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El disco rayado Chapeando. Diseño: Jennifer Ancízar. Chapeando. Diseño: Jennifer Ancízar.

Chapeando

I.Te llevo a Los Van Van, y después para el ballet

Como yo solamente estoy empezando a correr el maratón que descoloniza y desclasa, mi oído, al escuchar este álbum antes de escribir, todavía me hace trampa y pienso en la Riverside y la Aragón un momento después de haber pensado en Wagner y en Deep Purple.

Al alemán me lo traen, claro, los violines, especialmente en el coro de Después de todo, cuando por detrás de la voz de Yeni suenan a mareo como de embriaguez. El pasaje —porque las ligas culturales, a diferencia de los enlaces web, son arbitrarias, indirectas y movedizas— me remite inmediatamente a la espectacular obertura de la ópera Tannhäuser, a esa oscilación demoledora de las cuerdas sosteniendo el canto de los metales (el día en que yo vea eso en vivo me aseguraré de tener a los paramédicos cerca). En la banda británica pienso cuando llega el segundo coro de Chapeando, el tema homónimo que abre el fonograma, no por el coro en sí, sino por la forma inesperada en que aparece, al igual que el famosísimo riff de Smoke on The Water, que rebana bruscamente al estribillo cuando creemos que Ian Gillan va a volver a decir “… and fire in the sky”. Así, mutilado por la sorpresa, queda también el puente donde Robertón, medio cantando, medio hablando, dice: “Es que yo soy así, fuerte como el guayacán, por eso vengo bateando, vengo chapeándolo todo, pero vengo con iré”, puesto que ahí, sin más, rompe el coro: “Van Van viene abriendo camino nuevo otra ve’…” y uno se queda como descolocado, esperando otra vuelta, producto de una especie de inercia anónima, o de exceso de imaginación. A mí Los Van Van me agarraron de un modo similar, cuando esperaba otra vuelta de metal, o de cualquier cosa, no sabía muy bien qué, pero no música popular bailable.

Es normal que un mocoso como el que yo era desestime las propuestas más convocantes que se dan en su tiempo y su lugar, nomás por el gesto rebelde de la excomunión (que se completa en el reconocimiento de otros excomulgados, y en la posterior alianza entre ellos). Parte de ser un mocoso es eso; la parte linda. Yo me había leído Los Miserables en octavo grado y tenía comezones de espíritu aparentemente ajenas a la mayoría de los otros mocosos, por lo tanto, no iba a participar en el ritual gregario de la música popular bailable cubana, y en esa dirección me presentaba ante otros y ante mí. En vez de enseñar el carné de identidad, los fascinantes mocosos dicen me gusta esto, no me gusta esto otro, detesto aquello, porque viven en un tiempo donde ya saben sucintamente lo más importante que debe saber todo el mundo, pero todavía no aprenden a decirlo. El caso es que les funciona así. Yo, por ejemplo, al decir Solamente Buena Fe me cae peor que la Charanga Habanera, creía que ya lo estaba diciendo todo, y en parte tenía razón. En ese idioma, sin dudas moderno —en tanto aparece con la masificación del consumo cultural— aunque a la vez primitivo, medio atávico —en tanto depende de prestaciones de significado anteriores al lenguaje, de prejuicios, intuiciones, reflejos—, decir A mí me gusta Van Van es un lance comunicativo estéril, porque, bueno, a todo el mundo le gusta. Sin embargo, lo opuesto: A mí no me gusta Van Van es un manifiesto, que tiene implicaciones cambiantes según la firmeza de la frase.

