Magazine AM:PM
Publicidad
El disco rayado Spinetta y Los Socios del Desierto. Diseño: Jennifer Ancízar / Magazine AM:PM. Spinetta y Los Socios del Desierto. Diseño: Jennifer Ancízar / Magazine AM:PM.

Spinetta y Los Socios del Desierto

La cantidad de canciones de un álbum ha dependido siempre de una razón estrictamente física, que es la limitada suma de contenido que admite el continente; sea vinilo, casete, o CD, los tres formatos de grabación de sonido más populares. Así, los discos han tenido, más o menos, una extensión histórica de entre 35 y 80 minutos, lo cual vendría a ser, a modo general, de siete a 18 temas, dependiendo obviamente de la duración de estos. Con la llegada de la distribución digital a la industria de la música, este límite desapareció formalmente. Nada impide ahora el lanzamiento de un fonograma de tres horas, que sería catalogado seguramente como “XXLP”. Sin embargo, el techo ha continuado a modo de simulacro, y las nuevas publicaciones que han ido llegando después de la revolución siguen teniendo como promedio 12 tracks. Esto sucede por varias causas. Una de ellas, la que me interesa resaltar ahora, es que nuestro hipotálamo ya se acostumbró —aunque Spotify no lo crea, y considere perfectamente normal que un ser humano pueda bajar los casi 300 minutos y cinco cedés que conforman El Salmón de Calamaro sin pestañear, y presente el disco como una consecución interminable de temas, olvidando su formato original de box set. A mí me cuesta escuchar dos álbumes seguidos del mismo artista. Cuando es uno doble, normalmente pongo otra cosa entre mitades: salen las animadoras, la mascota del equipo hace payasadas, y repaso los highlights del primer tiempo antes de que vuelvan los jugadores a la cancha. Bueno, olvídense de eso cuando se trata del Flaco.

Este, el Spinetta y Los Socios del Desierto —estreno discográfico de la banda de igual nombre, lanzado en 1997 por Columbia—, tiene dos CD en el tronco, 33 pistas en las extremidades, y en la cabeza los 125 minutos más cortos que le puedan ser regateados al tiempo. Mide más o menos cien kilómetros, la distancia que cubre una guagua para llevarte a Matanzas o regresarte a La Habana; calculado. Si te pones los audífonos no mucho antes de que la Yutong comience a dejar la terminal, y en lo que ajustas la rejilla del aire acondicionado encima de ti ya escuchas el riff sabroso de Cheques; si luego, cuando el chofer detenga el autobús en el parador de su preferencia para que la gente vaya al baño y compre Pelly, no pausas la reproducción y te quedas sentado porque orinaste antes de salir y ya no fumas; entonces, cuando el vehículo vaya bajando la loma justo antes de entrar a la ciudad de Faílde —mientras la vista de la bahía te vuelve a sorprender y te pones en modo profundo y conmovido, como si fuera la primera vez que la vieses— deberás estar escuchando a Luis, en el penúltimo corte del segundo disco, cantar: “Y allí tu corazón se quedará jugando, ya despierto, con las cuentas de un collar”.

Cuando pienso en el mar, la imagen que surge en mi cabeza es la del que está entre La Habana y Matanzas, y el sonido que la acompaña es este álbum. Ese es el trozo de mar más lindo de Cuba, con todo y la termoeléctrica de Santa Cruz del Norte y los martillos petroleros, y con el perdón del Caribe glorioso que se ve a la derecha cuando sales de Guantánamo y avanzas buscando La Farola, o el que está entre Cienfuegos y Trinidad, con esos ríos desembocando en él, esos tibaracones haciendo de arena fina, convirtiendo al río en playa. Me fajo por el lado del chofer hacia la urbe yumurina, y por el otro hacia la capital.

Una vez, rumbo al Malecón y el Capitolio, venía escuchando La orilla infinita, el tema que cierra la primera parte. El estrecho de la Florida a la derecha, mi jevita rendida a la izquierda, y Spinetta en mis orejas diciendo, cadencioso: “Hoy por fin, en la orilla del mar, ¿cómo será poder amarte?”. Durante los cuatro minutos que duró la canción observé el agua, observé a mi jevita, luego el agua de nuevo; y bueno, no pasó mucho más que eso, pero, ¿qué más pretende uno que pase? Así mismo es con este álbum. Que no espere nadie encontrar mucho adorno.

