
Sigo soñando con árboles
Nunca había entrado al Coliseo de la Ciudad Deportiva, a pesar de vivir a unos pocos kilómetros de distancia. No sabía de las flores plásticas y fucsias que pretenden embellecer el segundo piso, ni de los carteles o retratos de atletas en marcos de madera, ni de las telas que cuelgan del techo; ahí, desde los tiempos inmemoriales. ¿Cuánto churre acumularán?, pienso, apenas entro. Aun con su decoración y falta de swing, el domo de la Ciudad Deportiva es un espacio imponente. La edificación circular, con 103 metros de diámetro y una capacidad para 25 mil personas, carga consigo el peso de nuestra historia deportiva que es, históricamente, gloriosa. Esto, a todo reventar, debe ser un espectáculo —también glorioso—, vuelvo a pensar.
Sin embargo, son pasadas las nueve de la noche en La Habana y Haydée Milanés canta para no más de doscientas personas. Doscientas, de 25 mil. Doscientas, de las más de cinco mil que, quizás, asistieron al Havana World Music de 2019 en el Salón Rosado de La Tropical. Desde las rampas que rodean las gradas miro hacia el escenario, dispuesto a la izquierda del tabloncillo de baloncesto y con una gran pantalla a sus espaldas que proyecta la gráfica de esta edición. Eso y Haydée son lo único en toda la instalación que me conecta con el que probablemente sea el mejor festival de música en Cuba.
—Hay cerveza Cristal, dispensada, a 50 pesos, ¿vamos?
Abandono a Haydée, voy en busca de lo improbable.

Haydée Milanés. Foto: Rolando Cabrera.
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Se suponía que el regreso del Havana World Music, después de tres años de ausencia a causa de la pandemia, sería de otra manera. El festival volvía a su primera casa, el Club 500, otrora Círculo Social José Antonio Echeverría, en El Vedado, a solo unas cuadras del Malecón. Pero estamos en mayo, en el medio del Caribe, y llueve. Llueve todos los días, par de horas, a veces sin mucha intensidad, pero llueve. El Echeverría, como era de esperar, se convierte en pantano, y el escenario —colocado ahí mucho antes de que empezaran las lluvias, cuando todavía se podía soñar— comienza a hundirse en el fango. No hay infraestructura para el sonido, no se puede tirar la cablería eléctrica, no funcionan los sistemas de drenaje. ¿Existen los sistemas de drenaje?
Eme Alfonso y su equipo deben tomar una decisión. Es jueves, 26 de mayo, 9:54 a.m.
—No digas nada aún, pero se retrasa el HWM. Están buscando cambiar de locación— me cuenta Rafa en un mensaje de WhatsApp que amenazaba con postergar aún más mi goce colectivo.
Llevábamos más de dos años encerrados, bailando a distancia; dos años de fiestas clandestinas con amigos cercanos. Dos años acumulando ganas. Nos merecíamos un Havana World Music. Y el Havana World Music nos merecía a nosotros.
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Bim Bum Balaton es un DJset italiano que mezcla la música tradicional de los Balcanes con cumbia, world music, reggae. Se supone que suene así: a esas mixturas. No lo recuerdo. Al aire libre, con libertad de movimiento alrededor del escenario, cerca de las máquinas, quizás le hubiese descargado. Cerveza en mano, con cientos de personas cerca de mí compartiendo el mismo sudor, la misma humedad de mayo, estremeciéndonos con un mismo flow.
Quizás, también, le hubiese descargado a Nube Roja. A pesar de la impostura. Quizás en el Echeverría me hubiese creído su película y hasta la hubiese disfrutado. Pero por ahora Anthuán Perugorría, Lázaro Peña y su banda siguen siendo un grupo de músicos jóvenes y con tremendo talento como instrumentistas, que no consiguen canalizar toda su fuerza.

