados a este punto, y estando en un lugar como este, ordeno que, según la antigua costumbre de la Puerta Sublime, solo se utilicen términos que no signifiquen nada. Así podremos entendernos mejor, como quería el sabio francés —abrió la boca otra vez el Lento.

—No seas pedante —riposté, tratando de agarrarlo antes de que volviera a su mutismo. En realidad, solo quería provocarlo, meterlo de alguna manera en el juego, pero ni pestañeó ante la pasión de Jorge por imponer ahora a Moody Blues como la banda coral in excelsis. El Mentón lo apoyaba intentando afinar algunos compases. Abrí la tercera caja de cigarros de la noche, y soplé el humo en la cara de Jorge. “¿Y Queen, no son buenos también?”.  También a ella la llenaba de humo y sí, tesoro, por supuesto que sí. El Mentón seguía empeñado en los violines de Night in White Satin, lamentando haber dejado la guitarra. Por suerte.

—¿Alguno conoce a Tangerine Dream? —preguntó muy despacio el Lento. Nos quedamos mirando, no tanto por la afrenta como por él mismo.

—Ni se habla siquiera. Darles sintetizadores a los europeos fue como dar whisky a los indios, dijo Jorge. El Mentón fue hasta una de las ventanas y la abrió de golpe con un grito: ¡Aire frío de América! Nosotros aplaudimos solo por joder al Lento que en venganza se bajó medio vaso de vino, todo lo que quedaba de la última botella. Soltó un eructo de dragón y abrió los brazos: “A la memoria del Rey Arturo, siboneyes”.

Lo que ninguno de nosotros podía imaginar era que el padre de la rubia fuera un importante funcionario de la embajada cubana en los países bajos. Lo dijo así, en los mismos tonos bajos de aquellas tierras, sin que viniera al caso, solo porque se había largado a contar la historia de su vida sin que nadie se lo pidiera, como una prueba de gratitud, de reciprocidad, según ella, por nuestra simpática camaradería… Era un dato de suma importancia, dado el tema. “Se los digo porque cada vez que viene hace escala en México, y allí aprovecha y me compra algunos discos… José José… Emmanuel… hasta de Feliciano. A él no le revisan las maletas en el aeropuerto”. Hizo una pausa, nos miró, y creo que se dio cuenta. La hubiéramos estrangulado allí mismo. “Dios le da barbas…, ¿eh Mentón?”. Tal vez por eso concluyó: “También puede comprar discos en Ámsterdam si se lo pido. Soy hija única”.

Fue como un corrientazo, un momentáneo lapso de lucidez unánime. En un instante todos estábamos alabando alguna parte de su cuerpo o su aparente belleza mientras yo exprimía lo que quedaba en el fondo de los vasos y le ofrecía una recopilación de oro y el Mentón saltó del asiento hasta la barra del bar para remover al chino dormido y pedirle algunas hojas de vales y lápiz. La lista arrancó con los venerados que casi no conocíamos, esos Small Faces que alguna vez mencionaban entre el bostezo atento de Baker Street seguidos de Humble Pie; Poco —¡mítico, de ahí salió Randy Maisner para Eagles!—, Joe Cocker… o no, mejor Cat Stevens; un poco de los Skynyrd, súmale entonces Molly Hatchet, uff, algo de Status Quo, si es así pon también MC5 y la Velvet bajo tierra y algo de los niños modelos: Morrison y Gram Parsons, ¿Gram Parsons?, sí, dicen que sus cenizas vuelan en el desierto de California; está bien, nosotros tendremos sus discos, bah; pon algo de mano suave, Clapton…, claro, y Hendrix… y Velvet Underground —ya está puesto— entonces Tom Waits para acabar con la inocencia y por supuesto el viejo Lou, todos de culto, exquisito y potente, para pasar luego a lo mejor del Sur, dame un trago de tu vaso, preciosa, se acabó, estratos de Nashville, Alabama y Memphis, entonces un buche de anís y los ángeles de la guarda de Little Feat, es como si estuviera comiendo caramelos; y eructas sirope, también algo clásico del Gran Tren Apestoso y ZZ Top, la buena banda de los hermanitos Allman, ¿alguno conoce la Marshall Tucker Band? Cállate ya, Lento… y algo del boss Springsteen, ¿con doble e?, claro, bestia, déjame a mí, ¡suelta!, ¡ah!, mete también a Crosby, Still and Nash, porque al Neil lo quiero por separado, o cuando más con Crazy Horse, da lo mismo, pero sin la recua de los otros tres; ¿recua?, ah… ¿Neil Young es canadiense?, es un puro oso, hijo; pon algo de Haendel, ¿quién?, Haendel, o el Parsifal, al menos, ¡cállate!, eso es música “lenta”; hay que ser tolerantes, señores…, pónganle al menos algo de Colosseum, mejor James Taylor, con Free, con Bad Company, con el Trío Matamoros, con quien sea…¡ah!, la maravilla: Who, ¿quién? Who, ¿quién? Who, ¿quién?, el coño de tu madre, así podrás oír al gordo-luna, gordito Moon de los cueros sagrados…, ya esto es borrachera; no, esto es el paraíso, la luz, bróder, la luz, aprovéchala mientras dure; borrachera es la que vamos a coger si los discos llegan, pide, ¡pide!, entonces los clásicos: todo Yes, todo E.L.&P., todo QueenSilver —eso es rarísimo…— o Cream, Génesis…, el Seeling England by the Pounds es el mejor disco de todos los tiempos, ¿lo sabías?, bah, tú no has oído…, Canadá pone lo suyo: Rush y BTO, ¿tu papá no hace escala en Gander?, y bueno, ya que somos tan dichosos cierra ahí con broche de oro: cualquier cosa de los Floyd menos el Ummagumma y el Dark Side, que ya los tenemos; pon al camaleón Iggy Pop, al tipo del arado también, ¿quién? Jethro Tull ignorante, Aerosmith y remata con el Goodbye Yellow Brick Road del miope. Hurra. 