El cheo de Amaury Pérez, al entrevistar a Juan Formell en su programa, afirmaba (Amaury siempre afirma, incluso cuando pregunta) que él nunca había leído una mala crítica sobre el trabajo de la orquesta. Y aunque lo que Amaury quiere decir sea fácilmente refutable, dado que él tampoco ha leído un tratado sobre la baja salinidad del mar Negro, lo cual no significa que el mar Negro no tenga niveles de salinidad bajos, cierto es que lo entendemos perfectamente. Fíjense que no se trata solo de gustarle a todos en el ancho catálogo de afinidades musicales (y generacionales) de la Isla, sino que la inmensa mayoría también cree que El Tren de Cuba es la más grande expresión de música popular que ha existido aquí. Yo creo que ni el Benny hace eso. Tú puedes salir a la calle y preguntar por Irakere, y alguien te va a decir que muy vanguardista; por Celia Cruz, y que bueno, sí, pero al final aquí casi no la escuchan; por Pablo Milanés, y alguien que no, que muy intelectual; pero cuando preguntes por Los Van Van todos —ya desde una mansión de Miramar o desde un llega y pon en El Fanguito— te van a decir más o menos lo mismo: frases que contendrán siempre las palabras mejor, pueblo, bailador, rico, calle, vida. Por eso, quien dice A mí no me gusta Van Van (que habrá alguien, seguro), lo hace, en el mejor de los casos, sinceramente, guiándose por un molde estético que yo respeto tanto como no entiendo, y en el peor, por unas ganas absurdas de joder, una interpretación defectuosa del rol de rosca izquierda, tan sublime, literario, heroico, pero tan mal ejecutado a veces, como ha hecho recientemente Ray Fernández, uno de mis últimos dolores.

Incluso cuando yo decía que no me gustaba la música popular bailable, nunca dije A mí no me gusta Van Van. Y sería un ejercicio muy complicado tratar de descubrir ahora si en realidad me gustaba o no, más allá de lo que yo dijera. Digamos, eso sí, que si me hubiesen regalado un pulóver de la orquesta (ese con las dos manos haciendo la señal de victoria, por ejemplo) no me lo habría puesto. Y digamos también que, aunque fuera yo quien cantara la rueda de casino y, por lo tanto, estuviese muy ocupado haciéndome notar, siempre iba a arreglármelas para marcar en el aire —como agarrando una baqueta con la mano derecha— los cuatro impactos que propina Samuel Formell al timbal en el minuto 1:13 de Anda, ven y quiéreme. Timbal que concilia el sonido del plástico, la madera y el metal en cuatro golpes sólidos, indivisibles. Impactos que, si pensamos de manera utilitaria, nada aportan a la estructura, al esqueleto de la puesta en escena, porque el tiempo, aunque Samuel no lo marque, sigue corriendo igual; pero los percusionistas no están aquí para pensar de manera utilitaria, ellos aplican, de una forma mucho más entretenida que el reloj, puntillazos de óleo en el cuerpo absoluto del tiempo; son, porque le vieron el rostro, sus esclavos, Sísifos condenados a reproducir inútilmente su figura, por eso (porque esa es una carga durísima) a veces prefieren el silencio.

Mi gusto por la orquesta se encontraba en esa región difusa que va desde el rechazo a usar el pulóver con su logo hasta los tarareos incidentales. Entonces escuché Chapeando (Unicornio, 2004) completo, y porque quería escucharlo, no de perfil, porque lo pusieran en la discoteca, y ya dije: A mí no me gusta la música popular bailable, excepto Van Van.

Estuve un tiempo en esa nueva casilla, que (creía yo) conservaba la postura de muchachón alternativo y justificaba cualquier gozadita. Mi permanencia allí estaba legitimada por las colaboraciones de ídolos míos con la banda: Silvio Rodríguez, Carlos Varela, y —ya en este mismo disco— el guitar hero cubano Elmer Ferrer y el exótico Diego El Cigala, quien la estaba rompiendo en ese momento con el álbum Lágrimas negras (Calle 54/Ariola/BMG, 2003), que no me gustaba tanto, pero decía que sí.

