
Juana Bacallao: volver a vivir
El 31 de mayo Juana Bacallao cumplió 95 años. Mujer de una vida difícil, castigada desde pequeña por una lacerante soledad —sus padres murieron siendo ella una niña y, al parecer, no tenía otros familiares cercanos—, acosada por otras muchas carencias, le entró de frente al mundo y a la adversidad. Trabajó con todas sus fuerzas, soñó como una endemoniada con subir a los escenarios de los centros nocturnos no tanto para cantar, sino para imponer su enigmático poderío, instalarse en un momento único y crucial, dar riendas sueltas a su incalculable fuerza interior, ser una diva diferente, transgresora, impenitente, zafia y retadora.
Pero no desde una óptica elaborada, sino desde el instinto que ha sido la principal brújula durante su vida y sus más de 70 años de actividad artística. Juana Bacallao hacía con la línea melódica de los números que interpretaba lo que le daba su realísima gana: improvisaba, se iba de ella, volvía, comentaba algo intrascendente. Y era como si dijera: Aquí estoy. Nadie puede más que yo en el momento en que este espacio y el mundo entero me pertenecen solo a mí.
Es muy difícil entrar de lleno en su biografía. Ella se ha encargado de mantenerla a buen resguardo. A veces ha dicho esto o aquello… Tiene más de una historia de vida y ninguna es del todo cierta. La primera es la que ella misma ha hilvanado a intervalos, con flagrantes contradicciones que impiden adentrarnos del todo en el territorio de la verdad. En una ocasión contó sobre la pérdida de sus padres, los momentos en que vivió bajo alguna escalera. En otra, afirmó que de pequeñita su mamá la llevaba a tomar clases de ballet o que sus 15 fueron un acontecimiento en el barrio en el cual se crió que, en unos casos, ha sido el de Ataré, en otros El Vedado y, en muchos, el de la Calzada de Monte —que parece ser el más probable, por testimonios de algunas personas que la conocieron en sus años mozos.
Germán Pinelli la recordaba recorriendo los espacios de aficionados que transmitía casi a diario la radio cubana de los ’40 o ’50, luchando por ocupar un lugar en la competencia cuyo premio era una lata de puré de tomate o un jabón de tocador. La razón era una sola: sus carencias materiales. Presumida desde siempre, fue una mujer muy cuidadosa con su aspecto físico —yo no soy negra de fondas ni posadas; fea puedo ser, pero cochina nunca, solía afirmar—, incluso en los momentos más difíciles de su aciaga existencia trataba de componer su imagen lo mejor posible. Se le ha visto en alguna película de aquellos tiempos o en el programa de algún concierto de música yoruba, producido por Obdulio Morales, en el que aparece con su nombre de pila: Amelia Martínez.
Obdulio Morales parece haber sido su gran descubridor. El hombre que la dotó de un número que, al parecer, había compuesto para que fuese interpretado por Rosita Fornés en una película mexicana junto a Tin Tan: Juana Bacallao era el título del número. Es muy probable que el insigne maestro, habiendo comprobado las innegables virtudes de la joven aspirante a cantante —un color de voz y una tesitura ideales para el son y otros ritmos afines— y sus limitaciones a la hora de memorizar letras complicadas, se decidiera por esta pieza cuya letra es en extremo sencilla: Yo soy Juana Bacallao/ Yo soy Juanita Bacallao/ la negra que en el solar/ salpica pa´ no mojar. Y luego el estribillo muy pegajoso que repetía el nombre de la protagonista: Juana, Juana Bacallao. Es casi seguro que nadie sepa en qué momento Amelia Martínez decidió que su nombre artístico sería el título de la pequeña obra orquestada por quien fuera, durante mucho tiempo, su mentor. Pero aquella sabrosa composición se convirtió en su himno de guerra y la lanzó a los escenarios teatrales y las pistas de cabaret.
Durante años Juana Bacallao fue figura de centros nocturnos. Se le vio mucho en los pequeños clubes —humildísimos— de la playa de Marianao, paseó por carnavales de provincia en su incesante batallar por ocupar un lugar en la vida nocturna nacional.
A principio de los ’60 —un periodo del cabaret en Cuba poco estudiado, con evidentes zonas por descubrir—, Alberto Anido la llevó al Salón Rojo del Hotel Capri para protagonizar, junto a Dandy Crawford, La caperucita se divierte, un show que enriqueció la tradición de espectáculos de cabaret atesorada por la capital cubana desde finales de los ’40 y que se había visto afectada no solo por la estampida de algunas de sus principales figuras, sino también por la ausencia de estrellas internacionales que, antes, arribaban prácticamente cada semana a la Isla para ocupar los innumerables espacios que les ofrecía la noche habanera.
Fue entonces cuando Juana Bacallao dio el salto a una línea de trabajo más exclusiva, revivió el glamour hasta entonces barato y segundón de su vestuario, el esplendor de sus pelucas, el brillo de sus zapatos de tacones muy altos para elevar en algo su pequeña estatura, el largo de sus pestañas y uñas postizas, y el alcance del aroma de sus perfumes.
