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Artículos Ilustración: Mayo Bous

Carta sobre Haydée y la nostalgia

Querida Darsi,

Hace meses me pediste que te contara sobre el concierto de Haydée Milanés en el Flamingo Theater Bar de Miami en marzo de 2023. “Es importante para mí, mucha gente querida irá”, dijiste, y hasta hoy no te había respondido. Sea esta carta un inventario de emociones más que una reseña fidedigna del evento.

Aquello empezaba a las nueve y eran las diez y nada. Mi compañero, Lenny, cubano-estadounidense y judío —no tiene él muy claro el orden de los factores— de Miami que reside en Brooklyn, New York, estaba conmigo. Invitamos a una amiga estadounidense, judía y de Brooklyn; mayamense desde hace veintitantos años. Para ella, Haydée es nueva, aunque lo latino-musical es parte de su cotidianeidad. Ella es músico y psicoterapeuta; él es médico; yo, trabajador social. En este show ella se educa, socializa, se distrae. A Lenny, el evento lo conecta a su historia, a lo nuestro. A mí, estar aquí, me toca —en cualquier sentido del verbo.

Venir al concierto era un plan de hace meses; el que espera lo mucho espera una hora, dos horas… Para distraer a mi amiga le explico la variopinta banda sonora de nuestra espera a cargo del DJ.  Reconozco canciones de Descemer Bueno, Kelvis Ochoa, Carlos Varela. No identifico a muchos, casi todos hombres, también con ritmos y clave cubana que dan chance a que dos, en la mesa contigua a la puerta del baño, bailen casino mientras suena un tema con guitarras eléctricas y percusión habanera. La gente se ha dado el gusto de llegar tarde. A cada rato les da por aplaudir para presionar el comienzo. Ya ha sonado hasta Joaquín Sabina; le recomiendo sus letras a mi amiga para que practique el subjuntivo en español.

A las once de la noche ya casi ni recuerdo qué hacemos aquí. Me he dedicado a examinar atuendos y comportamiento de la audiencia. Una sola guayabera, mucho zapato vistoso, tacones, vestidos, casi nadie en tenis, algún saco y mucho trapo cool, de hipsters cubanos del sur de la Florida. ¿Cuándo se fueron —del archipiélago—? ¿Cuándo llegaron —a la península—? ¿Qué hacían allá, qué hacen aquí? No se me ocurre que haya entre nosotros un extranjero. Excepto mis acompañantes y nuestra mesera venezolana, todos lucen, hablan, suenan como la gente involucrada en La Habana de mis primeros viajes, en la primera década de este siglo. La gente de los clubes de música, de los restaurantes privados, de las casas de alquiler particulares que emulaban en su servicio y decoración con la sofisticación bohemia de las calles de Le Mar, Mitte, La Latina, el Barrio Gótico, La Condesa y, claro está, Williamsburg. La Habana y su proceso de gentrificación, que la gestión del presidente Barack Obama —especulo yo— lanzó a fugaz apogeo.

La sonera Albita Rodríguez —preguntó por ti, mandó recuerdos—, reina en la mesa de al lado. La acompaña una pareja hetero de más de treinta y tantos, joviales ellos. Él es alguien, o yo quiero que sea alguien, porque se ve iluminado. Además de que lleva pullover, jeans y Converse sneakers que me hacen sentir mejor por haber venido yo en sandalias. Él conoce todas las letras y adivino que se las explica divertido y fervoroso a Albita y compañía. Qué fresco —como yo—, entusiasmado, explicándole todo a las amigas.

Da la impresión de que “todo el mundo” ha venido. También parece que “todo el mundo” está en Miami. Lo confirmo cuando, enorme y plácido como crucero en el puerto de la ciudad, nos pasa por delante sonriente el pianista Chucho Valdés y se detiene a compartir con Albita.  ¿Cuándo llegó? Me entero de que lleva doce años aquí. Pronto tendrá, me dice Albita, disco y gira con ella. Cuando pienso que solo nos falta Alberto el militar (el de Los Zapaticos de Rosa), llega la escritora Wendy Guerra y casi de inmediato se le une afectuoso Pavel Urkiza. Quiero saber más de la siempre creciente farándula habanera en esta área, pero el público irrumpe en aplausos. Es que pasan un video de Haydée y su padre cantando en España. Nos creemos que este conmovedor testimonio del dueto irrepetible dará comienzo al espectáculo. Me equivoco, el preámbulo se alarga más que suspiro de culebra.

