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Articles Musica popular bailable cubana Diseño: Jennifer Ancízar

Lo más pegao de la música popular, bailable, cantable o censurable

Corría el año 1997 y La Charanga Habanera era invitada a la clausura del Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes celebrado en La Habana. La presentación sería emitida en vivo por la Televisión Cubana. El resultado fue un espectáculo que terminó en escándalo, al parecer por la manera inadmisiblemente provocadora de cantar y bailar de los miembros de la orquesta, «contraria a los valores y principios promovidos por nuestra sociedad». Recordemos que el performance de los charangueros incluía movimientos semieróticos de pelvis y cintura que por lo visto parecían sexualmente explícitos para muchos.

Como resultado recibieron una sanción de seis meses en la que se les prohibía actuar dentro y fuera del país, y durante dicho período se prohibió la emisión de su música en los medios masivos.

Curiosamente, La Charanga no ofreció en esa ocasión un show diferente, ni más subido de tono, de los que usualmente brindaban en los salones y plazas nacionales o internacionales en los que mostraban con éxito su poderosa propuesta escénica. Tampoco se le vio demasiado contrariado al público juvenil, nacional y extranjero, que en definitiva disfrutaba eufórico de una noche a todo tren, con una de las agrupaciones más representativas del momento.

Considerar, sin embargo, que fue una medida gestada por altos funcionarios sin basamento alguno en la opinión popular, tampoco sería del todo preciso pues por esos días aunque muchos consideraron la sanción como excesiva, no pocos televidentes también comentaron airados, entre tantas cosas, que se les había ido la mano, that brindaron una imagen lamentable de nuestro país, that aquello fue un bochorno. De hecho, en la calle algunos sugerían como sanción unívoca: el siempre medicinal corte de caña (nadie imaginaba la  proximidad de la reestructuración de la industria azucarera), e incluso la penalidad fue valorada por más de uno como leve.

Han pasado más de 25 años y en la calle retumba otra sonoridad, miles de jóvenes adoptan nuevas formas de bailar, acompañadas de textos que en ocasiones hacen lucir sanamente ingenuos a aquellas performances perturbadoras de fines de siglo. Los métodos tradicionales de censura tampoco resultan efectivos para enderezar esta nueva variante, que se propaga y eleva, sin dudas, como lo más pegao de nuestra música popular.

No es de extrañar que funcionarios, productores, músicos, musicólogos y promotores culturales, insistan en la trascendental importancia de rescatar la expresión artística más representativa de la cultura nacional: nuestra música popular y bailable.

Se identifican entonces «problemas» acerca de la calidad de las actuales propuestas musicales, analizan cómo están bailando hoy los cubanos, a qué le cantan y de qué manera lo hacen. Buscan mecanismos que incentiven o estimulen cierto tipo de creaciones mientras que otras, aunque no están oficialmente prohibidas, son apenas admitidas o reconocidas por los medios oficiales, a pesar de contar con la validación de un sector mayoritario de la población, fundamentalmente juvenil.

Acordemos que por música popular se alude a los géneros musicales que atraen a grandes audiencias y son difundidos de forma masiva. En el caso cubano, sin dejar de reconocer manifestaciones propias de nuestra cancionística como son la trova, el filin, o el bolero, destaca con gran notoriedad la música que es considerada bailable. De esta manera, a falta de una nomenclatura más específica, identificamos al conjunto de manifestaciones músico-danzarias que ha tenido en el danzón, el son, la rumba, el mambo, el chachachá, o la más cercana timba por solo mencionar algunos, a sus más claros exponentes. Cada uno de estos ha adquirido un fuerte protagonismo en la manera de socializar de los cubanos y ha contribuido a la conformación de nuestro  imaginario popular.

Pero, como decíamos, han cambiado los tiempos y los jóvenes de hoy tienen entre sus preferencias una nueva propuesta, que aunque no es ajena a la timba (su antecedente patrio más directo) o a la rumba, está insertada en el universo de la música urbana, específicamente el reguetón, que a su vez da origen a lo que los cubanos conocemos como reparto o morfa.

Esta variante, posicionada definitivamente en lo más alto del actual mapa sonoro de nuestro país, ha implicado según muchos (no incluyo a sus miles de seguidores) un retroceso para la salud de la música cubana, a partir del análisis de dos elementos complejamente interrelacionados pero que, a los efectos metodológicos de la tiradera, parecen separables fácilmente: la música y la letra.