Nube Roja. Foto: Daniel Mendoza.
La acústica del lugar tampoco los ayuda. Estoy segura de que la tecnología en el Coliseo era de calidad. Difícilmente Four Wives, el grupo de productoras que tiene detrás el evento, hubiese permitido que fuese de otra manera. Sin embargo, la banda se escucha mal. Demasiada estridencia en un sitio tan cerrado.
Pero viene X Alfonso. Otro concierto también postergado por la pandemia. Otro regreso que no fue y que ahora podría hacer que el destino del primer día de este HWM cambie. El mayor de los Alfonso Valdés sale vestido de negro —como siempre—, lo acompañan Pepe Gavilondo en los teclados, Ernesto Blanco en la guitarra, DJ Jigüe en las máquinas, Anthuán Perugorría en el drum, Yaimí en las congas, La Reyna y La Real en los coros. Se gozan el concierto. Noto que la furia creativa de X desborda el escenario, pero no logra alcanzarnos.
—No se puede pensar como un prisionero— grita X, tan lúcido, siempre.
¿Cómo hubiese sido esto en el Echeverría?, vuelve la pregunta. Ya me cansa.
Es cerca de la 1:30 de la madrugada y aún falta Wesli por subir al escenario para completar el programa del primer día. No en vano los organizadores dispusieron que el haitiano, residente en Canadá, cerrara. Por la fiesta. Por el Caribe sonando en esas músicas. No obstante, decido irme. No puedo permitirme no conectar con él.
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Marcos comparte en su historia de Instagram un video de Isla Escarlata en la Fábrica de Arte Cubano. A juzgar por esas imágenes, en la Nave 4 del sábado 28 de mayo estaba la verdadera fiesta.
El proyecto liderado por Javier Sampedro y Samuel Delgado ganó el concurso Primera Base del Havana World Music, consiguiendo el premio de la popularidad en 2021. Antes de la lluvia, antes incluso del barro, Isla Escarlata —como otros artistas emergentes cubanos: Misifuz, Raulito Prieto, Los Monos Lácteos, Kill The Party y Manuel Bas— compartiría escenario con Haydée Milanés, X Alfonso, Wesli, Mateo, Real Project, Rommel, Carlos Varela, y el resto de los artistas invitados a esta edición.
A los Isla Escarlata el corazón no les cabía en el pecho. Podrían, al fin, probar su kilometraje entrenado en pandemia. Con todos esos mostros cerca. Ellos, los más jóvenes, entre todos aquellos.
Pero los organizadores del festival tuvieron que decidir. Y hacerlo rápido. El jueves, 26 de mayo, 9:54 a.m., y sin una nueva sede confirmada, Eme Alfonso comprendió que debía asegurar el espacio de los más jóvenes. Y buscó el único lugar para ella posible hasta ese momento: la Fábrica.
—¡Tuvieron público!— le respondo a Marcos. Enseguida me sorprende mi sorpresa. Antes de ver su video dudaba que alguien llegara hasta la Nave 4, con el Coliseo andando.
—Bafff, estuvo llena la Fábrica. Pero llena, llena. Y esta gente calentó aquello. ¿Cómo estuvo la Ciudad Deportiva? Quiero ver si voy mañana —me escribe de vuelta.
“Quizás yo no vaya”, empiezo a teclear en el celular. Borro el mensaje. ¿Cómo no vas a ir?, pienso. Toca Héctor Téllez Jr.

Héctor Téllez Jr. Foto: Rolando Cabrera.
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La última vez que Héctor Téllez Jr. dio un concierto en Cuba fue en uno de aquellos eventos que organizaba BandEra Studio, en La Tropical. Entonces, pensé: “al fin el rockstar que necesitábamos”. Lo tenía todo: la pose, el swing, los riffs de guitarra, el poder vocal, el carisma. Me recordaba a Jimi Hendrix, salvando las distancias.
Debió ser antes de 2019. Porque para ese año —un poco más, un poco menos— Héctor decidió radicarse en Estados Unidos. Y, lejos de lo que imaginé, su nuevo lugar en el mundo se convirtió, además, en su laboratorio de sonidos. En Nashville, donde el country y el rock son religiones, Héctor se unió a otros compañeros de muchas rutas como los Sweet Lizzy Project, y bebió más de todas aquellas influencias que traía desde adolescente, cuando escuchaba a Nirvana, en su afán de averiguar por qué sonaban tan pesados, y fracasaba tratando de sacar algunos de sus riffs.
Precisamente ese afán lo llevó a Seattle, la cuna del grunge, para grabar su álbum en el icónico Avast Studio junto a Krist Novoselic (cofundador de Nirvana) en el bajo y Peter Buck (R.E.M) en guitarras y mandolina, por solo citar algunos de los músicos más conocidos que lo acompañarán en esa producción.
De manera que el domingo 29 de mayo vine al Coliseo de la Ciudad Deportiva para escuchar a Héctor, el rockstar —cubano— que empezaba a acercarse a aquellos mitos.