Era la fiesta de la utopía, pero fiesta al fin. Suficiente para nosotros, o al menos así lo creíamos. A veces me pregunto: ¿de qué se quejan? Nos conformamos con tan poco…, “un poco de sopa y anís en la madrugada”, “y rock and roll”, “¡somos tan pobres…!”, hijos de nuestra propia condición insular; muy poco espacio queda para vanagloriarse de tal cosa. Dependemos, ahora como entonces, de los barcos; la flota sigue siendo nuestro orgullo; “…un estigma entre las aguas, que oscila con vida propia, por eso uno tiene casi siempre la sensación de un continuo rumor de olas debajo de los pies. Y si a esto le añades la austeridad, las pretensiones monacales del entorno, pensaba yo, como si caminaras por una abadía silenciosa, entonces te sorprendes con la cabeza gacha y arrastrando los pies, masticando oraciones obscenas que no llegan a la plegaria coral, la que eleva cantos al delirio de grandeza, al tonto orgullo de no sé qué pureza, al bloque monolítico”. Habíamos caído, sin querer, en el segundo de los temas.

¿Por qué siempre, en algún momento, se llegaba hasta aquí? Quizás fuera para remover un poco la tierra. Sin tener una idea clara o intensa del contexto, tampoco éramos tan tontos o tan audaces como para pretender cambiar algo. “Lo insular inmutable” (el Lento); “ni siquiera proponerlo: hay que ser consecuentes con el silencio” (el Mentón). “Gritemos entonces por la madrugada, cuando nadie nos oye” (Yo). Por tanto, si no queda más remedio que aceptarlo tal cual, solo nos resta la ironía, porque el silogismo estaba claro: los jóvenes son la arcilla del futuro; es así que tú eres joven, luego, eres arcilla…(Lento, ahora un poco más locuaz). 

—Ojalá lleguen —dijo la rubia, doblando los papeles antes de guardarlos en un bolsillo del pantalón.

—Pueden hundirse en el mar, o explotar en el aire…

—Mi papá es un personaje, pero todavía no puede caminar sobre el agua. —La rubia agarró mi vaso y miró al fondo.

—A propósito —despertó definitivamente el Lento, inclinándose sobre la mesa—. Hay un tipo que aplicó una variante interesante a la parábola bíblica: alisó las aguas del Estrecho con una tabla de planchar. También para algo como esto se necesita mucha fe. Dicen que aún conserva las marcas de la soga en el lomo. 

—Bestial —Jorge se inclinó también sobre la mesa, su cabeza pegada a la del Lento, como si estuvieran confabulados—. Dicen que hubo otro que calafateó un Chevrolet, le adaptó una hélice y se deslizó hasta los cayos como si fuese por una autopista. De carril anchísimo.