En cuanto a la música, es señalada la poca calidad de las composiciones de este género, la sencillez de sus arreglos; la utilización digital de sonidos e instrumentos, así como la ausencia de virtuosismo por parte de sus músicos. Todo ello, a la postre, ha incidido en una supuesta pérdida del baile en pareja, que es sustituido por nuevos movimientos, cada vez más provocadores u obscenos.

Por otro lado, para las letras se reservan las más apasionadas y exaltadas críticas y sugerencias. La mayoría de los ataques resaltan la vulgaridad de estos textos, cargados de un lenguaje agresivo, con un contenido sexual innecesariamente explícito, entre otras tantas observaciones.

Sucede que, aunque una canción (sin importar a qué género pertenece) está integrada ciertamente por letra y música; si hacemos un corte entre ambos componentes, a fin de medir el mérito artístico independiente de cada creación, la musical y la textual, los resultados no van a reflejar con nitidez el verdadero aporte de cada uno.

Vayamos al paso: el reguetón constituye una manifestación musical que se ha expandido y consolidado en la última década como uno de los ritmos del momento, imponiendo nuevamente la moda de lo latino a nivel global. Refresquemos, sin demeritar a Bad Bunny y compañía, que en los años 30 del pasado siglo hubo una importante oleada de son por todo el mundo, y que en 1955, por ejemplo, la versión del tema Cerezo Rosa, a cargo de Dámaso Pérez Prado, se mantuvo durante veintiséis semanas en el hit parade de Estados Unidos, 10 de ellas en la posición número uno, bajo la propagada fiebre del mambo.

Era cuestión de tiempo (tal vez más que de música) que cada país reguetonizado adaptara este género a sus propias expresiones musicales. Cuba, en este caso, que está emparentada culturalmente con República Dominicana, Panamá, y Puerto Rico, (considerados los pioneros del género), tuvo, digamos que de primera mano, el menú y lo asimiló con naturalidad. Luego no tardaría en aderezarlo con otros ingredientes de nuestra música popular bailable, en este caso, con la denominada timba que, junto a patrones percutivos de la rumba, conforman la base polirrítmica del reparto.

Pero este reguetón repartero no es creado ni ejecutado a imagen y semejanza de sus antecesores. Consideremos que las llamadas “Tecnologías de la Informática y las Comunicaciones” han sacudido (para agrado o tristeza de muchos) las formas tradicionales de creación, producción, distribución, promoción y consumo de la música. De esta manera, hay un grupo de géneros que se vieron reforzados con su implementación, o simplemente surgieron a partir de la creación de sonidos por la vía digital, como es el caso de la música electrónica, o el reguetón mismo, heredero del hip hop norteamericano, que fusionado con sonoridades y ritmos del Caribe, sirve de base a nuestro reparto.

Lógicamente, las creaciones anteriores eran concebidas, ensayadas, grabadas y ejecutadas en vivo por músicos, con la utilización de instrumentos. La intervención de la tecnología se limitaba fundamentalmente a tareas de grabación, producción y sonido, primando en definitiva el virtuosismo de los ejecutantes, encima y debajo de los escenarios.

Pero resulta perfectamente coherente que ya no se compongan ni arreglen canciones en la misma medida de antaño, desde locales de ensayo, con la intervención de muchos músicos y equipos de audio, que implican además el traslado de instrumentos y del propio personal, en las cada día más difíciles condiciones del transporte.

Para nuestros jóvenes músicos basta con la presencia del autor, muchas veces intérprete de su propia obra, y el productor o el técnico de sonido. Incluso en ocasiones coincide en la misma figura toda la responsabilidad de componer, arreglar, producir y hasta difundir la música, a través de canales que nada tienen que ver con los mecanismos «oficiales» de radiodifusión. Las distancias temporales y artísticas entre bocetos, maquetas, o discos, muchas veces desaparecen y las obras recién nacidas (y terminadas) salen a la calle de manera más inmediata, buscando con voracidad la validación del público para el que son concebidas.

Esta realidad genera beneficios para los artistas, que pueden poner rápidamente a disposición del público su obra sin restricciones ni filtros previos por parte de empresas discográficas; aunque también implica desventajas, ya que el producto musical no cuenta en muchos casos con recomendación alguna por parte de profesionales, ingenieros de sonido o productores, que enriquezcan la propuesta inicialmente concebida por el artista. No obstante, debe señalarse que en este tipo de creaciones es muy valorada la colaboración con determinados productores independientes que son, a la postre, los responsables de buena parte del éxito, así como del ascenso, en ocasiones vertiginoso, de nuevas figuras del género.

