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Artículos músico en dificultades. Ilustración: Mayo Bous / Magazine AM:PM. Ilustración: Mayo Bous / Magazine AM:PM.

El sostenido lamento de los de la loma

La orquesta Salsón ha estado meses sin trabajar. Para sobrevivir, los músicos hacen lo que pueden: siembran lechugas amparados por los fríos de diciembre, tocan en la banda municipal, manejan guaguas, venden ropa, hacen de carpinteros, plomeros o fumigadores.

Los ensayos tienen lugar dos o tres veces al mes, en un pequeño cuartucho en La Maya. Grabaron una maqueta en Egrem, hace 20 años; desde entonces solo han grabado algunos temas en home studios locales y siguen tirados por el empeño.

Estos artistas estuvieron en el catálogo de excelencia por años, nunca fueron devaluados y, aunque no hayan marcado un hit nacional, ni jamás viajado más allá de Las Tunas, insisten desde hace 60 años en hacer son cubano y sus variantes. Ni la falta de dinero, ni los huracanes, ni los encontronazos con la mala fe, ni siquiera la falta de visión de ellos mismos, han podido contra esa pasión.

Es como si algo, desde el hondo parnaso que vive en ellos, les empujara cada vez a volver a los ensayos y mantener sueños tan simples como llenar de bailadores la plaza local.

Hace dos días murió uno de sus utileros; el hombre había pedido que tocaran uno de los temas de la banda mientras lo llevaban en el féretro al agujero final. Estuvo esperando siempre el éxito, había quedado tullido y soportado el atraso en la paga de su chequera. Ese día, el dolor se conjugaba con el sonido del aire; al terminar, uno de los artistas se me acercó y me pidió algún dinero prestado para espantar el aura temible de este tiempo, que vuelve a colocarnos a los cubanos, en una angustia que no cabe dentro de la palabra difícil.

Este texto no tiene más remedio que hacerse personal, porque tengo en mí el mismo empuje que viene desde adentro, ese deseo de que la música emerja y llegue a la gente. Y Salsón, lo puedo ver en su obra ―aunque me disgusten ciertas desafinaciones, aunque hace rato sienta que deben reestructurarse y cambiar el arreglo de alguna que otra pieza― tiene un repertorio que podría funcionar, de no ser por el violento provincianismo y los viejos vicios de los artistas locales, sumados al pavoneo mismo de la capital. A aquello de comenzar una hora más tarde el concierto, sostener músicos que ya no logran tocar lo escrito, vivir una década o más sin grabaciones de calibre, y no poder invertir en nuevos instrumentos o vestuarios, les acompaña el hecho de que los graduados de las escuelas de arte u otros artistas de nivel se van a la capital o a giras sin retorno.

Pero no es este un mal que aqueja solo al ensamble de Songo-La Maya. La Original de Manzanillo, Los Karachi, Manolito y su Tirijala, La Unión Sanluisera, Las Estrellas de la Charanga, Feverson, La Aliamén, Los Rítmicos de Palma, Angelito y su banda, La Combinación, Felipe y su Son y muchas otras orquestas son ignoradas de manera rotunda por los shows más importantes del país; todos o casi todos con una visión estrictamente capitalina, que deja fuera, además, a grupos como La Familia Valera Miranda, que en otras épocas llenaron espacios fundamentales en Europa. 

Juan de Marcos González, ese genio, contó hace poco como en un pub inglés, entre cervezas artesanales, Nick Gold le habló de la idea de un disco sonero; De Marcos, que sabe bien ir a contracorriente (el conjunto Sierra Maestra bastaría para probarlo), propuso armar el fonograma que terminó siendo Buena Vista Social Club. Si revisamos la barra de cantantes de aquella orquesta, contamos en ella tres figuras del oriente de Cuba olvidadas por años.

Es parte de la leyenda el hecho de que el sanluisero Ibrahim Ferrer limpiaba zapatos para enmendar los pesados días que le quedaban; que el santiaguero Compay Segundo torcía tabacos que vendía para comprar la cuota de la libreta de abastecimiento, que ya ni la guitarra sabía tocar casi, me dijo Eliades Ochoa, otro de los miembros del Buena Vista. El mismo Eliades, natural de Songo-La Maya y cuya tumba ya está construida en Alto Songo, sobrevivía con el Cuarteto Patria, pero ni soñaba con los Grammys, con rozar el Oscar o llenar el Carnegie Hall; sin embargo el empuje de Nick Gold, Ry Cooder y Juan de Marcos González los llevó a todos a un estrellato que ningún productor de radio o televisión capitalino habría adivinado.

Ya sé que un país que mengua entre absurdas medidas económicas y obtusas sanciones externas, no puede darse el lujo de sostener a miles de músicos, pero tampoco una nación que aún esgrime un discurso socialista y de protección patrimonial, debería dejar perderse un talento que ha perdurado tantos años a pesar de estar sitiado por un trabajo cultural que, cuando menos, es ineficiente.

Desde los casos clásicos de la ya mencionada Buena Vista y Polo Montañez, a los videos de usuarios de Tik Tok que han usado la música de Salsón, pasando por la Unión Sanluisera abriéndose paso en Colombia antes de la Covid, sobran ejemplos de cómo estas orquestas han funcionado más allá de los males (y los mares).

A lo dicho, hay que sumar los incipientes proyectos privados, muchos parecidos al Oscar de Günter Grass, figuras que cuando al fin crecieron lo hicieron deformes y violentos. Los nuevos capitalistas a veces son ruines y todo eso pesa sobre los músicos del Oriente. Estos artistas que tienen que tejer los días arrinconados por las dificultades, y aun así, bajan el café mezclado al alma, afinan sus tuercas y se componen a sí mismos para tratar de armar el sonido nacional, el sonido de una isla, de una zona que tuvo a Sindo Garay como saltimbanqui, cantor o patriota, un lugar donde los negros en 1912 trataron de poner en orden la  oscuridad nacional y cantaron : Alto Songo, se quema La Maya.

Solucionar en el contexto actual la situación de las grandes orquestas locales, no es fácil. Tenemos a los estudios Siboney de la Egrem buscando la manera de grabarles; ante la falta de recursos actuales, el gobierno municipal podría juntar capital el próximo abril. Pero no quiero llanto. Los músicos siempre se reinventan, y es imposible terminar un son changüí en modo triste (ni siquiera Lilí Martínez lo consiguió al hablar de la tragedia de 1912). Siempre van a sacar los viejos trombones, a componer una y otra vez y a cantar sus vidas. Mientras el país trata de sobrevivir, sitiado por dentro y por fuera, el canto queda casi como única arma para estos que, por no irse, no se van ni de sus barrios. Es tanta la fe, que los inmoviliza, pareciera que ellos mismos fueran trozos de la isla. Esa que, aunque a ratos parece olvidar a sus cantores, sabe que es el canto lo único que nadie, nunca, por tristes que sean los tiempos, le podría arrancar. 

Rogelio Ramos Domínguez Escribidor de versos y canciones. Periodista a tiempo completo y sobre todo padre de Claudia Ramos. Más publicaciones

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