Desde aquel nuevo trono fue totalmente fiel a su manera única de pasar por encima del silencio que se cernía sobre su manera de hacer el espectáculo, de proyectarse más allá de las clasificaciones empecinadas en su presunta vulgaridad, en su tan llevado y traído salvajismo, en lo peligroso de sus salidas cuando su “cortina” llegaba al clímax. Y si antes de la Revolución había sufrido una discriminación casi natural, después del 59 se le permitió llegar a los espacios donde su presencia se consideraba menos perniciosa.
Juana Bacallao vivió entonces, y sin embargo, toda una tragedia: la televisión, el medio ideal para difundir una carrera artística a gran escala no la llamaba, y ella tenía que hacerse presente de algún modo. La gente tenía que saber que existía, a pesar del veto silencioso, aunque efectivo, al que estaba sometida. Para lograr visibilizarse creó los más asombrosos performances.
Entonces, cuando iba a cruzar una amplia avenida esperaba, un tanto oculta, a que el semáforo iluminara la luz verde. Cuando esto sucedía se situaba en un lugar bien visible para los autos que pasaban raudos y veloces, los saludaba con una amplia sonrisa —no le importaba si la miraban o no: ella los saludaba en pose de diva que era admirada por sus fans. Y cuando el semáforo apagaba la luz verde para exhibir la roja, esperaba a que los autos se detuvieran y cruzaba la calle dirigiéndose a ellos. Gracias, gracias, muchas gracias, les decía sonriente, como si se hubieran detenido para darle paso. En esa necesidad perentoria de hacerse notar, Juana Bacallao fue precursora de la telefonía móvil. Cuando llegaba a algún sitio donde había mucha gente, abría su cartera, extraía un auricular y decía: Ya estoy llegando. En unos minutos estoy con ustedes, guardaba de nuevo el auricular en el bolso y continuaba su camino con actitud de diva.
A veces llevaba un perrito de peluche en su regazo y le prometía que cuando lleguemos a casa te doy tu papita, cariño… Y no eran locuras. Era parte de la construcción de su personaje, para que la gente la tuviera en cuenta, porque su imagen no aparecía ni en la prensa ni en la pequeña pantalla y, mucho menos, en la grande.
Lo más triste de esta historia es que aquella mujer que caminaba La Habana solo para hacerse presente, que devoraba la pista de un club nocturno, que vibraba al conjuro de bongoes y maracas, que nunca bajó el tono de sus interpretaciones, terminaba siempre sola — cuando más con un amante ocasional—, sin gente cercana que le diera siquiera un segundo de amable compañía.
Todas las Juanas
Son muchas las Juanas que la gente se ha inventado. Todas tienen un toque de locura. Juana es aquella que cuando Alicia Alonso asistió a un cabaret donde se presentaba le dio las gracias a la Prima Ballerina Assoluta y le prometió: en tu próximo show yo estaré en primera fila, Alicia. Aunque nadie pudiera realmente dar fe de este incidente o de otro, muy comentado por cierto: un dirigente político prometió ir a verla a un cabaret y le pidió que montara para él un número de la llamada Canción Protesta. Ella llevó al cabaret una foto del presidente de turno de los Estados Unidos, pidió que la iluminaran y cantó: Ese que está allí…es el culpable de toda mi agonía… Nada de esto está acreditado por nadie. Como tampoco lo está la vez que le dijeron: Cuidado Juana con lo que dices que en el público hay algunos políticos norteamericanos muy influyentes, y ella estuvo todo el tiempo cantando Cuba sí, Cuba sí, Cuba sí, yanquis no. O la ocasión en que le advirtieron que había empresarios italianos entre la audiencia y ella salió a la pista gritando: Aquí está la gente de la mafia, los hombres de confianza de Vito Corleone. O cuando hizo un homenaje a Martí con Los zapaticos de rosa y aquello de…El aro está por la libre y el balde por la libreta. Esa es una Juana imaginada y contada una y otra vez como cierta, pero nunca confirmada, presente en la memoria juglaresca que siempre ha acompañado a una figura tan peculiar como ella.
Hay otra más real, signada por su innegable bajo nivel de instrucción, como cuando saludaba a quienes en el público procedían de New York sister o afirmaba que iba a actuar afectada, pues se había hecho un eclipse en el pie derecho. También está el repetir que había actuado en Venecia sin ti (nunca dijo Venecia a secas, siempre añadió el “sin ti”). Esther Borja, que conducía un clásico de la música cubana en la televisión, el mítico Álbum de Cuba, contó en una ocasión cómo Juana se le ofreció para interpretar algo tradicional en el Árbol de Cuba. En sus últimos tiempos, cuando anunciaba el lugar donde se presentaría, comentaba: allí estoy, con las hermanas caídas, en alusión al viejo chiste cubano referido al deterioro de los senos femeninos tras el paso del tiempo. Y está la anécdota de uno de sus últimos viajes a los Estados Unidos, cuando descubrió que el colchón de su habitación era de agua y salió al pasillo pidiendo auxilio: ¡Los yanquis me quieren ahogar! Esto, por supuesto, puede no ser cierto, pero anda muy cerca de todo su inmenso anecdotario.