El acto creativo encuentra ahora en la mezcla de pistas y loops preconcebidos una de sus principales herramientas, y es también la base de la experimentación imperante, que obedece a pautas, códigos y conceptos específicos, cuestionables, según los detractores del movimiento. Y no es que los músicos no busquen diferenciarse, pero al ser además un género concebido para el consumo masivo, sin dudas se repiten estratégicamente patrones que venden, validados previamente por el oyente.

Sin embargo, no podemos asegurar que la música resultante carezca de riqueza, ni que no sea altamente bailable. Sin dudas el baile ha sido (y todavía es) el elemento fundamental sobre el que ha girado gran parte de nuestra música, al menos la popular. Entonces la obra musical repartera es concebida para ser bailada y según parece, también bajo sus propias reglas, con una gestualidad que invoca lo sexual de una manera más evidente, con movimientos que para muchos también sugieren ciertas prácticas de baile afrocubanas, con sus característicos movimientos de hombros y pies.

Este fenómeno no es nuevo y de la mano de cada género (o de la cadera) suelen aparecer exaltadas críticas por su forma de bailar. Ya sucedió con el son, la rumba, el mambo o la propia timba, que en los años 90 ponía en crisis los cimientos del baile estilo casino.

La música entonces, como manifestación artística que es, constituye una herramienta que induce o provoca diversos estados de ánimo y emociones en el receptor, quien en definitiva reacciona corporalmente. De esta manera, diversas manifestaciones musicales populares permiten conectar con una gran audiencia, generando experiencias físicas de gran intensidad (sea en pareja o no) así como alegría, euforia, o tristeza, cuando además se ignora el idioma en que es cantada.

Y hablando de idioma, como inicialmente referimos, son precisamente los textos de estas canciones los que reciben las mayores críticas por parte de los oyentes para los que no han sido concebidas las mismas. Teniendo al reparto, por qué no, como una variante insertada en nuestra música popular bailable, se deben considerar sus textos con un importante grado de subordinación a la música, ya que es un género concebido en definitiva para bailar.

Las letras entonces tienen una función comunicativa muy específica, de ahí que muchas de estas obras se caractericen por la sencillez en sus líneas melódicas, que son fáciles de memorizar y repetir. Entonces el cerebro combina el estímulo sensorial generado por la música con el significado de las palabras, provocando estados de ánimo y emociones en el oyente mediante frases gancho, que luego son coreadas por una multitud eufórica.

Pero como hablamos de palabras acompañadas por música (bailable) no debemos de manera rígida aplicar las reglas propias de la literatura para valorar la calidad poética de dichas letras. En este sentido, aunque la poesía al igual que la música se sirven del texto, en el caso de la primera el ritmo viene dado por la sonoridad de las palabras. En cambio en la música dicho ritmo se genera a partir de las acentuaciones sonoras hechas por los instrumentos. Por otra parte, la métrica del poema la conforma el número de sílabas de cada verso, en tanto en la música la definen los acentos de un compás.

La música no solo es producida por los instrumentos musicales (sean digitales o no) sino por las voces de los intérpretes, que suelen hacer coincidir la cantidad de notas con las sílabas de los versos. El ritmo entonces condiciona en cierta medida lo que se dice, ya que los creadores seleccionan, sustituyen (o inventan) palabras y además suman sílabas o las restan, para acomodar el texto a la música. En el acto creativo muchas veces se utilizan determinadas palabras y no otras, en función del sonido de las mismas, valorándose también el tipo de acentuación o su medida y no qué aportación semántica tienen a priori.

No busquemos coherencia justificada ni valores poéticos en cada palabra o frase que integra un texto musical, porque en muchas ocasiones no existe tal cosa y prima más bien el significante lingüístico sobre el significado. El significado es relevante, claro está, pero siempre que la palabra no sacrifique la sincronía entre texto y música y su facilidad para ser apropiada por el receptor, de ahí la necesaria sencillez que permite su repetición por el oyente, potencialmente cantante porque, no lo dudemos, este tipo de canciones están concebidas también para ser cantadas.

Recordemos nuestra autóctona, aunque mundialmente versionada y reconocida, Guajira guantanamera. Qué recursos poéticos puso el autor en función de homenajear a la musa inspiradora de este clásico universal; digo, si es que de un homenaje se trata, pues la lectura insonorizada de su tan repetido y bailado montuno solo nos esclarece la zona geográfica de procedencia de la misma. Cantemos todos (es decir, leamos)… guantanamera, guajira guantanamera, guantanamera, guajira guantanamera… Es evidente que si desvestimos esta pieza, privándola de su archiconocida melodía, estaríamos extirpando una parte sumamente trascendente de dicha obra. El impacto melódico es tan fuerte que permite incluso a personas que no conocen el idioma español, ni tampoco nuestra oriental provincia, conectarse rápidamente con el tema.

