
Jonathan Hoard en el Teatro Martí: Una estrella en constelación
Un hombre negro, parado en una posición entre desafiante y desenfadada, con las uñas y los labios pintados, una camisa corta (al estilo rumbero), pantalón alto y brillante, los pies descalzos: así se me presentó el cantante, compositor y arreglista estadounidense Jonathan Hoard por primera vez, en el cartel que anunciaba sus conciertos en La Habana. Me pareció muy valiente por todo lo que implica para un artista norteamericano ofrecer un espectáculo en Cuba, pero también por su autenticidad abierta. La imagen suscitó no pocos comentarios, muchos de ellos ofensivos, homofóbicos. Es triste percibir la falta de sensibilidad que todavía conduce a los sobresaltos y exclamaciones llenas de prejuicios que escuché, incluso, en los espacios más insospechados. Apartando la incomodidad de las reacciones, me dejé cautivar por el potencial que auguraba la figura de Hoard y llegué al Teatro Martí, con la extraña certeza de que valdría la pena.
Los conciertos, por lo general, tienen un protocolo acostumbrado, entrar al lugar, tomar asiento, tener fe en que empiece puntualmente. En este sentido, resultó quizás menos organizado que muchos otros: comenzó media hora después de lo establecido, no había programa, los asientos estaban extrañamente repartidos. Por un momento sentí que mi seguridad y entusiasmo perdían fuerzas, tras un día agotador.
Con las tres campanadas se apagaron las luces y los músicos ocuparon el piano, la batería y el bajo: música para mis oídos. Sonó una mezcla entre jazz y soul que preparó exquisitamente el terreno para lo que vendría después. Por alguna razón que no sé explicar, probablemente humana y no tecnológica, se escuchaba diferente, no era el estilo familiar, propio de nuestros jazzistas; agradecí la belleza de esa diversidad. Luego de la introducción, apareció de blanco, arrasando, J. Hoard, con una felicidad que a todas luces no le cabía en el pecho. Lo primero que hizo —apenas el inicio de una cadena de gestos inusuales que me impresionaron— fue presentar a los músicos que lo acompañaban: Alexis Lombre en el piano y el teclado, Dom Gervais en la percusión y Liany Mateo en el bajo.

Fotos: Cortesía de la Embajada de los Estados Unidos
Sin programa que consultar, la presentación era un completo misterio; no había más opción que dejarse conducir por la energía que desde las primeras notas colmó la sala. Las dos canciones iniciales fueron de reconocimiento mutuo, de romper algunas barreras, de acercarse, con cierta timidez, a un público —y a un artista— nuevo en todos los sentidos. Quizás por la emoción, o por el agotamiento de los encuentros que mantuvo antes con estudiantes de las escuelas de música, era evidente que la voz de J. Hoard no estaba en su mejor momento. No obstante, nos conmovió su potencia y deseos de entregarse por completo con el único objetivo de que disfrutáramos a plenitud la noche. En ese empeño por ir entrando en confianza, cantamos sus coros y vocalizaciones y comenzó a sentirse más cálido el espacio.
La tercera canción inició con una cadencia suave, que fue en progreso ascendente a través del canto. Cuando llegó el estribillo, no solo se había acelerado el tempo, obligando a la voz que apenas lo alcanzaba a moverse en modulaciones muy ágiles; la verdadera complejidad —y riqueza— del tema se hizo ver claramente en el coro, por su combinación de acentos que variaban entre la métrica binaria y la terciaria. Esto, sumado a las primeras improvisaciones de la noche, cerró el momento introductorio del concierto, con una fuerza que ya no decreció hasta el final.

Fotos: Cortesía de la Embajada de los Estados Unidos
Pero J. Hoard tenía preparada más de una sorpresa para nosotros, que creímos estar ahí solo para descubrir a una estrella. Cuando invitó al escenario a Katie Jones y la presentó como su manager y amiga, no teníamos claro a qué se debía la presencia de esta muchacha, hasta que comenzó a cantar. Fue sencillamente impresionante, el dominio de la voz de Katie iba más allá de su amplitud de registro, podía rasgar y suavizar a su antojo los sonidos y llegar a esos microtonos que están entre notas, a los que aquí estamos tan desacostumbrados, con una soltura que lo hacía parecer todo muy fácil. Luego de un par de canciones que nos dejaron boquiabiertos y con ganas de más, apareció una segunda invitada.