—Más que fe se necesita imaginación, y un poco de genio y de locura también —dije yo, mirando de reojo al Lento. Pareció espabilarse, más por las variaciones que por el tema mismo. Resucitaba ahora, cuando todos comenzábamos a sentir sueño y el chino recogía los manteles sin sacudirlos y colocaba las sillas encima de las mesas. 

—Lo único que salva a estos casos de lo trágico o lo patético es algún toque de distinción, aunque a veces esta levedad, la misma sutileza de las formas no bastan para alcanzar el objetivo —dijo entonces—. En Guantánamo hubo alguien al que se le ocurrió atravesar la bahía hasta la base en pleno día, a la vista de todos, es decir, justamente cuando nadie esperaba una cosa así. Para eso construyó un hermoso cisne de papier-mâché adornado con tiras de nylon blanco, y se lo puso en la cabeza. Una idea genial y esplendorosa, hasta que alguien detectó cierta anomalía en el deslizarse del ave, como si corcoveara sobre el mar… No sintió las voces, y se hundió a mitad de camino… —Nos miró, y en un suspiro concluyó—: Todo intento de alcanzar la belleza lleva en sí el germen de la muerte.

Podría ser conmovedor, pero yo no aguantaba más. Con la carcajada volqué un vaso, que estalló en el piso como una granada de fragmentación. El chino pegó un salto, mirándome sin entender. El Lento corrió hasta atrás su silla y se arrodilló entre los restos del vaso examinando los diminutos trozos de vidrio como si fuesen diamantes mientras susurraba in vino veritas, in vino veritas en una letanía. Jorge y el Mentón nos miraban, sus cabezas como dos péndulos sincronizados, indecisos entre reírse también o agarrarnos por el cuello.

—Yo me voy… —balbuceó Jorge. Lo miré, y me dio una convulsión. Se había puesto serio de repente, y de un momento a otro se pondría dramático, de un histrionismo etílico-tragicómico que conozco bien. Pero no ocurrió. Un segundo antes de la metamorfosis se levantó, tropezó con la mesa, me abrazó y se fue.

—Yo también rajo. Me estoy durmiendo —bostezó el Mentón. Se puso la boina que traía doblada en el bolsillo, se frotó los brazos y después los míos, despidiéndose—. Este es mi cisne —dijo mientras se hundía el gorro hasta los ojos—. Me hace invisible cuando no quiero ver a nadie.

De todas formas nadie lo verá —dijo la rubia cuando el Mentón salió. Tampoco yo sé si lo veré. Puede que llame por teléfono, aunque apenas habla cuando lo hace, dice que tiene la sensación de que alguien más lo está escuchando. Entonces se limita a musitar unos cuantos monosílabos lacónicos, con largas tiradas de silencio entre uno y otro.

—Al fin solos, y ya tenemos que irnos. —El Lento se extasiaba con el chino y su arte para levantar el mantel de nuestra mesa como si fuera una sábana sucia. Murmuraba en bajo cantonés y nosotros cruzamos los dedos. Después se alejó para sentarse junto a la puerta con una frazada sobre los hombros.

—¿Por qué te molestan? —le pregunté. Son los mejores tipos que vas a encontrar en este pueblo de mierda.

 —No sé si alegrarme o llorar… Pero de todas formas tienes razón. —Luego hizo silencio, y así nos mantuvimos durante un rato.

Entonces recordé que había olvidado a la rubia; tal vez ya no estuviese. Sin mucha claridad para poder precisar me viré de un tirón: ahí estaba. Con mucha cautela entonces le di un beso, y ella se pegó como una calcomanía. Miré a Radamés. No quería discutir con mi amigo ahora. Comencé a tararear los primeros compases de Free Bird, una canción “que me hace venir el alma al cuerpo”, me hace sentir seguro de mí mismo, y lo quieras o no, socio, esos dos solos de guitarra, los riff alternos, son un sonido celestial, viola de dioses.

—Música humana, ya eso es suficiente. Pero si tú lo dices… —y al sonreír nos señaló la puerta. El oriental antiquísimo la movía con un pie, la abría y la entornaba hasta casi cerrarla con un chirrido que nos invitaba a salir—. Cierre y venga acá un momento —le gritó Radamés. El hombre se acercó como un sonámbulo y se sentó a la mesa. 