Bajo una similar premisa repasemos otro clásico popular, en este caso el mega hit mundial de finales de los 90, Tell me why, de la banda de pop Backstreet Boys. En este tema se empleaba la frase I want it that way, cuya traducción al español sería más o menos “lo quiero de esa manera”, expresión que no esclarece demasiado de qué manera quiere qué el autor. Para complicar aún más el asunto el resto del texto no guardaba demasiada relación con la referida afirmación, todo lo contrario, ofrece interpretaciones ambiguas al respecto.

En aquel momento no faltaron las explicaciones y comentarios de fans y especialistas, pero la realidad era mucho más simple. La canción fue coescrita por dos compositores suecos y el responsable de la letra, Max Martin, por aquella época no dominaba fluidamente el inglés, de ahí el sentido impreciso de algunas líneas, especialmente de la frase que nos ocupa. Incluso la disquera propuso que el tema fuera reescrito para evitar las incongruencias, aunque finalmente se lanzó la versión original,  prevaleciendo el sonido de las palabras y no su significado (por cierto, el binomio posteriormente compuso numerosos éxitos para artistas como Britney Spears, Taylor Swift, Katy Perry y más recientemente The Weeknd, lo que hace suponer que profundizaran su conocimiento del idioma, o tal vez notaran que no hacía falta).

Similar posición ha defendido el cantautor británico Noel Gallagher, de la banda Oasis (este sí angloparlante) quien ha confirmado que la inclusión de la palabra “wonderwall” en su obra homónima se debe precisamente a cómo se oye dicha expresión, sin darle importancia a qué significa. El término viene de la unión de dos palabras wonder (maravilloso) y wall (muro), y fue utilizado inicialmente por el entonces beatle George Harrison en un largometraje de 1968 con igual título, que sirvió de inspiración para los hermanos Gallagher, según han confesado.

Los cubanos hemos tenido bastante de eso y más. Es posible que muchos no recuerden  la canción Mátame, de Cubanitos 2002, pero si entonamos la enigmática frase Uh La Kala Kala, la duda finaliza al instante. Curiosamente este coro fue apasionadamente reproducido por toda una generación de jóvenes que comenzaban a moverse en las inquietas aguas de lo urbano, sin que para nada importara qué explicación tenía.

Es que, como antes referíamos, en ocasiones el sonido es tan significativo (aunque carezca de significado) que incluso se inventan expresiones y palabras para alcanzar la validación del público a quien se dirige la obra, o lo que es lo mismo, para “pegarse”.

Más próximos en el tipo, tenemos El Guachineo, acuñado por Chocolate MC y merecedor en el año 2019 de la certificación conocida como “disco de oro”, que es empleada para condecorar a los artistas que alcanzan la cifra de 20 000 copias en las ventas de sus producciones discográficas. Esto nos da una idea aproximada de la enorme cantidad de oyentes que bailaron y cantaron con la punta del pie, sin que necesitaran conocer en ningún momento el origen del término, hábilmente creado por su autor.

Ya Chocolate había utilizado con éxito aquello de parapapampam, in The Campismo. De hecho es sorprendentemente numerosa la lista tanto de hits nacionales como extranjeros con similares combinaciones silábicas, desde “ram pam pam” y hasta “porom pon pon"

Con estas reflexiones tampoco queremos soslayar ni evadir la importancia del idioma y sus códigos, así como la relevancia que estos tienen para su apropiación por los oyentes. En el caso que nos ocupa, el empleo de un lenguaje coloquial e inequívocamente callejero, legitima en definitiva el discurso del artista y valida la creación misma.

Es por ello que en no pocas ocasiones se saturan las canciones con un lenguaje agresivo, provocador, considerado obsceno por muchos, siguiendo al parecer la siempre efectiva y sabatina receta de lenguaje de adultos, violencia y sexo. No nos engañemos al respecto, este género es dirigido mayormente a un público joven, que sostiene su vitalidad mediante listas, top ten, likes, descargas de audiovisuales y, por demás, la combinación entre el sexo y las todavía popularmente denominadas malas palabras nunca han sido enemigos de la gran audiencia, más bien lo contrario. Por cierto, no han sido la música ni el reparto los únicos en disfrutar de las mieles de esta alquimia.