Y luego encontramos a otra Juana muy real en los desfiles por el primero de mayo, cargada de banderas, en el bloque del sindicato de los artistas donde —cuentan— saludaba a la actriz Odalys Fuentes, entonces casada con un conocido oficial del ejército, a quien invariablemente preguntaba: ¿Y el comandante? ¿Y los comandanticos?
https://youtu.be/JdLccVfEcBE
Aquella Juana
Yo recuerdo a una Juana muy diferente. Me llamaron para que escribiera el guion de un recital suyo para la televisión. El director era el desaparecido Omero Pérez. Tanto él como yo decidimos cuidarla para que la gente se riera con Juana y no de Juana. Llegó muy temprano. Traía consigo un inmenso maletín con ropa, zapatos, pelucas y varios frascos de perfume comprados para la ocasión. Ese día supe que Juana Bacallao no gustaba de las palabrotas, ni de las broncas.
Hubo, en esa oportunidad, dos incidentes relacionados con sus vestuaristas. La designada para atenderla en el programa no había llegado. Entonces otra, muy callada —pues hacía una semana había perdido a su compañero de vida—, se ofreció para asistirla. Presenté a la artista y a su asistente en el vestuario y me senté a esperar en el salón de maquillaje, frente al camerino que Juana ocupaba. De repente la Bacallao entró como una exhalación al salón de maquillaje: ¡Quítenme a esa mujer de al lado! ¡Quítenmela ya! Esa mujer anda con un muerto al lado. El espíritu de su marido de toda la vida está con ella y eso me puede echar a perder el programa. Saquen a ese muerto que todavía está verde al lado mío.
Por suerte la vestuarista designada llegó y no tuvimos que pasar por el mal momento de decirle a la atribulada voluntaria que Juana no la quería cerca, pues la pobre mujer —sin dudas— le había contado de su infausta y muy reciente situación de viudez. Pero la vestuarista oficial había llegado pasada de tragos, y constantemente le provocaba a Juana molestias dolorosas con alfileres, cremalleras y otros componentes. La Bacallao, muy preocupada con lo que sería su primer recital en la pequeña pantalla, estaba indignada. Le molestaba tremendamente que aquella mujer hubiera ido a trabajar en estado de embriaguez. Es que estoy nerviosa por un problema que hubo en mi casa, Juana, por favor. Y, con la sinceridad que la caracterizaba la diva le espetó: ¿Qué nervios ni qué problema? Lo que te tiene así es el peo que has cogido antes de venir a la pincha, mi hermana. Y eso no se hace. Justo en ese momento Juana se percató de que la mujer que la estaba martirizando era, como ella, negra. Entonces zanjó el asunto con una frase lapidaria: Ni porque somos colegas, coño.
Esa otra Juana, esa otra mujer para la que existía una ética profesional, una posición de entereza y de solidaridad entre personas afines, me resultó, sí, pintoresca. Pero despertó en mí una admiración muy especial por ella, que cuidaba lo suyo con celo, que valoraba el sentido de una oportunidad que le había sido negada durante tanto tiempo.
En el programa solo actuaron Juana y Pinelli, quien la trató también con sumo cuidado. Pero de nada valieron sus desvelos, la preocupación de Omero Pérez y mía para que todo saliera bien. Aquel recital nunca salió al aire. Y las razones de que así fuera resultaron ser las mismas de siempre: ¿a quién le puede interesar esta mujer con su vulgaridad, su arte viejo y pasado de moda, su gracia chabacana y su lenguaje elemental y burdo?
Por suerte esa posición varió. Pero Juana me lo dijo un día: me están llamando ahora que estoy casi apagada. Recuerdo que, antes de hacer aquel malogrado trabajo, Omero y yo la fuimos a ver a un cabaret de las Playas del Este. Al terminar su presentación pasamos por el camerino. Estaba exhausta, deshecha físicamente, mientras un ayudante le secaba el sudor que le bañaba todo el cuerpo con grandes rollos de papel sanitario y una esponja con perfume. Juana intentaba recuperarse del descomunal esfuerzo físico que acababa de hacer. Es la vida del artista. Dejas todo cada noche en la pista. Pero no importa, después te recuperas y vuelves a vivir.
Esa ha sido la historia de esta mujer: buena parte de sus 95 años dejando la vida a cada paso, dentro del arte y fuera de él, con el fin supremo de volver a vivir, para regalarnos buena parte de su existencia en su incesante peregrinaje por este mundo.
Que bello porfe Julio! Gracias por develarnos la humanidad tras la máscara.. Quien puede no comprender lo que es ocultarse?
Hermoso y sincero homenaje a nuestra querida y entrańable Juana. Lo disfruté entero, por lo sincero, bien escrito, ocurrente y por narrar elisodios variados de la sin dudas impresionante manera en que Juana, a puro empeño de salir y mantenerse a flote, se ha batido contra los molinos de viento. Lindo artículo.