Mientras bajo elegantemente mi cerveza, cavilo sobre Haydée, la persona.  La recuerdo con su madre, la locuaz y carismática Zoe, en la tienda de alquiler de videos que la arreglista Lucía Huergo y su compañera tenían montada en su casa de Nuevo Vedado. Con Zoe me enfrascaba en discusiones sobre las películas disponibles, mientras la pequeña y callada Haydée esperaba sin rechistar. La niñita de pelo larguísimo ya había colaborado con su padre en el tema Canción de la abuela. Me habían dicho que la compositora Marta Valdés contaba que esa niña comía flores. Sin embargo, nada me hacía sospechar que brillaría como su madre, una leyenda citadina, o como su padre, un cantautor asentado ya por décadas en el patrimonio cultural latinoamericano.

 

Foto cortesía de Alejandro Aragón

Supe de Haydée, la artista, cuando a principios de siglo me mandaste una copia de una maqueta en la que colaboraba con Descemer Bueno. Interpretaba canciones de él y sus arreglos de temas clásicos de Brasil y EE. UU. Me pareció un intento atrevido y novedoso. Luego lanzó su primer álbum, Haydée; una ópera prima madura. Fue uno de los últimos CD que comprara en el Virgin Records de Union Square, antes de que se extinguieran las tiendas de discos. La música de Haydée me conectó con una Habana desconocida y familiar a la que no había regresado en muchos años. Sus canciones me reconciliaban con un sitio que no añoraba, aunque sus noticias me rasgaban el alma.

El álbum ciertamente sonaba cubano, no obstante, en su ausencia de ortodoxias, era algo más. Haydée vino a ser “lo otro” a lo que New York me había acostumbrado; lo híbrido, lo supranacional, trascendente sin estridencias. De La Habana mandaste música de otros artistas así. Yusa, Telmary, Francis de Río, Descemer (antes de la fama). Con todos colaboraba Haydée.

Mi primer concierto suyo fue en un pequeño music venue ya desaparecido en el East Village de Manhattan. No recuerdo el nombre, aunque era este un lugar querido y familiar junto al club Pianos en la calle Ludlow. Fui solo. Mis recuerdos son ficciones desenfocadas de lo que allí aconteció. Ella llevaba jeans y tenis Converse. La acompañaba un hombre a la guitarra. Ambos sobre una plataforma de un par de pies de alto. El público, unas cincuenta personas, sentado alrededor en sillas plegables, en un espacio iluminado con luces tenues, tan carente, como ella, de lo superfluo. Cantó, probablemente, cada tema del álbum. De ellos, los más emotivos, también lacerantes: Tú y yo, Tanto amar, Libélula. Sobria, habló poco, fue concisa y dulce. Le escuché una sola canción inesperada, En la cuerda floja, de David Torrens. Fue este un regalo y una afrenta para mí que, absurdamente, creía conocer todas las canciones de él.

Torrens fue uno de los artistas que acompañó mis rumiaciones más oscuras en los muchos días de austeridad e incertidumbre, cuando terminaban sin aspavientos mi adolescencia y la década de los ochenta. Perseguía entonces de peña en peña las trovas de aquel muchacho de pelo rubicundo y piel color arena. Sus letras rasguñaban y explicaban cada una de mis emociones. Al escuchar En la cuerda floja en la voz de Haydée memoricé de inmediato muchas de las líneas con la habilidad de quien creció sin grabadora ni televisor. Presentía, como ocurrió, que pasarían años antes de volver a escucharla, grabada entonces por el autor y la intérprete, en un dúo que parecía llevar años cantando juntos.

