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Mantrash zinkin flow Ilustración: Alejandro Cuervo. Ilustración: Alejandro Cuervo.

Encuentro con Añá

Okónkolo, Itóteles, Iyá. Son los nombres que reciben los tambores africanos yorubas, los batá. Una hermosa y conocida historia justifica su santidad; ellos imitan la voz de un pez mágico que trae al pueblo información sagrada. Cada uno tiene dos parches de cuero, el enú y el chachá. Seis parches en total pueden hacer muchas notas, según dónde y cómo se les golpee, según la reverberación del espacio, y la voluntad de Añá. 

Pa’ un blanquito pianista puede ser conocida la existencia de estos tambores, pues son mencionados en la academia. Pero estar lejos de la religión crea ciertos tabúes. Un día puse la mano encima de un juego de batá y me obsesioné tanto con ellos que no paré hasta tenerlos. Había en los parches una magia, y en mis manos un vicio que no mermaba con el dolor de golpearlos. La vida me concedió unos arbeliculá que serían mis maestros.

Cuero, yerro y madera. No olvidar el vacío. Los tambores hablan, y además poseen la mente de las personas. La tríada cumple todas las funciones musicales necesarias, en su dualidad individual. El grande es el tambor madre, que llama, mientras el segundo responde y el pequeño marca el ritmo estable. Un equipo cerrado, aunque capaz de combinarse con cualquier formato. 

Cada tambor, desde su función, enseña. Sin palabras humanas, puede mostrar caminos espirituales y ayudar a sanar trastornos de la personalidad. El aprendizaje debe comenzar por el pequeño, el Okónkolo, y es, para quien no conoce su función en la Tierra, difícil y hasta torturador repetir el ki-lá ki-lá ki-lá eternamente, mientras los otros conversan. Así, el trabajo comienza con domesticar el ego, ese que quiere sobresalir, hablar, divertirse, sin prestar atención a los demás. En la naturaleza no se puede ser así, para sobrevivir hay que saber que cada ser cumple una función en el Todo. Con marchas muy sencillas, el Okónkolo arrebata la cabeza de tanto repetir las mismas notas, pero no permite perder los estribos, y trabaja la firmeza del ser, sabiendo que —aunque pequeño— es imprescindible, y aunque sencillo, es importante. Asemeja los dos pies de un cuerpo en largo viaje.

Los toques tienen un concepto rítmico distinto al europeo, por supuesto.  Cada tambor lleva su marcha, y los golpes se ajustan en un perfecto puzzle, con alturas de sonido distintas que alternan y coinciden, dejando minúsculos silencios. El Itóteles, o segundo, tiene fama de ser el más difícil. Dominar su amplia gama de toques es tarea de años, además de saber responder a la madre como es debido. Pero su voz es dulce, y sus marchas semejan aves respondiendo a los relámpagos. Es que la cultura yoruba busca la comprensión de la naturaleza, la comunicación con sus fuerzas místicas. Claro que esta música ancestral es una lectura de los códigos naturales divinos, de ahí la seriedad en su ejecución, y la importancia en la vida de los practicantes.

Introducirse en la naturaleza, solo para escuchar el orden perfecto con que sus sonidos se suceden, es un acto curativo y mágico, sin dudas. La forma fractal con que crece un árbol, está también en las constelaciones, y en los microorganismos que nos habitan. También está en los sonidos del bosque; todo está hecho a la misma imagen y semejanza. Johann Sebastian Bach sabía esto, y dedicó su vida a replicar estas estructuras creando la ciencia musical más compleja del mundo, que ha llegado a nuestro tiempo variando a través de los siglos. Les asiátiques antiguos, más pausades y menos grandilocuentes que les occidentales, controlaban las vibraciones de sus exquisitos instrumentos con gran concentración sabiendo que el sonido era una parte esencial del Ser. La música de les humanes es una vibración más emitida al Universo. Tal como cantan los peces, o los planetas.

El trance es una forma de despojar al ser humano de su mente y permitirle ser poseído por la naturaleza. En la religión yoruba, cada santo representa una parte de la naturaleza, una energía, y este comportamiento se introduce en el cuerpo humano a través de vibraciones. La música es magia. Lo divino está en la organización de estas vibraciones, que por ancestral, está sabiamente pulida para conectar con lo profundo del humano, a diferencia de otras vibraciones rítmicas más modernas. La guía para acceder a esta dimensión la tiene el Iyá.

El Iyá, mayor, o tambor madre, es el más grande de de los tres. Su enú es grande y suena grave, tomando varias alturas según donde se le golpee, y el chachá suele ser muy poderoso, por su sonido penetrante. Es la cabeza de los batá, el  que llama. Con mucha más libertad que el Itóteles, se sale fácilmente de sus marchas para entrar en contratiempos incómodos y frases imponentes. Se le debe gran respeto, ya que tocarlo significa una experiencia energética penetrante, un encuentro con el Añá, el orisha de los batá.

Añá vive dentro de ellos. Es una energía que guía a les músiques y convierte el concierto en ritual. Entra con los golpes en la cabeza del ejecutante, le libera e impulsa hacia la belleza del canto y el toque. Fabrica en el espacio una reverberación, donde se pueden sentir voces y sonidos que no se pueden ver, con las mezclas de las vibraciones acumuladas. Añá da la bienvenida a los santos y a los muertos que se presentan. Coordina los cambios rítmicos y les indica el camino a les cantantes.

Es una gran suerte que nuestra matria haya sido conformada por los rituales yorubas, que le dan vida a nuestros montes y nos conectan con el amor y el respeto que se le debe a la naturaleza. Sin dudas, es la música que más nos acerca a    lo divino, y la que más sacralidad conserva en nuestra Isla. Conocerla es una herramienta más para cambiar la realidad,  desde la vibración que actúa como guía para encontrar lo mejor en nuestras vidas, el Amor.

foto de avatar Abel Lescay Un animal (risas). Más publicaciones

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