Pocas bandas de rock han logrado el carácter que Los Socios del Desierto alcanzan en este álbum, esa austeridad y crudeza grunge de finales de los ’80, cuando las formaciones interesantes de Seattle eran muchas cosas, pero antes, en la zona de la definición, eran todo lo que no fuese glam metal californiano. No hay demasiado que buscar en la transparencia. Aquí lo que hay son tres tipos, voz, guitarra, bajo, batería, algún teclado ocasional, y un corazón, una sensibilidad, una bomba y un swing del tamaño de la pampa argentina.

Es el disco absoluto; el disco del “Ya. ¿Qué viene después de esto?”. Lo pongo entre los dos o tres que más me gustan de toda la carrera de Luis Alberto, y esto es decir mucho, tratándose de él, y tratándose de mí. Tiene de todo: rocanroles deliciosos (Cheques, Nasty people); otros pesados como yunques, con solos de guitarra largos a lo Neil Young (Bosnia, La luz te fue); rumor funky y dedos resbaladizos (Cuenta en el sol, ¡Oh! Magnolia); certeros riffs de bajo por todas partes y un solo chulísimo en Mi sueño de hoy; ternura, intimidad y cuchicheo amoroso (Diana, Jazmín), sinceras zapadas de garaje entre tres amigos que, a la sazón, tienen una banda y graban discos (Wasabi flash); y en general, un aire jazzero barriendo ambos CD, que tiene su límite en el rock, aunque este límite no presenta la fuerza contentiva, ni la irrevocabilidad de un dique, sino que existe porque Spinetta, Marcelo Torres y Daniel Wirtz así lo han querido. El jazz sale y entra del rock cuando a ellos les da la gana, lo cual hace al límite una ilusión: ahora lo ves, ahora no lo ves.

Lo del Flaco no tiene nombre. Es un tipo que no se puede creer. Todo lo hace bien. Violero como no hay dos, compositor de primera, letrista que te cagas, afinadísimo, entidad viva única especializada en hacer moldes para luego romperlos, músico, poeta, loco, cantante y comedor de frutas; hasta dibujaba el cabrón. A mí, lo juro, lo que más me emociona de Luis no es nada de esto, ni sus canciones, ni sus bandas eternas; es su sola existencia, el cuartico que ocupa en el vecindario de la cultura. Dicen “Flaco” y antes de oír cualquier cosa ya tengo los ojos aguados.

No hay otro (en el rock argentino, pa’ que nadie se ofenda, pero luego hablamos por privado) con su capacidad regenerativa, con su vocación de inquietud. No le bastó estar entre el buchito de músicos fundadores del género en español; no le bastó Muchacha, ni luego armar la que fue tal vez la primera banda hard rock del idioma; no le bastó el Artaud (Talent/Microfón, 1973), creó Invisible, se la puso difícil a los empleados de las tiendas de discos, que pasaron varios minutos de pie, frente a los estantes de “jazz fusión” y “rock progresivo”, decidiendo donde meterían el Durazno Sangrando (CBS, 1975); botó la etiqueta con Jade: eso nadie sabe qué cosa es; se aburrió del grupo e hizo un disco acústico, trovero; después agarró un sintetizador y pegó un súper mega hit. No le bastó nada de esto. Cuando ya casi todos tiraban sus últimos cartuchos, se apareció con esta bandaza, este rock de barrio, que a fines de siglo colocó en el mismo concierto al abuelo fan de Almendra, al padre que en 1982 se oponía a la guerra de las Malvinas y se le erizaba la piel en Resumen porteño con lo de “(…) usualmente solo flotan cuerpos a esta hora”, y al adolescente nacido con la democracia que se estaba enterando de todo en ese momento.

