
Sala Teatro del Museo Nacional de Bellas Artes
A Tupac
Estamos en abril, después del año más absurdo de nuestras vidas. Ya van más de 12 meses de algo más parecido a una película de terror futurista clase B que a la rutina que recordamos. Lo que pensamos sería una especie de raro periodo vacacional de unas semanas, a todo dar, se ha extendido mes a mes. En el horizonte solo vemos la resignación al cambio en el modo de relacionarnos socialmente y la experiencia de salir a escuchar música o a bailar, entre otras, ya no serán nunca del todo iguales, para bien o para mal.
No hay músico que no comente en las redes sociales lo raro que le resultó esta parada drástica y cuánto tuvo que reinventarse y crear en nuevas direcciones. Aquellos con los que tengo contacto directo, se sintieron por momentos más comunicadores sociales que músicos, más community managers que instrumentistas. Algunos, por suerte, comenzaron a experimentar placer en otras tareas que no les eran habituales como la cocina creativa, la agricultura urbana o la curaduría y locución para radio. Pero todos, sin excepción, extrañan el contacto con el público, la adrenalina del en vivo, los nervios de tocar para la cuarta pared.
Probablemente pensando en todo ello, he soñado larga y nítidamente que estoy en un concierto que es a su vez distintos conciertos. Como si de una experiencia virtual se tratara, el sueño tiene escenas de como mínimo cinco o seis espectáculos diferentes, con diversos artistas; fragmentos de una especie de revista musical sin mucha ilación en su guion; caóticos, como son los sueños. Lo curioso es que todos esos conciertos sucedían en un mismo y único lugar, aunque de eso solo me he dado cuenta mucho más tarde, mientras lo intentaba rememorar para contarlo: en la Sala Teatro del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana.
Claro, me digo, tiene toda la lógica. Yo también extraño los conciertos en vivo en todo su esplendor y lo hago en la doble condición de productora de muchos de ellos, pero más que todo como público de una cantidad ya difícilmente mensurable a estas alturas. Solamente ahí en Bellas Artes debo haber asistido a varias decenas de espectáculos. Producidos por mí o por otres, por puro placer, por curiosidad o por compromiso de trabajo, no ha habido año desde que tengo edad para salir sola que no haya pisado esa pequeña sala que me trae tantos recuerdos y se cuela incluso en mi subconsciente mientras intento descansar.
En este hilo reflexivo llego a la atrevida conclusión de que difícilmente haya melómano cubano o residente en Cuba que se precie de tal, que no haya pisado al menos una vez este teatrico construido a inicios de la década de los 50 del siglo XX y que comenzó a funcionar como espacio concertante incluso antes que las áreas expositivas del Museo, fundado en 1954 en el lugar que hoy ocupa. Y pocos deben ser les instrumentistas cubanos que no hayan —al menos una vez— atravesado con su instrumento o sus partituras las puertas por la entrada del parqueo de Ánimas y, cruzando parte del patio y la cafetería, entrado directamente por detrás a la salita. Me aventuro a más: creo que si pudiéramos hacer una encuesta entre los oyentes consuetudinarios y los más furibundos defensores de la música cubana, sobre cuál es el teatro más “amable” para ese suceso sonoro que es un concierto, este le ganaría con ventaja a todos los otros teatros activos del país. Quizás su único defecto es su pequeñez. Pero (la personita de un metro y medio que me habita sonríe socarronamente) esta es también su gran virtud.
La salita de Bellas Artes experimentó, desde su aparente complementariedad al más importante museo de la ciudad, una activa vida nocturna en la segunda mitad de los años 50, formando parte del circuito central de la escena musical y cultural de una Habana que parecía no dormir. En los 60 no fue menos. Discreta y tímida como parece, fue testigo de acontecimientos de enorme relevancia cultural (allí se fundó formalmente el Icaic) y de los conciertos iniciáticos de muchos que luego fueron primeras figuras de la canción cubana como Miriam Ramos, Silvio Rodríguez, Teresita Fernández, o de sucesos como el retorno de María Cervantes en 1965 a los escenarios. No hubo género de la música cubana que no fuera allí presentado, aplaudido y disfrutado por más de 60 años, salvo en los momentos en que el Museo cerró totalmente por reparaciones.