La hibridez del álbum de Haydée, con la producción y arreglos del entonces transitoriamente neoyorquino Descemer, se parecía a mi vida en New York. Todavía era habanero y también, ya, otra cosa. Mi español se había rociado de los acentos venezolano, puertorriqueño, mexicano y chileno. En un esfuerzo por hacerse claro, mi acento se enrareció en dos lenguas. En lugar de arroz blanco y frijoles, comía trigo con lentejas mientras escuchaba a Mart’nália de Brazil. Aderezaba mi cena con aminos de soya y curry; me distancié del azúcar y la sal mientras tarareaba las letras incomprensibles de Parisa, la cantante de Irán. Despotricaba de nepotismos y jerarquías y me educaba en las políticas de bienestar social mientras escuchaba a la canadiense Martha Wainwright o a la española Concha Buika. La música del cellista Giovanni Sollima, de Sicilia, sonaba de fondo mientras separaba unos pesos de mi salario casi mínimo para mandar a La Habana. Tenía nostalgias de mi tortuosa vida en Caracas, de su gente buena, y las menguaba escuchando a Tania, de Venezuela. No era mi propósito volverme apátrida; el puerto de La Habana, que por siglos se transformó con cada nave a la que dio abrigo, me había heredado un cosmopolitanismo inconsciente que ahora me guiaba. En el ámbito más íntimo, la música de Haydée, junto a la de Interactivo, Descemer y Kelvis nos aportó a Lenny y a mí un lenguaje común que ayudó a superar las brechas que en años de relación luchábamos por llenar. Quiero creer que a través de mis reflexiones sobre la música y sus letras, Lenny me conoció finalmente, se enamoró de La Habana y, con gusto, se hizo mi embajador en sus asiduas visitas allá.

Imagina, amiga, cómo sería escuchar a Haydée y una guitarra en vivo. Significó regresar, por una hora, a las voces de Gunilla Tulehag, Polito Ibáñez, Xiomara Laugart, Ireno García y, por supuesto, Torrens, que escuchara yo quince años antes en vivo y en modestas grabaciones de Radio Ciudad de La Habana a guitarra pelada, algunas veces a capella. Esa semana Haydée ofreció otro concierto en SOB’s, en Varick Street en el lado oeste, con mayor público y una pequeña banda. Tuve que perdérmelo. A menos de diez cuadras del club me ganaba yo el pan (integral) cuidando la puerta de una tienda de lujo de SoHo. Ambas versiones de Haydée, la del álbum colorido y la del concierto sobrio, me acercaron a la ciudad que me engendró, a la gente que me hizo gente, postales que empezaban a perder nitidez en el imaginario de mi identidad.

Foto cortesía de Alejandro Aragón

Proyectaba dentro de mí este documental sonoro de mi vida, cuando Yuliet Cruz —alguien me aclara que es actriz y esposa del cantante Leoni Torres— se asoma a presentar y a contar anécdotas sobre Haydée. Solo entonces sale ella a escena. Lo que sigue es, para mí, de punta a rabo, novedad. Noto y disfruto que los arreglos son muy diferentes a los discos, que el son se acentúa en ellos y que el piano y la percusión les dan mucho del swing de la timba. Nunca imaginé que Libélula y La Fantasía fueran temas populares —“oye cómo la corean”—, y mucho menos bailables. Esta gente sabe algo que no sé, experimentan un déjà vu que, sospecho, viene de previos conciertos habaneros. Gozan a Haydée con el previo fervor que menciona Jorge Luis Borges en Sobre los clásicos.

Hasta Chucho Valdés interrumpe los selfies con sus fans y se pone a bailar. Esta Haydée desconocida e inesperada es igual de lírica y mucho más rítmica que la de sus grabaciones. Ocurre una cierta apoteosis cuando canta con Leoni Torres. Luego Kelvis Ochoa se le une e interpretan una tierna y sensual Cuando el corazón. Lenny, que por costumbre se medica la ansiedad con la música de Kelvis y de Mane Ferret, brinca sorprendido y dichoso. “Nada más falta Mane”.  Goza él distinto a mí. A mí me hinca La Habana que perdí al emigrar, a él le excita el recuerdo de esa ciudad de sus padres exiliados que ha recobrado al visitarla seguido. “This is the best concert of my life”, dice. “¿Really?”, le digo y le recuerdo nuestro único concierto de Sinéad O’Connor, en New York. “El mejor” dice categórico y como típico adolescente de sesenta años toma videos y se los envía a sus amigos. Juraría que Haydée ha cantado todo su repertorio original y el de Marta Valdés, y la mitad del de Pablo. Únicamente yo noto la ausencia de En la cuerda floja, que en el momento en que te escribo tampoco se encuentra en Spotify o Apple Music. Suspiro hondo. ¿La próxima vez será?