Con esto no aseguramos que el uso de buenas palabras sea un obstáculo para pegar un hit, y en ocasiones cuando el artista persigue por ejemplo, llegar a un público más amplio, o insertarse en plataformas y medios internacionales, prefiere no sobrecargar los textos con demasiados localismos del habla, borrándose así nuestras más endémicas expresiones para mayores de 16 años.

Por otra parte, algunos simpatizantes del género y de las ciencias sociales han advertido que en este se señalan directamente los problemas de la calle, exponiéndose las dificultades de la vida de los cubanos, así como diversas circunstancias que los medios oficiales no reconocen. En este sentido, creo que esta afirmación es solo parcialmente cierta.

Si bien en estas canciones existe una representación de problemáticas perentorias que tiene nuestra población, la alusión a ellas por lo general es más bien indirecta, o colateral. Resulta que los oyentes consumen esta música precisamente para evadir y escapar de estos obstáculos (que no son pocos, ya sabemos), prevaleciendo el sentido lúdico de la propuesta musical, que produce goce, euforia y alegría en los receptores.

Recordemos que este tipo de obras nacen para ser bailadas pero también cantadas, de ahí que muchas sean escritas en primera persona, lo cual permite una identificación y apropiación directa por el receptor del mensaje. Anteriormente tuvimos a Manolín, compartiendo su reinado con miles de cubanos, que después se consideraron el charanguero mayor, junto a Michel Maza; mientras que ahora casi todos son bonitos, apuestos…, o se han visto dotados de un divine stick. De esta manera el artista y el oyente corren por lo general la misma suerte, ambos se hallan bendecidos por el barrio, cierran locales por capacidad, pasean en autos lujosos, o tienen una superlativa capacidad en el amor. Por ello, no resulta extraño ni contradictorio que miles de jóvenes cargados de insatisfacciones afirmen que aquí todo está ok.

Porque el ambiente festivo sobre el que gira nuestra música popular se mantiene intacto en el reparto a través de sus letras y su música. Ya había acontecido así con nuestros ritmos más emblemáticos, que privilegiaron inequívocamente la fiesta como respuesta terapéutica a las dificultades sociales. Pero en cada contexto (séase pérezpradiano, charanguero o chocolatoso), las tendencias musicales de mayor impacto renovaron estilos anteriores, respetando algunas pautas y transgrediendo otras, que no resultan pacíficamente asimilables por los oyentes a los que no va dirigida la propuesta.

En la actualidad el problema se agudiza profundamente, debido a que la tecnología ha influido en los procesos creativos, pero también en los espacios para su consumo, que ya no se limitan a determinados lugares físicos donde grupos de personas concurren para socializar. En este sentido, en tiempos pasados la censura, con el respaldo de no pocos prejuicios, operaba de forma más simple, mediante el establecimiento de locales para bailar según la procedencia social, o el color de la piel, por ejemplo.

En estos momentos, independientemente del imperio del cover de acceso a bares y centros nocturnos, han aumentado exponencialmente los receptores pasivos de esta música mediante la proliferación de móviles, bocinas y dispositivos que hacen llegar a muchos más lugares y durante un mayor tiempo sus contenidos, sobrepasando los espacios tradicionales de consumo.

De esta forma, en medios de transporte, públicos y particulares, colas, centros laborales, restaurantes, cafeterías, escuelas, centros recreativos, parques, playas, y hasta en hospitales, se escucha esta música con nuestro consentimiento o sin él. Satanizarla o bendecirla parece más bien una reacción defensiva del oído y no una valoración objetivamente contrastada.

Se escucha (y se ve) más música que nunca y a volumen más alto. Mis abuelos no conocieron a fondo la obra de los máximos exponentes de la timba de los 90, a pesar de coexistir con ellos (y por supuesto que se escandalizaron con los sucesos de La Piragua). Hoy en día, repas o no, jóvenes o adultos mayores, compartimos y convivimos cotidianamente con “lo más I hit” de nuestra música popular, en lugares festivos y fuera de ellos, al punto de que van siendo muy pocas las actividades que podemos realizar sin que medie dicha banda sonora, lo que sin dudas invita a que nos pensemos como sociedad.

Pero percibir en cada sonido que se consolide un motivo de alarma cultural no resulta tampoco sensato. Es posible que estemos asistiendo a un bautizo (nos simpatice o no la criatura), pero de ningún modo a un nuevo funeral de la música cubana, que simplemente se sigue bailando y cantando, como siempre, o tal vez como nunca, pero eso sí, a destiempo con la censura, que según parece, sigue sin cogerle el paso.

Larry Martinez Diaz More posts

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