Una puede querer escuchar música en vivo y asomarse a la cartelera cultural a averiguar qué hay. Si quiere bailar, sabe a quién preguntar o a dónde tiene que acudir. Pero a Bellas Artes (también así, a secas, le llamamos los asiduos) se va casi siempre enterado, a una experiencia que se augura de sensibilidad extrema. Y en ese sentido, se va lista no tanto a socializar —como pasa con muchos eventos musicales en otros espacios—, sino a poner todos los sentidos en un escenario que no llega a 50 metros cuadrados y a vibrar en una rara energía con les habitantes de las otras 248 butacas de la sala.[1]
La experiencia musical de Bellas Artes comienza con una pequeña o gran cola, siempre organizada y donde encuentras amigos o gente que aunque no lo es, debiera serlo y lo sabes. Continúa con la sonrisa de Tony (Antonio Hurtado) o Eugenio Chávez, gestores culturales sensibles y multitareas, que lo mismo organizan como rompecabezas exquisito la programación del pequeño teatro donde todo el mundo quiere tocar, que diseñan las luces para el espectáculo que vas a disfrutar, que llevan la promoción del evento, que hacen magia para que todes les que están fuera y pretenden entrar, quepan; y que tras esa buena onda permanente tienen muchas horas/bronca con burócratas y censores a quienes casi siempre (con)vencen con paciencia, argumentos sólidos y amor por su trabajo. Sigue con la puntualidad casi sin excepciones de la hora de comienzo de los conciertos, violada únicamente en los casos en que diluvia en la ciudad y se sabe que el público está teniendo problemas para llegar. Y continúa con la excelente calidad del sonido de la que hace gala la propia sala con su estructura y acústica, y que no demerita su equipamiento y personal a cargo. Al menos yo no recuerdo experiencias terribles en este lugar salvo accidentes puntuales como los del concierto de Carlos Varela dedicado a Santiago Feliú a pocos días de su muerte, en el que un insistente feedback se convirtió en la broma de que Santi estaba torpedeando el espectáculo desde el más allá; o el desagradable e inevitable trastorno que provocó una falla en un amplificador en el hermoso show que dieron Miriam Ramos y Haydée Milanés el año pasado.
No siempre fue así. Hubo sus periodos de barbarie y abandono, de gente con poca preparación ocupando cargos técnicos y de dirección, de equipamiento obsoleto y suciedad. Por suerte, o no los viví o no los recuerdo.
Y luego… está el público. Generalmente callado, generalmente sensible, generalmente cómplice — aunque en los últimos años haya cada vez más personas con la manía de filmar en su teléfono móvil lo que debería ver con los ojos y escuchar con el alma, práctica que en mi opinión debería estar prohibida en un sitio como este.
Por último, y es algo que menciono porque verdaderamente me gusta de este lugar, tiene ese horario casi único en que no suceden otras cosas en la ciudad y que me permite, si salgo de ahí en estado de gracia como sucede con frecuencia, continuar con mi pareja o con un grupo de amigos para algún sitio hermoso de la Habana Vieja (suerte la mía que no tengo que fajarme a esa hora con el transporte público) a conversar, tomar algo, o recrear escenas de lo vivido, teniendo aún toda la noche por delante.
Me resulta casi imposible enumerar conciertos inolvidables que haya presenciado en Bellas Artes; son muchos y sé que iré recordando más y más en la medida en que se acerque el momento de entregar este texto para edición, pero hago el ejercicio del recuerdo que ya me adelantó mi onírico collage de hace unos días, mencionando algunos de los más relevantes para mí, al menos de los últimos 25 años: el concierto por las cuatro décadas de Marta Valdés en la música en 1995; el que hizo Santiago Feliú en 2001 para la reapertura del recién restaurado teatro; el regreso a los escenarios de Pedro Luis Ferrer en 2004 después de años sin hacer conciertos públicos en Cuba; el de Pedro Aznar en febrero de 2007; Up into the silence con canciones de Sue Herrod en diciembre de 2010; los hermosísimos conciertos de los españoles Javier Ruibal, Silvia Pérez Cruz y Rocío Márquez, todos en 2017; el de la brasilera Fabiana Cozza cantando a Bola de Nieve en marzo de 2018; cualquiera de los que he visto allí de Miriam Ramos o de Haydée Milanés o el de Telmary y HabanaSana en febrero de 2019. Y no he incluido aquí los de jazz. Es mi sala preferida para este género y en ella he escuchado lo mejor del jazz cubano y de otros lares. Mucho, mucho, mucho y muy buen jazz.
Cuando extraño los conciertos en vivo, es ahí, en esa salita tan pequeña como yo misma, en la que pienso, a la que quisiera regresar. No hay otra con su ángel, en esta ciudad al menos. Si no me creen a mí, pregúntenle a los músicos.
Dirección: Calle Trocadero No. 1, Habana Vieja, La Habana
Teléfono: (+53) 78639484
Modelo de gestión: Estatal
Precio de entrada: 30.00 CUP
Horario habitual de conciertos: 7:00 p.m.
[1] Me gusta pensar que en Bellas Artes caben 250 personas sentadas, porque aunque sus lunetas son 249 exactamente, Tupac Pinilla, instalado en su silla de ruedas, no necesitó nunca una butaca rígida. Fue el lugar donde más veces me encontré en mi vida con esa alma dulce y sabia que adoraba la buena música y que ha muerto, también él, en el aciago 2020. Además de todo lo que aquí sea dicho de este espacio, Tupac lo prefería porque era (es) una sala bastante amable para las personas con dificultades motoras que requieran de una silla móvil, asignatura pendiente en muchos de los teatros y espacios de la ciudad, aún los construidos o reparados más recientemente, y tema sobre el que Tupac nos había prometido escribir in extenso para esta revista.
Gracias querida amiga. Bienvenidos todos los que quieran disfrutar lo que con nuestros corazones ofrecemos. Gracioas siempre a ellos, LOS ARTISTAS, que son los principales protagonistas, los que hacen la magia de hacer de este espacio un lugar especial