—No te rías —le susurré a la rubia—. Esto es serio.

—Escuche lo que voy a decirle a estos dos —comenzó el Lento, apuntando un dedo hacia la frente del chino. El hombre asintió con disciplina y nos miró—. Aunque la razón sea común —dijo—, la mayoría vive como si cada cual tuviera su peculiar entendimiento. Eso está bien, pero es relativo, como todo. Este sujeto —me señalaba a mí— tiene una concepción particular sobre… la música, ya que estamos en eso, pero olvida o desconoce algo fundamental. Boecio dividió la música en humana y mundana. La primera es la música que la tradición nos permite escuchar y componer. La segunda es la música del mundo, un juego de espacio y tiempo que solo los iniciados pueden escuchar y solo los científicos a través de las matemáticas logran calcular. Esta práctica tiene sus orígenes en Babilonia. Los hebreos en algún salmo hablan de la música de los ángeles. Luego es asumida por los pitagóricos: en Alejandría y en el bajo Medioevo era esencial para un astrónomo que su esquema del mundo estuviese construido bajo los principios de la armonía de las esferas. Es un juego de espacio y tiempo tan vinculado con la astronomía como con la matemática…

—Una concepción precursora del juego de abalorios…

Mi intromisión no hizo más que redoblar su pasión.

—¿Ve lo que digo, compañero? —dijo metiendo el índice en el pecho del chino—. Acá el ciudadano nos da una muestra fehaciente de cómo tomar con estilo el rábano por las hojas. La levedad de este tipo de asociaciones simplifica las esencias, y puede llegar así a convertir el I King o un koan zen en un simple acertijo de charada. ¿No cree? —El chino lo fijó con las ranuras, abriéndolas lentamente hasta dejarlas redondas. 

—Sí, sí, claro. —Radamés asintió.

—Imaginemos entonces un sistema de esferas concéntricas. Los pitagóricos calcularon las proporciones entre la longitud de una cuerda y los intervalos musicales que emite. Luego extendieron la idea al mundo, y calculando la distancia entre las órbitas planetarias, sus longitudes y los intervalos de la escala, dieron a cada planeta una nota. Imaginemos entonces un espectador situado en el centro del sistema. Su campo visual describe un triángulo imaginario que corta en sus aristas las órbitas planetarias. Cuando el planeta atraviesa el triángulo deja escuchar su nota. Si ocurre un eclipse, y dos planetas aparecen en una línea recta desde el espectador hasta la periferia del sistema, se escucha un acorde. Sin embargo, desde otro punto del sistema no habría tal acorde. Estas estructuras tenían —o tienen— la posibilidad de reordenar desde cada uno de sus puntos la música que se escuchaba. Para cada punto del sistema el ritmo y la melodía en un instante dado es distinta… (Pausa). El procedimiento se aplicó con algunas variantes durante un período que comprende cerca de 2000 años. (Silencio absoluto). La rubia: (Mira al techo, a nosotros dos, al chino, busca algún fulgor en el piso). ¿Y si se agruparan esos pedazos aislados, podría componerse, por ejemplo, una sinfonía? No sé…, quiero decir, ¿alguien podría copiar esa música? El Lento: Mi aporte al arte universal será precisamente demostrar que es posible transcribir esos sonidos. Crear una partitura celeste, digamos. ¿Que cómo puedo lograrlo? —se preguntó sin que nadie lo interrogara—. Tengo algunas dudas que me pueden llevar a ello. Por ejemplo, los pneumas. En la escritura musical antigua signaban el canto. No tenían mística alguna, y la duración de las notas no era precisa. ¿Por qué esta escritura fue llamada p-neumática…? —cuidándose aquí de enfatizar bien la mueca labial que media entre la p y la n—; tal vez porque cada verso se prolongaba según el neuma pulmonar de los cantores. Pero esto es algo que tal vez nunca sabremos a ciencia cierta… 

 

* Fragmento del quinto capítulo de la novela homónima, La Habana, Letras Cubanas, 1999 / Cienfuegos, Editorial Mecenas, 2022. 

Atilio Caballero Atilio Caballero Narrador, traductor y Director del grupo Teatro de La Fortaleza. Algunos de sus libros han merecido importantes reconocimientos en su país. Recientemente, volvió a recibir el Premio Alejo Carpentier de Relato 2020, por el libro La maleta de B. Más publicaciones

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