Luis Alberto no es cool ni es cheo; él vive un piso más arriba de esas boberías. Cheo y cool son conceptos aparentemente opuestos pero en realidad no es así, están en el mismo lado del espejo. Lo cool no es más que una condición cualificada de lo cheo. Es cheo quien trata de ser cool y lo descubren; o de igual modo, cool es quien procura no ser cheo, sin lograrlo. Mientras nadie diga nada, el cheo y el cool creerán ser siempre cool. Aquí hasta el más pinto ha estado en ese lugar, incluyendo al Flaco, lo que pasa es que cazarle un momento de esos a él es la tarea del indio.

Como cheo y cool son nociones absolutamente subjetivas, la única manera de evadirlas es que no te importe ni una ni otra. Yo no sé cómo se hace eso, pero Spinetta sí lo sabía muy bien. Solo alguien que pasa de esas dos ideas puede tirar, en 1997, esta línea: “La inmensidad de tus ojos, apenas sostenidos por las estrellas invisibles, que ansían mi silencio, como la noche ansía el día”. Él es el único que te cuela sintagmas como “toxicidad letal”, “orilla infinita”, “dulce eco” o “tiempos inclementes”, y tú tan campante; el único que le hace una canción a la luna de abril y, con 30 años, te pone a cantar: “Ella brilla y brilla. No sabe dormir”. No le da pena meterse en esos bounce; es más, ni se entera de que se está metiendo. No teme a las palabras. No teme ser cheo, porque no se propone ser cool.

No creo que en este disco se encuentre la poesía más depurada del Flaco; sin embargo, la música llega volando en plan superhéroe, la agarra de la mano y la coloca en la azotea de un rascacielos de Manhattan. A la carne usted le echa sal, pimienta, ajo, cebolla, y queda riquísima; pero si le añade un poquito de romero eso coge otra categoría. En Spinetta, las palabras son la carne y la música es el romero. Luis se volvió un gran poeta en el camino, pero nació músico. Al Indio Solari, por ejemplo, le ocurrió al revés.

Este fonograma fue de las primeras cosas que le escuché al del barrio de Núñez, y mis canciones favoritas, como yo, han cambiado con el tiempo. Al principio fueron Las olas y 2 de enero. Hubo una época en que mi estúpido lema de inicios de año (y de inicios de cualquier cosa) era: “Agarro mis libros. Quemo todas mis palabras falsas”. Después me cambié a Jardín de gente, y cuando me enamoré, entonces fue Diana. Más adelante me golpearon duro Así nunca encontrarás el mar y, sobre todo, Cuenta en el sol, que decía: “Tienes un mejor lugar. / Tienes un mejor dormir. / Ya no tienes cuenta en el sol”. Antes de sentarme a escribir esto lo escuché como no lo hacía en mucho tiempo: acostado en el sofá, sin pensar en más nada, atendiendo. Noté que me sabía de memoria dos canciones que no conocía: Se convirtió en la noche y La espera. Les dejo para terminar una imagen de cada una de ellas, en ese orden; pero no se queden en las palabras, que solas no van a ningún lado, busquen el disco, ráyenlo.

“El concierto de la tarde / se refleja en edificios mudos, / contra el cielo que se esconde / en el ocaso como un animal. / Cruza las hebras del aire. / Corta la luna sin formas. / Es un ave oscura y errante. / Se convirtió, ¡Oh!, en la noche”.

“No rechaces este sol, aunque duela, / aunque no sea tu despertar, ¡Oh, no! / Ya no te quedes en el dolor. / No tengas miedo de sanar. / Ya no queda nada de la espera”.

foto de avatar Carlos M. Mérida Oidor. Coleccionista sin espacio. Leguleyo. Temeroso de las abejas y de los vientos huracanados. Más publicaciones

Deja un comentario

Ver comentarios publicados
  1. ALEPH dice:

    Me encantó tu relato. Un disco tremendo, fascinante.Me puso ña piel de gallina como lo describes.Imposible no emocionarse con el Flaco.

  2. Marcelo dice:

    Excelente lo tuyo, gracias

  3. Jorge dice:

    Yo estuve ahí, desde el roxy, la primer presentación , dos años antes ya tocaba estas canciones , pero nadie quería hacerle el disco.

Ver comentarios publicados

También te sugerimos