Me metí en un grupo al llegar el servicio militar. Tocábamos, sobre todo, timba. Aprendí mucho. Aprendí, por ejemplo, lo que es la bomba, ese tramo donde el bajo se convierte casi en un instrumento de percusión, se calla la mayoría del ensemble, excepto el piano —que se queda en el tumbao, con un empuje que hasta ahora no habíamos notado— y la batería —que se vuelve grave, se desactualiza, envejece, regresa al tambor. Aunque sigo sin entender (y en el fondo no quiero hacerlo) la relación de la bomba con el despelote, con el mecanismo primario del sistema nervioso que hace que el cuerpo nos pida soltar a la pareja cuando llega esa parte y dar la vuelta, cada uno por su lado, meneando la cintura (vayan al minuto 4:05 de La Buena). Fue aprender dos o tres cositas y ya Chapeando me pareció una exquisitez. Luego me emocionó la versión que hace la Charanga Habanera de Píntate los labios, María —sobre todo cuando la trompeta sube una octava en el solo—, y los mambos de la descomunal Ya no hace falta, de Bamboleo. Sin embargo, cuando pude decir A mí me gusta la música popular bailable, ya no hablaba de esa forma.

  1. Un montuno profundo

Como el Premio Grammy a inicios del año 2000 fue el fin de un ciclo para la orquesta, este disco fue el inicio de otro. Con él entran Los Van Van al siglo XXI, sin Pupi, sin Pedrito Calvo, con una voz femenina por primera vez en su historia, y con demasiados rumores y dudas de los fans. Es por eso que Chapeando, el tema, ya nació con sesgo, con la función exclusiva de informarnos que no había pasado nada, que seguían con la misma pegada de siempre. Fíjense que de estrofa solo tiene una oración, el resto son coros, como si los hubiesen tenido atragantados por mucho tiempo.

Al salir Pedrito Calvo la banda perdía al mejor frontman de los últimos, por lo menos, 20 años (aunque después, tras los fracasos de sus proyectos en solitario, se iba a saber que ya venía bajando la cuesta); sin embargo, Juan Formell no busca sustituirlo. Primero, porque no había otro Pedrito Calvo en el mercado, ni lo volvería a haber, ya que los cantantes con ficha de superestrella se vieron cada vez menos en las orquestas de música bailable y cada vez más en el género urbano; y, segundo, porque Formell no era el tipo de club deportivo que buscaba fichar superestrellas hechas, más bien era él quien les otorgaba esa categoría.

Aunque el registro tiene varios temas que fueron verdaderos exitazos cuando salieron (yo cuento seis, pero no he consultado las listas de Juventud 2000), ninguno lo fue más que Anda, ven y quiéreme y, principalmente, Después de todo, números defendidos por las dos últimas incorporaciones a la línea frontal de la orquesta: Abdel Rasalps (Lele) y Yeni Valdés. Mayito Rivera, que seguía siendo por margen el mejor cantante, y ahora el de más experiencia en el grupo, pierde protagonismo esta vez. No solo porque no defiende ninguno de los hits del disco, sino también porque su voz solista aparece bastante tarde, en el cuarto track (No pidas más presta’o), después de que todo el mundo había llegado al guateque y luego, casi al final, después de que, por cantar, había cantado hasta el puto Cigala. Es un gesto muy elocuente que Juan Formell haya estado dispuesto a permitir que el oidor de discos ligero se perdiese la performance de su vocalista más talentoso. Estos eran los nuevos Van Van. Pero el gesto, a mi parecer, no contiene guapería, esa de: “Es lo que hay. Si te gusta bien, y si no, también”; por el contrario, es un gesto equilibrado, auténtico, de anciano zen que sabe que lleva razón y solo tiene que convencerte, despacio. Así es como ha convencido Juanito siempre.

A mí no me gusta la voz de Yeni. No voy a decir que no la soporto, porque sí lo hago, sin problemas (excepto cuando hace ese aspaviento gutural de mujerona dizque ruda, muy común en las cantantes timberas, como si las mujeres solo fuesen fuertes cuando emulan ademanes masculinos), pero no me gusta. Sin embargo, ella ha sido la cantante más popular que ha tenido la orquesta en el nuevo siglo. Más nadie pegó como lo hizo ella. Nadie dejó más dicharachos, colocó más a Los Van Van en la médula espinal de la esquina cubana. Todavía hay gente por ahí diciendo: “¡¿Qué cosaaa?!”. Yeni fue el último riesgo que tomó Juan Formell. Lo que —al menos desde fuera— parecía ser una jugada fría buscando ampliar el rango del radar vanvanero, se convirtió en la mejor de las cartas, la que nadie espera, excepto los mejores jugadores. Si Formell lo tenía claro o no ya no lo sabremos, pero yo creo que sí, porque Formell era un maldito genio, y los malditos genios siempre lo tienen claro, aunque ni ellos mismos lo sepan. Quiero pensar que Juan, en el camino del proceso compositivo de Después de todo (un número que es puro Formell, con todas sus manías estilísticas, con la cadencia noble, inconfundible, inexplicable de Los Van Van, que escucharán los nietos de nuestros nietos, que es bailable solo porque existe la orquesta, pero si no existiera podría sobrevivir perfectamente como bolero), supo que ese sería el taquillazo de su próximo álbum, y entonces decidió cambiarle el género al narrador, escribir “…y yo durmiendo sola”.

