
Dos poemas de Reina María Rodríguez
No oigo, no oigo a Bach por ninguna parte…
… mientras la señorita tocaba
el último acorde de la fuga de Bach…
Las fusas, “esas garrapatas dobles sobre el pentagrama”
—las llamaba Fe— con la gravedad
que tanto trabajo costaba interpretar.
La intensidad perdida de aquellas semifusas
con insatisfacciones.
Cantatas sacras de un subterfugio cualquiera
y salir brincando por la ventana del baño
hacia la mañana de un domingo lluvioso
(el piano encerrado todavía dentro de la casa)
enloquecido por los arrebatos de Melchor
sobre sus cuerdas rotas,
en un vulgar programa de música clásica por la radio
donde una mano cualquiera
lo golpea indiferente hoy.
Y ella buscando atrás, atrás,
una fuga sin terminar,
ciento veintinueve compases que simbolizan
la palabra obsesión, y luego
el llanto.
Ya no oigo a Bach por ninguna parte
en la versión de Wanda Landowskca.
No oigo los tropeles (esos devaneos),
sus cizañas.
De manera que a mi sensibilidad
la corrompió también esas esquirlas
que sin querer nos sobrepasan.
Todo mi dinero invertido en comprar aquellos discos
gradualmente sonándoles más la inconformidad
—menos la devoción cada vez—
tras un deseo ingrato por las cosas
que no vienen rayadas en la placa.
Oírte regresar por la escalera del arpegio
con futilidad, con desdén.
Ruidos, atropellos, sarcasmos…
(Contrabando en La Casa de la Cultura Checa,
que tampoco existe ya, en P y 23).
Iba a los conciertos los domingos
con aquel vestidito de seda gris
y el hueco es cada vez más profundo, más repugnante,
entre aquella muchacha sencilla
y yo.
¿Será que anduve de viaje por la inutilidad
de un sentir?
¿Será que el teatro se quemó bajo una cúspide de resonancia
frágil?
La casa se derrumbó una mañana de domingo
hacia la esquina de Neptuno,
y las teclas sonaron sin Fe
sobre mi espalda abotonada al nácar de un teclado
que había dado la vuelta (en redondo) al mundo de una esquina,
sobre amarillos arrancados de cuajo
—a una tecla, a un botón, a las aproximaciones
de mis manos—
con esa pobre indiferencia de las muchachas
comprometidas con nada
(pero con algo aprendido de aquella vanidad pecaminosa)
sospechando que valdría muy poco sostener
aquel sí definitivo.
“¿Para quién?” me preguntaba Fe desde el teclado.
Fue mi pasión, lo sé, trucar los dedos
de un semitono, equívoco.
En fin, no me quejo.
Pero queda esa confusión, esa desazón,
esa vaga nostalgia que se llamaba música
contra los pedales al chocar
muy des-pa-cio primero
(aprisa luego),
con arrepentimiento
de bronce mal pulido bajo la piel,
corrompiéndose allí
(reverberando)
en el dorado champagne de otras imágenes
pasadas por los dedos.
“¡Un delirio mal tocado!” —gritaba ella—,
un dolor de las fusas clavadas en el pecho,
a contrapunto, alta traición
de un tiempo desmedido,
pero “absolutamente medido”
—decía muy segura—
entre un compás y otro,
contra el miedo.
SU MÚSICA
La partitura estará vacía.
En ella no aparecerá nada.
Como Constance comerá castañas romanas
y tú serás el genio.
Desapasionado, no persuasivo.
Una línea en blanco y sobre ella, de repente:
fagot, clarinete,
en el corazón de las muchachas que sonríen.
Hacia un espacio ascendente
(mordido por su boca)
el licor de la castaña ahora vacía, quieta.
Hay demasiadas notas esperándonos.
Opacos rumbos que tomaron los sonidos
de un destino.
Tomado de Catch and Release, La Habana, Letras Cubanas, 2007, pp. 9-11; p. 23.