***

Retomo esta carta meses después. Es junio de 2023 y otra vez Haydée se presenta en el mismo sitio. Lenny y yo regresamos a Miami expresamente para verla. Nos acompañan Arturo y Bárbara, un matrimonio de amigos cubanos, melómanos adorables. Todos notamos la potencia del acompañamiento, más soneado todavía. Está la artista, a su manera —advierto—, más conversadora. A mis amigos y a mí nos hace sonreír con comentarios que suenan inesperados en su boca, “Las mamis y los papis están gozando”. También más atlética, más bella. Le va bien alzar los brazos y ondearlos sensual.

Bárbara y yo coincidimos en que en algunos momentos aquella música se pone intensa, escandalosa, tan distinta a la de nuestra Haydée. La banda sabe a la rica estridencia del mango; la artista sabe a la mesurada exquisitez del mamey. Le comento que “Haydée está haciendo una participación especial en su propio concierto”. Mi amiga riposta, “ahora está de artista invitada”. Ambos coincidimos en que lo hace muy bien. Regresa la Haydée que conocemos cuando se acompaña al piano para cantar En el muro del malecón, tema de su autoría. Aunque la acústica del recinto no colabora, deslumbra una y otra vez con sus juegos con la voz. “¿Qué buscamos? ¿Qué queremos tener?/ Cariños guardados del ayer”, canta ella y escucho y huelo yo la ola que rompe en el muro de marras.

El invitado de esta noche es Pavel Urkiza y cantan lo que sospecho es un estreno. Una canción correcta que habla de la isla y de cambios por venir. No me conmueve demasiado sino cuando recuerdo Cuba va, el ideologizado tema de la Nueva Trova. Imagino una versión (im)posible desde esta orilla. Sus versos “por amor estamos haciendo […] para por amor seguir trabajando, Cuba va” me recuerdan la lucha cotidiana de este público por proveer a los suyos remesas, recargas, y ofrecerse de mulas o patrocinadores. Gente pendiente de una isla que siempre está entre flotando y saliendo a flote.

Hacia el final del concierto solo yo noto la omisión de En la cuerda floja. No me permito decepción ni resentimiento. He corroborado esta noche la distancia y cercanía entre esta península, las islas de enfrente, sus gentes y nosotros. Convoco a un futuro concierto de Haydée, íntimo, comedido, como el primero “conmigo”, aunque se me empieza a ocurrir que tal vez jamás aconteciera. Con los últimos acordes de la noche me autorizo finalmente a bailar con mis amigos, con los extraños, con Haydée y sus músicos talentosísimos. Tal como lo haría contigo sobre una mesa en cierto bar en Cienfuegos o en La Habana de mi memoria, en el cada vez más lejano siglo XX.

Me despido con el cariño estrepitoso que te guardo cada día, tuyo,

                                                  Ale

Alejandro Aragón Habanero ahora en Bklyn, en el “húrtase, se quiebra, gira”. Implicado con las feministas en lo social. Es el otro (ateo espiritual, gay, blanco de color). Escucha audiolibros de la biblioteca pública. Escribía poesía y contratos. Escribe misceláneas por encargo o necesidad. Se hace el bilingüe desde 2001. Más publicaciones

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  1. #!trpst#trp-gettext data-trpgettextoriginal=519#!trpen#Sacha Hidalgo says:#!trpst#/trp-gettext#!trpen#

    Que placer leerlo Sr. Aragón, rezo por ese concierto íntimo y por estar allí viéndolo disfrutar.

  2. #!trpst#trp-gettext data-trpgettextoriginal=519#!trpen#Nuvia says:#!trpst#/trp-gettext#!trpen#

    Me hubiese gustado acompañarte, igual me encantó a través de ti.

  3. #!trpst#trp-gettext data-trpgettextoriginal=519#!trpen#SN says:#!trpst#/trp-gettext#!trpen#

    Una reseña conmovedora, me hizo recordar el concierto de Bebo Valdés en 2006!

  4. #!trpst#trp-gettext data-trpgettextoriginal=519#!trpen#MC says:#!trpst#/trp-gettext#!trpen#

    Qué linda carta. Aprendí micho sobre la música cubana pero mucho más sobre un íntimo amigo.

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