Hay un instante del mambo de Ven, ven, ven (escuchar minuto 3:58) en que los trombones se quedan jugueteando con dos notas (Do-Si Do-Si Do-Si), que es la definición sonora del meneo: el trombón convertido en cintura, y viceversa. Se pueden encontrar otros momentos así en el disco, pero este es el más claro, el que mejor pinta el gozo, la voluptuosidad, la libertad absoluta del meneo. El meneo profano de aquí, meneo aborigen, cimarrón. Una imagen que niega la conquista, que no se ha enterado de la moral cristiana con la que nos vacunaron el sur, ni de la pacatería estalinista. Ese instante de los trombones, más Robertón diciendo luego “iMira Eloísa cómo se menea!”, son algunas de las respuestas a la pregunta “¿Qué tiene Van Van que sigue ahí?”.

Cuando sale un disco nunca se sabe a ciencia cierta cuál de los temas es el que va a romper la pista, mucho menos si hablamos de Los Van Van, que, como diría Oscar Sánchez, “lo que tiene es velcro”. Por supuesto, hay algunos que desde que nacen ya se notan con más chances de hacerlo, pero la pista, como sabemos, manda. Sobran ejemplos en todos los géneros de canciones casi descartadas que luego se convirtieron en hits. Sin embargo, algunas piezas sí que lo tienen más difícil, porque no están funcionalmente destinadas al “pega pega”. En este registro, esas piezas son Te recordaremos, que es la que interpreta Diego El Cigala, y El Montuno, que es de la que quiero hablar.

La primera función de este tema es ir despidiendo el disco, una emulación indoors del final de los conciertos, donde los cantantes presentan a los músicos, y estos, especulando un poquito con el solo, dicen a la gente que mucho gusto. La otra es hacer una declaración de principios. Formell, a modo de agradecimiento a su más viejo aliado el montuno (la parte ganchosa de los temas), y con elegante ironía, conjetura la posibilidad y las probables consecuencias de que ese segmento esencial del número bailable fuese, también, “profundo”. Se pregunta Mayito Rivera, porque Formell lo hizo antes: “¿Será posible organizar los sentidos / y analizar el contenido / directamente a los pies?”, y su voz (la de Formell en la de Mayito) —haciendo un guiño que no me atrevo a llamar consciente, pero nadie sabe— asume una pose melódica que recuerda a las de la Nueva Trova, la música menos bailable, la de más “contenido”. Esa referencia sutil, y, más expresamente, el final de la estrofa que dice: “Y no es que yo te quiera complicar / con un montuno profundo / que quizá puedas bailar”, responden por sí solos la pregunta que se hacen Mayito y Formell. Sí es posible, pero no necesario, porque la hondura del montuno tiene que ver siempre con el cuerpo. Se baila primero y se escucha después. Ya es profundo si levanta de sus sillas a los más obstinados patones; entonces ¿para qué “complicarse”? Que se compliquen Silvio y Pablo.

foto de avatar Carlos M. Mérida Oidor. Coleccionista sin espacio. Leguleyo. Temeroso de las abejas y de los vientos huracanados. Más publicaciones

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  1. Maria Arozarena dice:

    Me encanto el articulo, realmente el autor escucho el disco a conciencia, fue muy certero en el analisis de los numeros del disco.

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