Real Project. Foto: Rolando Cabrera.
Antes, por el escenario había pasado Rommel, de Brasil; Real Project, de Cuba; y Mateo, un colombiano radicado en Montreal, cuyas canciones recordaban a las de otro compositor y cantante —esta vez dominicano pero con influencias del Caribe colombiano— que me gustaría ver alguna vez en el Havana World Music: Vicente García.
Antes, había ido a por más cervezas y me había tropezado con Dayron. Lo había abrazado. Habíamos logrado quedarnos en silencio. Mirándonos. Aquel, para colmo, también era el primer Havana World Music sin Ernesto.
—Él hubiese estado aquí— alcanzamos a decir.
Héctor sacaba de su guitarra los primeros acordes y amenazaba con empezar. Abracé a Dayron y fui corriendo a garantizarme un buen lugar.
El hijo de un icono del bolero cubano vestía una camisa de manga corta, al estilo chino tradicional, jean, botas, y gafas. Todo negro. Era el frontman de una banda muy guitarrera, con Luis Dumont custodiando desde la batería. Pocos en el Coliseo estaban advertidos sobre lo que vendría después. Porque con esa hambre de tocar, de soltar todo aquello que había aprendido en las tierras mágicas del rock, no había fuerza capaz de contenerlo. Tampoco queríamos.
Así que Héctor nos conquistó a todos. Hizo lo imposible hasta entonces: borrar la distancia física entre artistas y público. Más cuando sonó Killing In The Name, primer sencillo de Rage Against The Machine, himno del metal contra la violencia policial.
Some of those that work forces
Are the same that burn crosses
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—¿Qué le queda por hacer a Carlos Varela, ahora, después de esto?— me pregunta alguien que ya cantó a Carlos en los 90, a inicios de los 2000, que no lo ve hace poco más de 10 años.
El de la Generación de los Topos, si bien había coqueteado con el público cubano en los últimos tiempos —como invitado en algún concierto en el Gran Teatro de La Habana, en conciertos privados en la ciudad—, no se presentaba con un show multitudinario, en la Isla de la última década. Su concierto en el Havana World Music era, entonces, el más esperado. El que nadie se quería perder. Por histórico.
La nostalgia nos comía a todos. Incluso a Carlos. Por eso hizo el show que queríamos. Como los peces, Siete, Foto de familia, Telón de fondo, Los hijos de Guillermo Tell, Muros y puertas, viejas canciones que compuso en una Cuba pasada que cada vez se parece más a esta del presente-futuro, sonaron en el Coliseo. En tanto, Carlos hablaba, interpelaba a su público con ese acento hasta hoy inexplicable. Sin sorpresas, hasta entonces.

Carlos Varela y Ernesto Blanco. Foto: Daniel Mendoza.
Hasta que aquel público, cuyo promedio de edad no rebasaba los 25 años, gritó “Libertad”. Dos veces. Con las luces de sus móviles como estandarte.
Minutos antes de que Carlos apareciera en el escenario, ese mismo público había invadido las gradas. Se había hecho compacto. Eran jóvenes que cuando Carlos sacó su álbum compilatorio Los hijos de Guillermo Tell (Graffiti Music Records, 2005) tenían, si acaso, siete años. Jóvenes que cuando Carlos publicó Como los peces (Ariola /BMG, 1994) y Jalisco Park (Centro de la Cultura Popular Canaria, 1989) aún no habían nacido.
Así que cuando miré alrededor y vi ese público, me cuestioné si realmente aquellos “niños” podrían saberse alguna canción de Varela. Me equivoqué. Las cantaban con más euforia que yo, con más ganas que yo. Todas y cada una de aquellas —“viejas”, tan “noventeras”— canciones. Si eso no es la trascendencia, no sé qué lo sea.
—Yo… sigo soñando con árboles— gritó el cantautor, como antesala de la que sería su penúltimo tema en el Havana World Music: El leñador sin bosque.
Anoté la frase. Quise enviar un mensaje por WhatsApp. Lo borré. Aquello era lo más hermoso que podía decir esa noche. Preferí guardármelo.
De seguir la línea de polvo de las telas históricas, quizás hasta habría disfrutado de la lectura que me enviaron… Saludos al mulato de ojos bellos