Fotos: Cortesía de la Embajada de los Estados Unidos
La sonidista Jaclyn Sánchez no necesitó que la tradujeran, nos habló en un español que era más cubano que otra cosa, aunque con cierto acento yuma, como ella misma confesó en tono de broma. Nacida en Miami, de padre cubano y madre ecuatoriana, estableció rápidamente una conexión con quienes escuchaban, ahora sin intermediarios, su historia. Quizás con menos sorpresa, pero igual deleite, escuchamos a Jaclyn —con esa energía que desbordaba en movimientos y estilo, la sangre latina— cantar temas como Vivir sin miedo, de la española Concha Buika; y Nuestro juramento, popularizada por el cantautor ecuatoriano Julio Jaramillo, que dedicó a su madre y a todas las personas que hemos sufrido el duelo. Este bolero trajo un tono melancólico inesperado que puso en evidencia el sentido familiar que tenemos los latinoamericanos, tan característico, que nos une inevitablemente y nos recuerda las tradiciones que nos acompañarán siempre, a pesar del tiempo o la distancia.

Fotos: Cortesía de la Embajada de los Estados Unidos
De regreso J. Hoard, en lugar de prepararse para continuar con su concierto, nos presentó, esta vez más detenidamente y tratando de expresarse en español —con más respeto y entusiasmo que éxito—, a Alexis Nombre, quien además de pianista, es compositora y cantante. Alexis introdujo su momento con unas breves palabras en nuestro idioma: “pienso que ustedes saben esta canción”, y comenzó a tocar el piano a modo de intro, para regalarnos una versión hermosa de Lágrimas negras, que tuvo de jazz, de habanera y de montuno. El impresionante talento de esta joven —probablemente su actuación haya sido la que más disfruté de esa noche— nos transportó en el siguiente tema a su natal Chicago. Su interpretación, el modo de proyectarse, la voz, todo me pareció admirable, lleno de vida y de un swing (que aquí llamaríamos “aguaje”) propio de alguien que siente y respira por la música.
Después de estas tres mujeres, nadie tendría fácil retomar el escenario. Sin embargo, Jonathan Hoard, más que consciente de la luz desprendida por sus colegas, volvió con la humildad que lo caracterizó durante el concierto, bajo la atmósfera de un blues. Esta vez pidió ayuda a la traductora para que —cosa insólita— fuera traduciendo los versos a medida que cantaba. El coro de la canción parecía querer susurrar al oído, a cada uno de los que estábamos en esa sala: “va a mejorar, puede ser malo ahora, puede ser triste ahora, pero va a mejorar”, se escuchó en las voces de J. Hoard y Jaclyn, que replicaba en español el canto.

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Para la versión de Cómo fue que, una vez más, nos sorprendió, invitó a algunos alumnos del Conservatorio Amadeo Roldán, que aportaron el sonido de los vientos, casi indispensable a la hora de honrar al Benny, presente también desde la pantalla que servía de fondo. Momento menos lúcido, sobre todo después de la atmósfera creada por el influjo de l bárbaro del ritmo, me pareció el popurrí de canciones de Selena. Luego volvió a levantar el espectáculo, ahora con todas las fuerzas reunidas, cuando comenzó el montuno del Quimbara quimbara inmortalizado por la voz de Celia Cruz, concreción suprema del sabor cubano. El público del Teatro Martí, para mi sorpresa no lleno por completo, se levantó de sus asientos y se dejó llevar por el ritmo que nos corre por las venas, sepamos bailarlo o no.

Fotos: Cortesía de la Embajada de los Estados Unidos
Jonathan Hoard reveló una personalidad fascinante. Más allá de su poderosa voz, sus bailes o su carisma indiscutible, fuimos testigos de una estrella que decidió, para fortuna nuestra, brillar dentro de una constelación. No solo preparó un concierto pensado especialmente para el público cubano, nos regaló además —cabe decir que las entradas fueron entregadas sin costo alguno—, el arte de un conjunto de jóvenes mujeres tan fascinantes como él. En esto radica, a mi ver, la maestría verdadera de Hoard, en la intención de compartir con esta Isla mucho más que su propio talento.

Fotos: Cortesía de la Embajada de los Estados Unidos
Quimbara Quimbara no fue el último tema de la noche, aunque tengo para mí en el recuerdo, su energía como conclusiva.
Podría decir, sin temor a la generalización, que el concierto superó nuestras expectativas, listas para el góspel, jazz, blues, soul y poco más, en caso de haber revisado por encima la carrera musical de J. Hoard antes del espectáculo. La conexión entre artistas y espectadores no se debió únicamente a la interpretación de temas más o menos conocidos o cercanos a nuestra cultura, tuvo que ver también con la expresión de un sentir que tenemos las comunidades y naciones afrodescendientes, herederas de la crudeza de la esclavitud: el refugio que encontramos siempre en la libertad de la música.

Fotos: Cortesía de la Embajada de los Estados Unidos